8. Solidaridad de los
hombres del trabajo
Si se trata
del trabajo humano en la fundamental dimensión de su sujeto, o sea del
hombrepersona que ejecuta un determinado trabajo, se debe bajo este punto de
vista hacer por lo menos una sumaria valoración de las transformaciones que, en
los 90 años que nos separan de la Rerum
Novarum, han acaecido en relación con el aspecto subjetivo del trabajo. De
hecho aunque el sujeto del trabajo sea siempre el mismo, o sea el hombre, sin
embargo en el aspecto objetivo se verifican transformaciones notables. Aunque
se pueda decir que el trabajo, a
causa de su sujeto, es uno (uno y
cada vez irrepetible) sin embargo, considerando sus direcciones objetivas, hay
que constatar que existen muchos
trabajos: tantos trabajos distintos. El desarrollo de la civilización
humana conlleva en este campo un enriquecimiento continuo. Al mismo tiempo, sin
embargo, no se puede dejar de notar cómo en el proceso de este desarrollo no
sólo aparecen nuevas formas de trabajo, sino que también otras desaparecen. Aun
concediendo que en línea de máxima sea esto un fenómeno normal, hay que ver
todavía si no se infiltran en él, y en qué manera, ciertas irregularidades, que
por motivos ético-sociales pueden ser peligrosas.
Precisamente,
a raíz de esta anomalía de gran alcance surgió
en el siglo pasado la llamada cuestión obrera, denominada a veces «cuestión
proletaria». Tal cuestión —con los problemas anexos a ella— ha dado origen a
una justa reacción social, ha hecho surgir y casi irrumpir un gran impulso de
solidaridad entre los hombres del trabajo y, ante todo, entre los trabajadores
de la industria. La llamada a la solidaridad y a la acción común, lanzada a los
hombres del trabajo —sobre todo a los del trabajo sectorial, monótono,
despersonalizador en los complejos industriales, cuando la máquina tiende a
dominar sobre el hombre— tenía un importante valor y su elocuencia desde el
punto de vista de la ética social. Era la reacción contra la degradación del hombre como sujeto del trabajo, y contra
la inaudita y concomitante explotación en el campo de las ganancias, de las
condiciones de trabajo y de previdencia hacia la persona del trabajador.
Semejante reacción ha reunido al mundo obrero en una comunidad caracterizada
por una gran solidaridad.
Tras las
huellas de la Encíclica Rerum Novarum
y de muchos documentos sucesivos del Magisterio de la Iglesia se debe reconocer
francamente que fue justificada, desde la
óptica de la moral social, la reacción contra el sistema de injusticia y de
daño, que pedía venganza al cielo,13 y que pesaba sobre el hombre del
trabajo en aquel período de rápida industrialización. Esta situación estaba
favorecida por el sistema socio-político liberal que, según sus premisas de
economismo, reforzaba y aseguraba la iniciativa económica de los solos
poseedores del capital, y no se preocupaba suficientemente de los derechos del
hombre del trabajo, afirmando que el trabajo humano es solamente instrumento de
producción, y que el capital es el fundamento, el factor eficiente, y el fin de
la producción.
Desde
entonces la solidaridad de los hombres del trabajo, junto con una toma de
conciencia más neta y más comprometida sobre los derechos de los trabajadores
por parte de los demás, ha dado lugar en muchos casos a cambios profundos. Se
han ido buscando diversos sistemas nuevos. Se han desarrollado diversas formas
de neocapitalismo o de colectivismo. Con frecuencia los hombres del trabajo
pueden participar, y efectivamente participan, en la gestión y en el control de
la productividad de las empresas. Por medio de asociaciones adecuadas, ellos
influyen en las condiciones de trabajo y de remuneración, así como en la
legislación social. Pero al mismo tiempo, sistemas ideológicos o de poder, así
como nuevas relaciones surgidas a distintos niveles de la convivencia humana, han dejado perdurar injusticias flagrantes o
han provocado otras nuevas. A escala mundial, el desarrollo de la
civilización y de las comunicaciones ha hecho posible un diagnóstico más
completo de las condiciones de vida y del trabajo del hombre en toda la tierra,
y también ha manifestado otras formas de injusticia mucho más vastas de las
que, en el siglo pasado, fueron un estímulo a la unión de los hombres del
trabajo para una solidaridad particular en el mundo obrero. Así ha ocurrido en
los Países que han llevado ya a cabo un cierto proceso de revolución
industrial; y así también en los Países donde el lugar primordial de trabajo
sigue estando en el cultivo de la tierra
u otras ocupaciones similares.
Movimientos
de solidaridad en el campo del trabajo —de una solidaridad que no debe ser
cerrazón al diálogo y a la colaboración con los demás —pueden ser necesarios
incluso con relación a las condiciones de grupos sociales que antes no estaban
comprendidos en tales movimientos, pero que sufren, en los sistemas sociales y
en las condiciones de vida que cambian, una
«proletarización» efectiva o, más aún, se encuentran ya realmente en la
condición de «proletariado», la cual, aunque no es conocida todavía con este
nombre, lo merece de hecho. En esa condición pueden encontrarse algunas
categorías o grupos de la «inteligencia» trabajadora, especialmente cuando
junto con el acceso cada vez más amplio a la instrucción, con el número cada
vez más numeroso de personas, que han conseguido un diploma por su preparación
cultural, disminuye la demanda de su trabajo. Tal desocupación de los intelectuales tiene lugar o aumenta cuando
la instrucción accesible no está orientada hacia los tipos de empleo o de
servicios requeridos por las verdaderas necesidades de la sociedad, o cuando el
trabajo para el que se requiere la instrucción, al menos profesional, es menos
buscado o menos pagado que un trabajo manual. Es obvio que la instrucción de
por sí constituye siempre un valor y un enriquecimiento importante de la persona
humana; pero no obstante, algunos procesos de «proletarización» siguen siendo
posibles independientemente de este hecho.
Por eso, hay que seguir preguntándose sobre el sujeto
del trabajo y las condiciones en las que vive. Para realizar la justicia social
en las diversas partes del mundo, en los distintos Países, y en las relaciones
entre ellos, son siempre necesarios nuevos
movimientos de solidaridad de los hombres del trabajo y de solidaridad con los hombres del
trabajo. Esta solidaridad debe estar siempre presente allí donde lo requiere la
degradación social del sujeto del trabajo, la explotación de los trabajadores,
y las crecientes zonas de miseria e incluso de hambre. La Iglesia está
vivamente comprometida en esta causa, porque la considera como su misión, su
servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser
verdaderamente la «Iglesia de los pobres». Y los «pobres» se encuentran bajo diversas formas; aparecen en diversos
lugares y en diversos momentos; aparecen en muchos casos come resultado de la violación de la dignidad del
trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo
—es decir por la plaga del desempleo—, bien porque se deprecian el trabajo y
los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a
la seguridad de la persona del trabajador y de su familia.
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