10. Trabajo y
sociedad: familia, nación
Confirmada
de este modo la dimensión personal del trabajo humano, se debe luego llegar al
segundo ámbito de valores, que está
necesariamente unido a él. El trabajo es el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la cual es un derecho
natural y una vocación del hombre. Estos dos ámbitos de valores —uno
relacionado con el trabajo y otro consecuente con el carácter familiar de la
vida humana— deben unirse entre sí correctamente y correctamente compenetrarse.
El trabajo es, en un cierto sentido, una condición para hacer posible la
fundación de una familia, ya que ésta exige los medios de subsistencia, que el
hombre adquiere normalmente mediante el trabajo. Trabajo y laboriosidad
condicionan a su vez todo el proceso de
educación dentro de la familia, precisamente por la razón de que cada uno
«se hace hombre», entre otras cosas, mediante el trabajo, y ese hacerse hombre
expresa precisamente el fin principal de todo el proceso educativo.
Evidentemente aquí entran en juego, en un cierto sentido, dos significados del
trabajo: el que consiente la vida y manutención de la familia, y aquel por el
cual se realizan los fines de la familia misma, especialmente la educación. No
obstante, estos dos significados del trabajo están unidos entre sí y se
complementan en varios puntos.
En conjunto
se debe recordar y afirmar que la familia constituye uno de los puntos de
referencia más importantes, según los cuales debe formarse el orden socio-ético
del trabajo humano. La doctrina de la Iglesia ha dedicado siempre una atención
especial a este problema y en el presente documento convendrá que volvamos
sobre él. En efecto, la familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la primera escuela interior de trabajo para todo
hombre.
El tercer
ámbito de valores que emerge en la presente perspectiva —en la perspectiva del
sujeto del trabajo— se refiere a esa gran
sociedad, a la que pertenece el hombre en base a particulares vínculos
culturales e históricos. Dicha sociedad— aun cuando no ha asumido todavía la
forma madura de una nación— es no sólo la gran «educadora» de cada hombre,
aunque indirecta (porque cada hombre asume en la familia los contenidos y
valores que componen, en su conjunto, la cultura de una determinada nación),
sino también una gran encarnación histórica y social del trabajo de todas las
generaciones. Todo esto hace que el hombre concilie su más profunda identidad
humana con la pertenencia a la nación y entienda también su trabajo como
incremento del bien común elaborado juntamente con sus compatriotas, dándose
así cuenta de que por este camino el trabajo sirve para multiplicar el
patrimonio de toda la familia humana, de todos los hombres que viven en el
mundo.
Estos tres
ámbitos conservan permanentemente su importancia
para el trabajo humano en su dimensión subjetiva. Y esta dimensión, es
decir la realidad concreta del hombre del trabajo, tiene precedencia sobre la
dimensión objetiva. En su dimensión subjetiva se realiza, ante todo, aquel
«dominio» sobre el mundo de la naturaleza, al que el hombre está llamado desde
el principio según las palabras del libro del Génesis. Si el proceso mismo de
«someter la tierra», es decir, el trabajo bajo el aspecto de la técnica, está
marcado a lo largo de la historia y, especialmente en los últimos siglos, por
un desarrollo inconmensurable de los medios de producción, entonces éste es un
fenómeno ventajoso y positivo, a condición de que la dimensión objetiva del
trabajo no prevalezca sobre la dimensión subjetiva, quitando al hombre o
disminuyendo su dignidad y sus derechos inalienables.
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