13. Economismo y
materialismo
Ante todo,
a la luz de esta verdad, se ve claramente que no se puede separar el «capital»
del trabajo, y que de ningún modo se puede contraponer el trabajo al capital ni
el capital al trabajo, ni menos aún —como se dirá más adelante— los hombres
concretos, que están detrás de estos conceptos, los unos a los otros. Justo, es
decir, conforme a la esencia misma del problema; justo, es decir,
intrínsecamente verdadero y a su vez moralmente legítimo, puede ser aquel
sistema de trabajo que en su raíz supera
la antinomia entre trabajo y el capital, tratando de estructurarse según el
principio expuesto más arriba de la sustancial y efectiva prioridad del
trabajo, de la subjetividad del trabajo humano y de su participación eficiente
en todo el proceso de producción, y esto independientemente de la naturaleza de
las prestaciones realizadas por el trabajador.
La antinomia entre trabajo y
capital no tiene su origen en la estructura del mismo proceso de producción, y
ni siquiera en la del proceso económico en general. Tal proceso demuestra en efecto la
compenetración recíproca entre el trabajo y lo que estamos acostumbrados a
llamar el capital; demuestra su vinculación indisoluble. El hombre, trabajando
en cualquier puesto de trabajo, ya sea éste relativamente primitivo o bien
ultramoderno, puede darse cuenta fácilmente de que con su trabajo entra en un doble patrimonio, es decir, en el
patrimonio de lo que ha sido dado a todos los hombres con los recursos de la
naturaleza y de lo que los demás ya han elaborado anteriormente sobre la base
de estos recursos, ante todo desarrollando la técnica, es decir, formando un
conjunto de instrumentos de trabajo, cada vez más perfectos: el hombre,
trabajando, al mismo tiempo «reemplaza en el trabajo a los demás».21
Aceptamos sin dificultad dicha imagen del campo y del proceso del trabajo
humano, guiados por la inteligencia o por la fe que recibe la luz de la Palabra
de Dios. Esta es una imagen coherente,
teológica y al mismo tiempo humanística. El hombre es en ella el «señor» de
las criaturas, que están puestas a su disposición en el mundo visible. Si en el
proceso del trabajo se descubre alguna dependencia, ésta es la dependencia del
Dador de todos los recursos de la creación, y es a su vez la dependencia de los
demás hombres, a cuyo trabajo y a cuyas iniciativas debemos las ya
perfeccionadas y ampliadas posibilidades de nuestro trabajo. De todo esto que
en el proceso de producción constituye un conjunto de «cosas», de los
instrumentos, del capital, podemos solamente afirmar que condiciona el trabajo del hombre; no podemos, en cambio, afirmar
que ello constituya casi el «sujeto» anónimo que hace dependiente al hombre y su trabajo.
La ruptura de esta imagen coherente, en la que
se salvaguarda estrechamente el principio de la primacía de la persona sobre
las cosas, ha tenido lugar en la mente
humana, alguna vez, después de un largo período de incubación en la vida
práctica. Se ha realizado de modo tal que el trabajo ha sido separado del
capital y contrapuesto al capital, y el capital contrapuesto al trabajo, casi
como dos fuerzas anónimas, dos factores de producción colocados juntos en la
misma perspectiva «economística». En tal planteamiento del problema había un
error fundamental, que se puede llamar el error
del economismo, si se considera el trabajo humano exclusivamente según su
finalidad económica. Se puede también y se debe llamar este error fundamental
del pensamiento un error del
materialismo, en cuanto que el economismo incluye, directa o
indirectamente, la convicción de la primacía y de la superioridad de lo que es
material, mientras por otra parte el economismo sitúa lo que es espiritual y
personal (la acción del hombre, los valores morales y similares) directa o indirectamente,
en una posición subordinada a la realidad material. Esto no es todavía el materialismo teórico en el pleno
sentido de la palabra; pero es ya ciertamente materialismo práctico, el cual, no tanto por las premisas derivadas
de la teoría materialista, cuanto por un determinado modo de valorar, es decir,
de una cierta jerarquía de los bienes, basada sobre la inmediata y mayor
atracción de lo que es material, es considerado capaz de apagar las necesidades
del hombre.
El error de
pensar según las categorías del economismo ha avanzado al mismo tiempo que
surgía la filosofía materialista y se desarrollaba esta filosofía desde la fase
más elemental y común (llamada también materialismo vulgar, porque pretende
reducir la realidad espiritual a un fenómeno superfluo) hasta la fase del
llamado materialismo dialéctico. Sin embargo parece que —en el marco de las
presentes consideraciones— , para el problema fundamental del trabajo humano y,
en particular, para la separación y contraposición entre «trabajo» y «capital»,
como entre dos factores de la producción considerados en aquella perspectiva
«economística» dicha anteriormente, el
economismo haya tenido una importancia decisiva y haya influido
precisamente sobre tal planteamiento no humanístico de este problema antes del
sistema filosófico materialista. No obstante es evidente que el materialismo,
incluso en su forma dialéctica, no es capaz de ofrecer a la reflexión sobre el
trabajo humano bases suficientes y definitivas, para que la primacía del hombre
sobre el instrumento-capital, la primacía de la persona sobre las cosas, pueda
encontrar en él una adecuada e irrefutable verificación
y apoyo. También en el materialismo dialéctico el hombre no es ante todo
sujeto del trabajo y causa eficiente del proceso de producción, sino que es
entendido y tratado como dependiendo de lo que es material, como una especie de
«resultante» de las relaciones económicas y de producción predominantes en una
determinada época.
Evidentemente
la antinomia entre trabajo y capital considerada aquí —la antinomia en cuyo marco el
trabajo ha sido separado del capital y contrapuesto al mismo, en un cierto
sentido ónticamente como si fuera un elemento cualquiera del proceso económico—
inicia no sólo en la filosofía y en las teorías económicas del siglo XVIII sino
mucho más todavía en toda la praxis económico-social de aquel tiempo, que era
el de la industrialización que nacía y se desarrollaba precipitadamente, en la
cual se descubría en primer lugar la posibilidad de acrecentar mayormente las riquezas
materiales, es decir los medios, pero se perdía de vista el fin, o sea el
hombre, al cual estos medios deben servir. Precisamente este error práctico ha perjudicado ante todo al trabajo humano, al hombre del trabajo, y ha causado la reacción social éticamente
justa, de la que se ha hablado anteriormente. El mismo error, que ya tiene su
determinado aspecto histórico, relacionado con el período del primitivo
capitalismo y liberalismo, puede sin embargo repetirse en otras circunstancias
de tiempo y lugar, si se parte, en el pensar, de las mismas premisas tanto
teóricas como prácticas. No se ve otra posibilidad de una superación radical de
este error, si no intervienen cambios adecuados tanto en el campo de la teoría,
como en el de la práctica, cambios que
van en la línea de la decisiva convicción de la primacía de la persona sobre
las cosas, del trabajo del hombre sobre el capital como conjunto de los
medios de producción.
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