14. Trabajo y
propiedad
El proceso
histórico —presentado aquí brevemente— que ciertamente ha salido de su fase
inicial, pero que sigue en vigor, más aún que continúa extendiéndose a las
relaciones entre las naciones y los continentes, exige una precisación también
desde otro punto de vista. Es evidente que, cuando se habla de la antinomia
entre trabajo y capital, no se trata sólo de conceptos abstractos o de «fuerzas
anónimas», que actúan en la producción económica. Detrás de uno y otro concepto
están los hombres, los hombres vivos, concretos; por una parte aquellos que
realizan el trabajo sin ser propietarios de los medios de producción, y por
otra aquellos que hacen de empresarios y son los propietarios de estos medios,
o bien representan a los propietarios. Así pues, en el conjunto de este difícil
proceso histórico, desde el principio está
el problema de la propriedad. La Encíclica Rerum Novarum, que tiene como tema la cuestión social, pone el
acento también sobre este problema, recordando y confirmando la doctrina de la
Iglesia sobre la propiedad, sobre el derecho a la propiedad privada, incluso
cuando se trata de los medios de producción. Lo mismo ha hecho la Encíclica Mater et Magistra.
El citado
principio, tal y como se recordó entonces y como todavía es enseñado por la
Iglesia, se aparta radicalmente del
programa del colectivismo, proclamado
por el marxismo y realizado en diversos Países del mundo en los decenios
siguientes a la época de la Encíclica de León XIII. Tal principio se diferencia
al mismo tiempo, del programa del
capitalismo, practicado por el liberalismo y por los sistemas políticos,
que se refieren a él. En este segundo caso, la diferencia consiste en el modo
de entender el derecho mismo de propiedad. La tradición cristiana no ha
sostenido nunca este derecho como absoluto e intocable. Al contrario, siempre
lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los
bienes de la entera creación: el derecho
a la propiedad privada como subordinado
al derecho al uso común, al destino universal de los bienes.
Además, la
propiedad según la enseñanza de la Iglesia nunca se ha entendido de modo que
pueda constituir un motivo de contraste social en el trabajo. Como ya se ha
recordado anteriormente en este mismo texto, la propiedad se adquiere ante todo
mediante el trabajo, para que ella sirva al trabajo. Esto se refiere de modo
especial a la propiedad de los medios de producción. El considerarlos
aisladamente como un conjunto de propiedades separadas con el fin de
contraponerlos en la forma del «capital» al «trabajo», y más aún realizar la
explotación del trabajo, es contrario a la naturaleza misma de estos medios y
de su posesión. Estos no pueden ser poseídos
contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer, porque el único título legítimo para su
posesión —y esto ya sea en la forma de la propiedad privada, ya sea en la de la
propiedad pública o colectiva— es que
sirvan al trabajo; consiguientemente que, sirviendo al trabajo, hagan
posible la realización del primer principio de aquel orden, que es el destino
universal de los bienes y el derecho a su uso común. Desde ese punto de vista,
pues, en consideración del trabajo humano y del acceso común a los bienes
destinados al hombre, tampoco conviene excluir la socialización, en las condiciones oportunas, de ciertos medios de producción.
En el espacio de los decenios que nos separan de la publicación de la Encíclica
Rerum Novarum, la enseñanza de la
Iglesia siempre ha recordado todos estos principios, refiriéndose a los
argumentos formulados en la tradición mucho más antigua, por ejemplo, los
conocidos argumentos de la Summa
Theologiae de Santo Tomás de Aquino.22
En este
documento, cuyo tema principal es el trabajo humano, es conveniente corroborar
todo el esfuerzo a través del cual la enseñanza de la Iglesia acerca de la
propiedad ha tratado y sigue tratando de asegurar la primacía del trabajo y,
por lo mismo, la subjetividad del
hombre en la vida social, especialmente en la estructura dinámica de todo el proceso económico. Desde esta
perspectiva, sigue siendo inaceptable la postura del «rígido» capitalismo, que
defiende el derecho exclusivo a la propiedad privada de los medios de
producción, como un «dogma» intocable en la vida económica. El principio del
respeto del trabajo, exige que este derecho se someta a una revisión
constructiva en la teoría y en la práctica. En efecto, si es verdad que el
capital, al igual que el conjunto de los medios de producción, constituye a su
vez el producto del trabajo de generaciones, entonces no es menos verdad que
ese capital se crea incesantemente gracias al trabajo llevado a cabo con la
ayuda de ese mismo conjunto de medios de producción, que aparecen como un gran
lugar de trabajo en el que, día a día, pone su empeño la presente generación de
trabajadores. Se trata aquí, obviamente, de las distintas clases de trabajo, no
sólo del llamado trabajo manual, sino también del múltiple trabajo intelectual,
desde el de planificación al de dirección.
Bajo esta
luz adquieren un significado de relieve particular las numerosas propuestas
hechas por expertos en la doctrina social católica y también por el Supremo
Magisterio de la Iglesia.23 Son
propuestas que se refieren a la copropiedad
de los medios de trabajo, a la participación de los trabajadores en la
gestión y o en los beneficios de la empresa, al llamado «accionariado» del
trabajo y otras semejantes. Independientemente de la posibilidad de aplicación
concreta de estas diversas propuestas, sigue siendo evidente que el
reconocimiento de la justa posición del trabajo y del hombre del trabajo dentro
del proceso productivo exige varias adaptaciones en el ámbito del mismo derecho
a la propiedad de los medios de producción; y esto teniendo en cuenta no sólo
situaciones más antiguas, sino también y ante todo la realidad y la
problemática que se ha ido creando en la segunda mitad de este siglo, en lo que
concierne al llamado Tercer Mundo y a los distintos nuevos Países
independientes que han surgido, de manera especial pero no únicamente en
África, en lugar de los territorios coloniales de otros tiempos.
Por
consiguiente, si la posición del «rígido» capitalismo debe ser sometida
continuamente a revisión con vistas a una reforma bajo el aspecto de los
derechos del hombre, entendidos en el sentido más amplio y en conexión con su
trabajo, entonces se debe afirmar, bajo el mismo punto de vista, que estas
múltiples y tan deseadas reformas no pueden llevarse a cabo mediante la eliminación apriorística de la
propiedad privada de los medios de producción. En efecto, hay que tener
presente que la simple substracción de esos medios de producción (el capital)
de las manos de sus propietarios privados, no es suficiente para socializarlos
de modo satisfactorio. Los medios de producción dejan de ser propiedad de un
determinado grupo social, o sea de propietarios privados, para pasar a ser
propiedad de la sociedad organizada, quedando sometidos a la administración y
al control directo de otro grupo de personas, es decir, de aquellas que, aunque
no tengan su propiedad por más que ejerzan el poder dentro de la sociedad, disponen de ellos a escala de la entera
economía nacional, o bien de la economía local.
Este grupo
dirigente y responsable puede cumplir su cometido de manera satisfactoria desde
el punto de vista de la primacía del trabajo; pero puede cumplirlo mal, reivindicando
para sí al mismo tiempo el monopolio de
la administración y disposición de los medios de producción, y no dando
marcha atrás ni siquiera ante la ofensa a los derechos fundamentales del
hombre. Así pues, el mero paso de los medios de producción a propiedad del
Estado, dentro del sistema colectivista, no equivale ciertamente a la
«socialización» de esta propiedad. Se puede hablar de socialización únicamente
cuando quede asegurada la subjetividad de la sociedad, es decir, cuando toda
persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al
mismo tiempo «copropietario» de esa especie de gran taller de trabajo en el que
se compromete con todos. Un camino para conseguir esa meta podría ser la de
asociar, en cuanto sea posible, el trabajo a la propiedad del capital y dar
vida a una rica gama de cuerpos intermedios con finalidades económicas,
sociales, culturales: cuerpos que gocen de una autonomía efectiva respecto a
los poderes públicos, que persigan sus objetivos específicos manteniendo
relaciones de colaboración leal y mutua, con subordinación a las exigencias del
bien común y que ofrezcan forma y naturaleza de comunidades vivas; es decir,
que los miembros respectivos sean considerados y tratados como personas y sean
estimulados a tomar parte activa en la vida de dichas comunidades.24
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