25. El trabajo como
participación en la obra del Creador
Como dice
el Concilio Vaticano II: «Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad
humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por
el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida,
considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a
imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad,
sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene y de orientar a Dios la
propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo,
de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el
nombre de Dios en el mundo».27
En la
palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad
fundamental, que el hombre, creado a
imagen de Dios, mediante su trabajo
participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias
posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa,
avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores
encerrados en todo lo creado. Encontramos esta verdad ya al comienzo mismo de
la Sagrada Escritura, en el libro del Génesis,
donde la misma obra de la creación está presentada bajo la forma de un
«trabajo» realizado por Dios durante los «seis días»,28 para
«descansar» el séptimo.29 Por otra parte, el último libro de la Sagrada
Escritura resuena aún con el mismo tono de respeto para la obra que Dios ha
realizado a través de su «trabajo» creativo, cuando proclama: «Grandes y
estupendas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso»,30 análogamente al
libro del Génesis, que finaliza la descripción de cada día de la creación con
la afirmación: «Y vio Dios ser bueno».31
Esta
descripción de la creación, que encontramos ya en el primer capítulo del libro
del Génesis es, a su vez, en cierto sentido el primer «evangelio del
trabajo». Ella demuestra, en efecto, en qué consiste su dignidad; enseña
que el hombre, trabajando, debe imitar a Dios, su Creador, porque lleva consigo
—él solo— el elemento singular de la semejanza con Él. El hombre tiene que
imitar a Dios tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido
presentarle la propia obra creadora bajo la forma del trabajo y del reposo. Esta obra de Dios en el mundo continúa
sin cesar, tal como atestiguan las palabras de Cristo: «Mi Padre sigue obrando
todavía ...»;32 obra con la fuerza creadora, sosteniendo en la
existencia al mundo que ha llamado de la nada al ser, y obra con la fuerza
salvífica en los corazones de los hombres, a quienes ha destinado desde el
principio al «descanso»33 en unión consigo mismo, en «la casa del
Padre».34 Por lo tanto, el trabajo humano no sólo exige el descanso
cada «siete días»,35 sino que además no puede consistir en el mero
ejercicio de las fuerzas humanas en una acción exterior; debe dejar un espacio
interior, donde el hombre, convirtiéndose cada vez más en lo que por voluntad
divina tiene que ser, se va preparando a aquel «descanso» que el Señor reserva a sus siervos y amigos.36
La
conciencia de que el trabajo humano es una participación en la obra de Dios,
debe llegar —como enseña el Concilio— incluso a «los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que,
mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de
forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden
pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de
sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de
Dios en la historia».37
Hace falta,
por lo tanto, que esta espiritualidad cristiana del trabajo llegue a ser
patrimonio común de todos. Hace falta que, de modo especial en la época actual,
la espiritualidad del trabajo
demuestre aquella madurez, que requieren las tensiones y las inquietudes de la
mente y del corazón: «Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas
logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional
pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que
las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su
inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es
su responsabilidad individual y colectiva ... El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del
mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les
impone como deber el hacerlo».38
La
conciencia de que a través del trabajo el hombre participa en la obra de la
creación, constituye el móvil más
profundo para emprenderlo en varios sectores: «Deben, pues, los fieles —leemos
en la Constitución Lumen Gentium— conocer
la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la
gloria de Dios y, además, deben ayudarse entre sí, también mediante las
actividades seculares, para lograr una vida más santa, de suerte que el mundo
se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la
justicia, la caridad y la paz ... Procuren, pues, seriamente, que por su
competencia en los asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro
por la gracia de Cristo, los bienes creados se desarrollen... según el plan del
Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y
la cultura civil».39
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