26. Cristo, el hombre
del trabajo
Esta
verdad, según la cual a través del trabajo el hombre participa en la obra de
Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de
sus primeros oyentes en Nazaret «permanecían estupefactos y decían: «¿De dónde
le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ...
¿No es acaso el carpintero?40 En efecto, Jesús no solamente lo
anunciaba, sino que ante todo, cumplía con el trabajo el «evangelio» confiado a
él, la palabra de la Sabiduría eterna. Por consiguiente, esto era también el
«evangelio del trabajo», pues el que lo
proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual
que José de Nazaret.41 Aunque en sus palabras no encontremos un preciso
mandato de trabajar —más bien, una vez, la prohibición de una excesiva
preocupación por el trabajo y la existencia—42 no obstante, al mismo
tiempo, la elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca: pertenece al «mundo
del trabajo», tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano; se puede
decir incluso más: él mira con amor el
trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un
aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre. ¿No es
Él quien dijo «mi Padre es el viñador» ...,43 transfiriendo de varias
maneras a su enseñanza aquella verdad
fundamental sobre el trabajo, que se expresa ya en toda la tradición del
Antiguo Testamento, comenzando por el libro del Génesis?
En los libros del Antiguo Testamento no faltan múltiples referencias al
trabajo humano, a las diversas profesiones ejercidas por el hombre. Baste citar
por ejemplo la de médico,44 farmacéutico,45
artesano-artista,46 herrero47 —se podrían referir estas
palabras al trabajo del siderúrgico de nuestros días—, la de
alfarero,48 agricultor,49 estudioso,50
navegante,51 albañil,52 músico,53 pastor,54 y
pescador.55 Son conocidas las hermosas palabras dedicadas al trabajo de
las mujeres.56 Jesucristo en sus
parábolas sobre el Reino de Dios se refiere constantemente al trabajo
humano: al trabajo del pastor,57 del labrador,58 del
médico,59 del sembrador,60 del dueño de casa,61 del
siervo,62 del administrador,63 del pescador,64 del
mercader,65 del obrero.66 Habla además de los distintos
trabajos de las mujeres.67 Presenta el apostolado a semejanza del
trabajo manual de los segadores68 o de los pescadores.69 Además
se refiere al trabajo de los estudiosos.70
Esta
enseñanza de Cristo acerca del trabajo, basada en el ejemplo de su propia vida
durante los años de Nazaret, encuentra un eco particularmente vivo en las enseñanzas del Apóstol Pablo. Este
se gloriaba de trabajar en su oficio (probablemente fabricaba
tiendas),71 y gracias a esto podía también, como apóstol, ganarse por
sí mismo el pan.72 «Con afán y con fatiga trabajamos día y noche para
no ser gravosos a ninguno de vosotros».73 De aquí derivan sus
instrucciones sobre el tema del trabajo, que tienen carácter de exhortación y mandato: «A éstos ... recomendamos y
exhortamos en el Señor Jesucristo que, trabajando sosegadamente, coman su pan»,
así escribe a los Tesalonicenses.74 En efecto, constatando que «algunos
viven entre vosotros desordenadamente, sin hacer nada»,75 el Apóstol
también en el mismo contexto no vacilará en decir: «El que no quiere trabajar
no coma»,76 En otro pasaje por el contrario anima a que: «Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón como
obedeciendo al Señor y no a los hombres, teniendo en cuenta que del Señor
recibiréis por recompensa la herencia».77
Las
enseñanzas del Apóstol de las Gentes tienen, como se ve, una importancia
capital para la moral y la espiritualidad del trabajo humano. Son un importante
complemento a este grande, aunque discreto, evangelio del trabajo, que
encontramos en la vida de Cristo y en sus parábolas, en lo que Jesús «hizo y
enseñó».78
En base a
estas luces emanantes de la Fuente misma, la Iglesia siempre ha proclamado
esto, cuya expresión contemporánea encontramos
en la enseñanza del Vaticano II: «La actividad humana, así como procede del
hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo
transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende
mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente
entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan
acumularse... Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de
acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien
del género humano y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad,
cultivar y realizar íntegramente su plena vocación».79
En el
contexto de tal visión de los valores del
trabajo humano, o sea de una concreta espiritualidad del trabajo, se
explica plenamente lo que en el mismo número de la Constitución pastoral del
Concilio leemos sobre el tema del justo significado
del progreso: «El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene.
Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor
fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más
que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si
dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solo no pueden
llevarla a cabo».80
Esta doctrina
sobre el problema del progreso y del desarrollo —tema dominante en la
mentalidad moderna— puede ser entendida únicamente como fruto de una comprobada
espiritualidad del trabajo humano, y sólo
en base a tal espiritualidad ella puede realizarse y ser puesta en
práctica. Esta es la doctrina, y a la vez el programa, que ahonda sus raíces en
el «evangelio del trabajo».
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