1. A finales del segundo Milenio
EL REDENTOR DEL HOMBRE, Jesucristo, es el
centro del cosmos y de la historia. A Él se vuelven mi pensamiento y mi corazón
en esta hora solemne que está viviendo la Iglesia y la entera familia humana
contemporánea. En efecto, este tiempo en el que, después del amado Predecesor
Juan Pablo I, Dios me ha confiado por misterioso designio el servicio universal
vinculado con la Cátedra de San Pedro en Roma, está ya muy cercano al año dos
mil. Es difícil decir en estos momentos lo que ese año indicará en el cuadrante
de la historia humana y cómo será para cada uno de los pueblos, naciones,
países y continentes, por más que ya desde ahora se trate de prever algunos
acontecimientos. Para la Iglesia, para el Pueblo de Dios que se ha extendido
—aunque de manera desigual— hasta los más lejanos confines de la tierra, aquel
año será el año de un gran Jubileo. Nos estamos acercando ya a tal fecha que
—aun respetando todas las correcciones debidas a la exactitud cronológica— nos
hará recordar y renovar de manera particular la conciencia de la verdad-clave
de la fe, expresada por San Juan al principio de su evangelio: «Y el Verbo se
hizo carne y habitó entre nosotros»,1 y en otro pasaje: «Porque tanto
amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en
Él no perezca, sino que tenga la vida eterna».2
También nosotros estamos, en cierto modo, en el
tiempo de un nuevo Adviento, que es tiempo de espera: «Muchas veces y en muchas
maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los
profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo...»,3 por
medio del Hijo-Verbo, que se hizo hombre y nació de la Virgen María. En este
acto redentor, la historia del hombre ha alcanzado su cumbre en el designio de
amor de Dios. Dios ha entrado en la historia de la humanidad y en cuanto hombre
se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y millones, y al mismo
tiempo Único. A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la
dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera
definitiva —de modo peculiar a él solo, según su eterno amor y su misericordia,
con toda la libertad divina— y a la vez con una magnificencia que, frente al
pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a
los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite
repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: «¡Feliz la culpa que
mereció tal Redentor!».4
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