2. Primeras palabras del nuevo Pontificado
A Cristo Redentor he elevado mis sentimientos y
mi pensamiento el día 16 de octubre del año pasado, cuando después de la
elección canónica, me fue hecha la pregunta: «¿Aceptas?». Respondí entonces:
«En obediencia de fe a Cristo, mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de
la Iglesia, no obstante las graves dificultades, acepto». Quiero hacer conocer
públicamente esta mi respuesta a todos sin excepción, para poner así de
manifiesto que con esa verdad primordial y fundamental de la Encarnación, ya
recordada, está vinculado el ministerio, que con la aceptación de la elección a
Obispo de Roma y Sucesor del Apóstol Pedro, se ha convertido en mi deber
específico en su misma Cátedra.
He escogido los mismos nombres que había
escogido mi amadísimo Predecesor Juan Pablo I. En efecto, ya el día 26 de
agosto de 1978, cuando él declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan
Pablo —un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del
Papado— divisé en ello un auspicio elocuente de la gracia para el nuevo
pontificado. Dado que aquel pontificado duró apenas 33 días, me toca a mí no
sólo continuarlo sino también, en cierto modo, asumirlo desde su mismo punto de
partida. Esto precisamente quedó corroborado por mi elección de aquellos dos
nombres. Con esta elección, siguiendo el ejemplo de mi venerado Predecesor,
deseo al igual que él expresar mi amor por la singular herencia dejada a la
Iglesia por los Pontífices Juan XXIII y Pablo VI y al mismo tiempo mi personal
disponibilidad a desarrollarla con la ayuda de Dios.
A través de estos dos nombres y dos
pontificados conecto con toda la tradición de esta Sede Apostólica, con todos
los Predecesores del siglo xx y de los siglos anteriores, enlazando
sucesivamente, a lo largo de las distintas épocas hasta las más remotas, con la
línea de la misión y del ministerio que confiere a la Sede de Pedro un puesto
absolutamente singular en la Iglesia. Juan XXIII y Pablo VI constituyen una
etapa, a la que deseo referirme directamente como a umbral, a partir del cual
quiero, en cierto modo en unión con Juan Pablo I, proseguir hacia el futuro,
dejándome guiar por la confianza ilimitada y por la obediencia al Espíritu que
Cristo ha prometido y enviado a su Iglesia. Decía Él, en efecto, a los
Apóstoles la víspera de su Pasión: «Os conviene que yo me vaya. Porque, si no
me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo
enviaré».5 «Cuando venga el Abogado que yo os enviaré de parte del
Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí,
y vosotros daréis también testimonio, porque desde el principio estáis
conmigo».6 «Pero cuando viniere aquél, el Espíritu de verdad, os guiará
hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo
que oyere y os comunicará las cosas venideras».7
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