3. Confianza en el Espíritu de Verdad y de Amor
Con plena confianza en el Espíritu de Verdad
entro pues en la rica herencia de los recientes pontificados. Esta herencia está
vigorosamente enraizada en la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente
nuevo, jamás conocido anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II, convocado
e inaugurado por Juan XXIII y, después, felizmente concluido y actuado con
perseverancia por Pablo VI, cuya actividad he podido observar de cerca. Me
maravillaron siempre su profunda prudencia y valentía, así como su constancia y
paciencia en el difícil período posconciliar de su pontificado. Como timonel de
la Iglesia, barca de Pedro, sabía conservar una tranquilidad y un equilibrio
providencial incluso en los momentos más críticos, cuando parecía que ella era
sacudida desde dentro, manteniendo una esperanza inconmovible en su
compactibilidad. Lo que, efectivamente, el Espíritu dijo a la Iglesia mediante
el Concilio de nuestro tiempo, lo que en esta Iglesia dice a todas las
Iglesias8 no puede —a pesar de inquietudes momentáneas— servir más que
para una mayor cohesión de todo el Pueblo de Dios, consciente de su misión
salvífica.
Precisamente de esta conciencia contemporánea
de la Iglesia, Pablo VI hizo el tema primero de su fundamental Encíclica que
comienza con las palabras Ecclesiam suam;
a esta Encíclica séame permitido, ante todo, referirme en este primero y,
por así decirlo, documento inaugural del actual pontificado. Iluminada y
sostenida por el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una conciencia cada vez más
profunda, sea respecto de su misterio divino, sea respecto de su misión humana,
sea finalmente respecto de sus mismas debilidades humanas: es precisamente esta
conciencia la que debe seguir siendo la fuente principal del amor de esta
Iglesia, al igual que el amor por su parte contribuye a consolidar y
profundizar esa conciencia. Pablo VI nos ha dejado el testimonio de esa
profundísima conciencia de Iglesia. A través de los múltiples y frecuentemente
dolorosos acontecimientos de su pontificado, nos ha enseñado el amor intrépido
a la Iglesia, la cual, como enseña el Concilio, es «sacramento, o sea signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano».9
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