4. En relación con la primera Encíclica de Pablo VI
Precisamente por esta razón, la conciencia de
la Iglesia debe ir unida con una apertura universal, a fin de que todos puedan
encontrar en ella «la insondable riqueza de Cristo»,10 de que habla el
Apóstol de las gentes. Tal apertura, orgánicamente unida con la conciencia de
la propia naturaleza, con la certeza de la propia verdad, de la que dijo
Cristo: «no es mía, sino del Padre que me ha enviado»,11 determina el
dinamismo apostólico, es decir, misionero de la Iglesia, profesando y
proclamando íntegramente toda la verdad transmitida por Cristo. Ella debe
conducir, al mismo tiempo, a aquel diálogo que Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suam llamó «diálogo de la
salvación», distinguiendo con precisión los diversos ámbitos dentro de los
cuales debe ser llevado a cabo.12 Cuando hoy me refiero a este
documento programático del pontificado de Pablo VI, no ceso de dar gracias a
Dios, porque este gran Predecesor mío y al mismo tiempo verdadero padre, no
obstante las diversas debilidades internas que han afectado a la Iglesia en el
período posconciliar, ha sabido presentar «ad extra», al exterior, su auténtico
rostro. De este modo, también una gran parte de la familia humana, en los
distintos ámbitos de su múltiple existencia, se ha hecho, a mi parecer, más
consciente de cómo sea verdaderamente necesaria para ella la Iglesia de Cristo,
su misión y su servicio. Esta conciencia se ha demostrado a veces más fuerte
que las diversas orientaciones críticas, que atacaban «ab intra», desde dentro,
a la Iglesia, a sus instituciones y estructuras, a los hombres de la Iglesia y
a su actividad. Tal crítica creciente ha tenido sin duda causas diversas y
estamos seguro, por otra parte, de que no ha estado siempre privado de un
sincero amor a la Iglesia. Indudablemente, se ha manifestado en él, entre otras
cosas, la tendencia a superar el así llamado triunfalismo, del que se discutía
frecuentemente en el Concilio. Pero si es justo que la Iglesia, siguiendo el
ejemplo de su Maestro que era «humilde de corazón»,13 esté fundada
asimismo en la humildad, que tenga el sentido crítico respecto a todo lo que
constituye su carácter y su actividad humana, que sea siempre muy exigente
consigo misma, del mismo modo el criticismo debe tener también sus justos
límites. En caso contrario, deja de ser constructivo, no revela la verdad, el
amor y la gratitud por la gracia, de la que nos hacemos principal y plenamente
partícipes en la Iglesia y mediante la Iglesia. Además el espíritu crítico no
sería expresión de la actitud de servicio, sino más bien de la voluntad de
dirigir la opinión de los demás según la opinión propia, divulgada a veces de manera
demasiado desconsiderada.
Se debe gratitud a Pablo VI porque, respetando
toda partícula de verdad contenida en las diversas opiniones humanas, ha
conservado igualmente el equilibrio providencial del timonel de la Barca.14
La Iglesia que —a través de Juan Pablo I— me ha sido confiada casi
inmediatamente después de él, no está ciertamente exenta de dificultades y de
tensiones internas. Pero al mismo tiempo se siente interiormente más inmunizada
contra los excesos del autocriticismo: se podría decir que es más crítica
frente a las diversas críticas desconsideradas, que es más resistente respecto
a las variadas «novedades», más madura en el espíritu de discernimiento, más
idónea a extraer de su perenne tesoro «cosas nuevas y cosas viejas»,15
más centrada en el propio misterio y, gracias a todo esto, más disponible para
la misión de la salvación de todos: «Dios quiere que todos los hombres sean
salvos y vengan al conocimiento de la verdad».16
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