5. Colegialidad y apostolado
Esta Iglesia está —contra todas las
apariencias— mucho más unida en la comunión de servicio y en la conciencia del
apostolado. Tal unión brota de aquel principio de colegialidad, recordado por
el Concilio Vaticano II, que Cristo mismo injertó en el Colegio apostólico de
los Doce con Pedro a la cabeza y que renueva continuamente en el Colegio de los
Obispos, que crece cada vez más en toda la tierra, permaneciendo unido con el
Sucesor de San Pedro y bajo su guía. El Concilio no sólo ha recordado este
principio de colegialidad de los Obispos, sino que lo ha vivificado
inmensamente, entre otras cosas propiciando la institución de un organismo
permanente que Pablo VI estableció al crear el Sínodo de los Obispos, cuya
actividad no sólo ha dado una nueva dimensión a su pontificado, sino que se ha
reflejado claramente después, desde los primeros días, en el pontificado de
Juan Pablo I y en el de su indigno Sucesor.
El principio de colegialidad se ha demostrado
particularmente actual en el difícil período posconciliar, cuando la postura
común y unánime del Colegio de los Obispos —la cual, sobre todo a través del
Sínodo, ha manifestado su unión con el Sucesor de Pedro— contribuía a disipar
dudas e indicaba al mismo tiempo los caminos justos para la renovación de la
Iglesia, en su dimensión universal. Del Sínodo ha brotado, entre otras cosas,
ese impulso esencial para la evangelización que ha encontrado su expresión en
la Exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi,17 acogida con tanta alegría como programa de renovación
de carácter apostólico y también pastoral. La misma línea se ha seguido en los
trabajos de la última sesión ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tuvo
lugar casi un año antes de la desaparición del Pontífice Pablo VI y que fue
dedicada —como es sabido— a la catequesis. Los resultados de aquellos trabajos
requieren aún una sistematización y un enunciado por parte de la Sede
Apostólica.
Dado que estamos tratando del evidente
desarrollo de la forma en que se expresa la colegialidad episcopal, hay que
recordar al menos el proceso de consolidación de las Conferencias Episcopales
Nacionales en toda la Iglesia y de otras estructuras colegiales de carácter
internacional o continental. Refiriéndonos por otra parte a la tradición
secular de la Iglesia, conviene subrayar la actividad de los diversos Sínodos
locales.
Fue en efecto idea del Concilio, coherentemente
ejecutada por Pablo VI, que las estructuras de este tipo, experimentadas desde
hace siglos por la Iglesia, así como otras formas de colaboración colegial de
los Obispos, por ejemplo, la provincia eclesiástica, por no hablar ya de cada
una de las diócesis, pulsasen con plena conciencia de la propia identidad y a
la vez de la propia originalidad, en la unidad universal de la Iglesia. El
mismo espíritu de colaboración y de corresponsabilidad se está difundiendo
también entre los sacerdotes, lo cual se confirma por los numerosos Consejos
Presbiterales que han surgido después del Concilio. Este espíritu se ha
extendido asimismo entre los laicos, confirmando no sólo las organizaciones de
apostolado seglar ya existentes, sino también creando otras nuevas con perfil
muchas veces distinto y con un dinamismo excepcional. Por otra parte, los
laicos, conscientes de su responsabilidad en la Iglesia, se han empeñado de
buen grado en la colaboración con los Pastores, con los representantes de los
Institutos de vida consagrada en el ámbito de los Sínodos diocesanos o de los
Consejos pastorales en las parroquias y en las diócesis.
Me es necesario tener en la mente todo esto al
comienzo de mi pontificado, para dar gracias a Dios, para dar nuevos ánimos a
todos los Hermanos y Hermanas y para recordar además con viva gratitud la obra
del Concilio Vaticano II y a mis grandes Predecesores que han puesto en marcha
esta nueva «ola» de la vida de la Iglesia, movimiento mucho más potente que los
síntomas de duda, de derrumbamiento y de crisis.
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