II. HACIA LAS
"COSAS NUEVAS" DE HOY
12.
La conmemoración de la Rerum novarum no
sería apropiada sin echar una mirada a la situación actual. Por su contenido,
el documento se presta a tal consideración, ya que su marco histórico y las
previsiones en él apuntadas se revelan sorprendentemente justas, a la luz de
cuanto sucedió después.
Esto mismo
queda confirmado, en particular, por los acontecimientos de los últimos meses
del año 1989 y primeros del 1990. Tales acontecimientos y las posteriores
transformaciones radicales no se explican si no es a la luz de las situaciones
anteriores, que en cierta medida habían cristalizado o institucionalizado las
previsiones de León XIII y las señales, cada vez más inquietantes, vislumbradas
por sus sucesores. En efecto, el Papa previó las consecuencias negativas —bajo
todos los aspectos, político, social, y económico— de un ordenamiento de la
sociedad tal como lo proponía el «socialismo», que entonces se hallaba todavía
en el estadio de filosofía social y de movimiento más o menos estructurado.
Algunos se podrían sorprender de que el Papa criticara las soluciones que se
daban a la «cuestión obrera» comenzando por el socialismo, cuando éste aún no
se presentaba —como sucedió más tarde— bajo la forma de un Estado fuerte y
poderoso, con todos los recursos a su disposición. Sin embargo, él supo valorar
justamente el peligro que representaba para las masas ofrecerles el atractivo
de una solución tan simple como radical de la cuestión obrera de entonces. Esto
resulta más verdadero aún, si lo comparamos con la terrible condición de
injusticia en que versaban las masas proletarias de las naciones recién
industrializadas.
Es
necesario subrayar aquí dos cosas: por una parte, la gran lucidez en percibir,
en toda su crudeza, la verdadera condición de los proletarios, hombres, mujeres
y niños; por otra, la no menor claridad en intuir los males de una solución
que, bajo la apariencia de una inversión de posiciones entre pobres y ricos, en
realidad perjudicaba a quienes se proponía ayudar. De este modo el remedio
venía a ser peor que el mal. Al poner de manifiesto que la naturaleza del
socialismo de su tiempo estaba en la supresión de la propiedad privada, León
XIII llegaba de veras al núcleo de la cuestión.
Merecen ser
leídas con atención sus palabras: «Para solucionar este mal (la injusta distribución
de las riquezas junto con la miseria de los proletarios) los socialistas
instigan a los pobres al odio contra los ricos y tratan de acabar con la
propiedad privada estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean
comunes...; pero esta teoría es tan inadecuada para resolver la cuestión, que
incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es además sumamente
injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la
misión del Estado y perturba fundamentalmente todo el orden social»39.
No se podían indicar mejor los males acarreados por la instauración de este
tipo de socialismo como sistema de Estado, que sería llamado más adelante
«socialismo real».
13.
Ahondando ahora en esta reflexión y haciendo referencia a lo que ya se ha dicho
en las encíclicas Laborem exercens y Sollicitudo rei socialis, hay que añadir
aquí que el error fundamental del socialismo es de carácter antropológico.
Efectivamente, considera a todo hombre como un simple elemento y una molécula
del organismo social, de manera que el bien del individuo se subordina al
funcionamiento del mecanismo económico-social. Por otra parte, considera que
este mismo bien puede ser alcanzado al margen de su opción autónoma, de su
responsabilidad asumida, única y exclusiva, ante el bien o el mal. El hombre
queda reducido así a una serie de relaciones sociales, desapareciendo el
concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral, que es quien
edifica el orden social, mediante tal decisión. De esta errónea concepción de
la persona provienen la distorsión del derecho, que define el ámbito del
ejercicio de la libertad, y la oposición a la propiedad privada. El hombre, en
efecto, cuando carece de algo que pueda llamar «suyo» y no tiene posibilidad de
ganar para vivir por su propia iniciativa, pasa a depender de la máquina social
y de quienes la controlan, lo cual le crea dificultades mayores para reconocer
su dignidad de persona y entorpece su camino para la constitución de una
auténtica comunidad humana.
Por el
contrario, de la concepción cristiana de la persona se sigue necesariamente una
justa visión de la sociedad. Según la
Rerum novarum y la doctrina social de la Iglesia, la socialidad del hombre
no se agota en el Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios,
comenzando por la familia y siguiendo por los grupos económicos, sociales,
políticos y culturales, los cuales, como provienen de la misma naturaleza
humana, tienen su propia autonomía, sin salirse del ámbito del bien común. Es a
esto a lo que he llamado «subjetividad de la sociedad» la cual, junto con la
subjetividad del individuo, ha sido anulada por el socialismo real 40.
Si luego
nos preguntamos dónde nace esa errónea concepción de la naturaleza de la persona
y de la «subjetividad» de la sociedad, hay que responder que su causa principal
es el ateísmo. Precisamente en la respuesta a la llamada de Dios, implícita en
el ser de las cosas, es donde el hombre se hace consciente de su trascendente
dignidad. Todo hombre ha de dar esta respuesta, en la que consiste el culmen de
su humanidad y que ningún mecanismo social o sujeto colectivo puede sustituir.
La negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente,
la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y
responsabilidad de la persona.
El ateísmo
del que aquí se habla tiene estrecha relación con el racionalismo iluminista,
que concibe la realidad humana y social del hombre de manera mecanicista. Se
niega de este modo la intuición última acerca de la verdadera grandeza del
hombre, su trascendencia respecto al mundo material, la contradicción que él
siente en su corazón entre el deseo de una plenitud de bien y la propia
incapacidad para conseguirlo y, sobre todo, la necesidad de salvación que de
ahí se deriva.
14.
De la misma raíz atea brota también la elección de los medios de acción propia
del socialismo, condenado en la Rerum
novarum. Se trata de la lucha de clases. El Papa, ciertamente, no pretende
condenar todas y cada una de las formas de conflictividad social. La Iglesia
sabe muy bien que, a lo largo de la historia, surgen inevitablemente los
conflictos de intereses entre diversos grupos sociales y que frente a ellos el
cristiano no pocas veces debe pronunciarse con coherencia y decisión. Por lo
demás, la encíclica Laborem exercens ha
reconocido claramente el papel positivo del conflicto cuando se configura como
«lucha por la justicia social»41. Ya en la Quadragesimo anno se decía: «En efecto, cuando la lucha de clases
se abstiene de los actos de violencia y del odio recíproco, se transforma poco
a poco en una discusión honesta, fundada en la búsqueda de la
justicia»42.
Lo que se
condena en la lucha de clases es la idea de un conflicto que no está limitado
por consideraciones de carácter ético o jurídico, que se niega a respetar la
dignidad de la persona en el otro y por tanto en sí mismo, que excluye, en
definitiva, un acuerdo razonable y persigue no ya el bien general de la
sociedad, sino más bien un interés de parte que suplanta al bien común y aspira
a destruir lo que se le opone. Se trata, en una palabra, de presentar de nuevo
—en el terreno de la confrontación interna entre los grupos sociales— la
doctrina de la «guerra total», que el militarismo y el imperialismo de aquella
época imponían en el ámbito de las relaciones internacionales. Tal doctrina,
que buscaba el justo equilibrio entre los intereses de las diversas naciones,
sustituía a la del absoluto predominio de la propia parte, mediante la
destrucción del poder de resistencia del adversario, llevada a cabo por todos
los medios, sin excluir el uso de la mentira, el terror contra las personas
civiles, las armas destructivas de masa, que precisamente en aquellos años
comenzaban a proyectarse. La lucha de clases en sentido marxista y el
militarismo tienen, pues, las mismas raíces: el ateísmo y el desprecio de la
persona humana, que hacen prevalecer el principio de la fuerza sobre el de la
razón y del derecho.
15.
La Rerum novarum se opone a la
estatalización de los medios de producción, que reduciría a todo ciudadano a
una «pieza» en el engranaje de la máquina estatal. Con no menor decisión
critica una concepción del Estado que deja la esfera de la economía totalmente
fuera del propio campo de interés y de acción. Existe ciertamente una legítima
esfera de autonomía de la actividad económica, donde no debe intervenir el
Estado. A éste, sin embargo, le corresponde determinar el marco jurídico dentro
del cual se desarrollan las relaciones económicas y salvaguardar así las
condiciones fundamentales de una economía libre, que presupone una cierta
igualdad entre las partes, no sea que una de ellas supere talmente en poder a
la otra que la pueda reducir prácticamente a esclavitud 43.
A este
respecto, la Rerum novarum señala la
vía de las justas reformas, que devuelven al trabajo su dignidad de libre
actividad del hombre. Son reformas que suponen, por parte de la sociedad y del
Estado, asumirse las responsabilidades en orden a defender al trabajador contra
el íncubo del desempleo. Históricamente esto se ha logrado de dos modos
convergentes: con políticas económicas, dirigidas a asegurar el crecimiento
equilibrado y la condición de pleno empleo; con seguros contra el desempleo
obrero y con políticas de cualificación profesional, capaces de facilitar a los
trabajadores el paso de sectores en crisis a otros en desarrollo.
Por otra
parte, la sociedad y el Estado deben asegurar unos niveles salariales adecuados
al mantenimiento del trabajador y de su familia, incluso con una cierta
capacidad de ahorro. Esto requiere esfuerzos para dar a los trabajadores
conocimientos y aptitudes cada vez más amplios, capacitándolos así para un
trabajo más cualificado y productivo; pero requiere también una asidua
vigilancia y las convenientes medidas legislativas para acabar con fenómenos
vergonzosos de explotación, sobre todo en perjuicio de los trabajadores más
débiles, inmigrados o marginales. En este sector es decisivo el papel de los
sindicatos que contratan los mínimos salariales y las condiciones de trabajo.
En fin, hay
que garantizar el respeto por horarios «humanos» de trabajo y de descanso, y el
derecho a expresar la propia personalidad en el lugar de trabajo, sin ser
conculcados de ningún modo en la propia conciencia o en la propia dignidad. Hay
que mencionar aquí de nuevo el papel de los sindicatos no sólo como
instrumentos de negociación, sino también como «lugares» donde se expresa la
personalidad de los trabajadores: sus servicios contribuyen al desarrollo de
una auténtica cultura del trabajo y ayudan a participar de manera plenamente
humana en la vida de la empresa 44.
Para
conseguir estos fines el Estado debe participar directa o indirectamente. Indirectamente
y según el principio de subsidiariedad, creando
las condiciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica,
encauzada hacia una oferta abundante de oportunidades de trabajo y de fuentes
de riqueza. Directamente y según el principio
de solidaridad, poniendo, en defensa de los más débiles, algunos límites a
la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando
en todo caso un mínimo vital al trabajador en paro 45.
La
encíclica y el magisterio social, con ella relacionado, tuvieron una notable
influencia entre los últimos años del siglo XIX y primeros del XX. Este influjo
quedó reflejado en numerosas reformas introducidas en los sectores de la
previsión social, las pensiones, los seguros de enfermedad y de accidentes;
todo ello en el marco de un mayor respeto de los derechos de los trabajadores
46.
16.
Las reformas fueron realizadas en parte por los Estados; pero en la lucha por
conseguirlas tuvo un papel importante la
acción del Movimiento obrero. Nacido como reacción de la conciencia moral
contra situaciones de injusticia y de daño, desarrolló una vasta actividad
sindical, reformista, lejos de las nieblas de la ideología y más cercana a las
necesidades diarias de los trabajadores. En este ámbito, sus esfuerzos se
sumaron con frecuencia a los de los cristianos para conseguir mejores
condiciones de vida para los trabajadores. Después, este Movimiento estuvo
dominado, en cierto modo, precisamente por la ideología marxista contra la que
se dirigía la Rerum novarum.
Las mismas
reformas fueron también el resultado de un libre
proceso de auto-organización de la sociedad, con la aplicación de
instrumentos eficaces de solidaridad, idóneos para sostener un crecimiento
económico más respetuoso de los valores de la persona. Hay que recordar aquí su
múltiple actividad, con una notable aportación de los cristianos, en la
fundación de cooperativas de producción, consumo y crédito, en promover la
enseñanza pública y la formación profesional, en la experimentación de diversas
formas de participación en la vida de la empresa y, en general, de la sociedad.
Si mirando
al pasado tenemos motivos para dar gracias a Dios porque la gran encíclica no
ha quedado sin resonancia en los corazones y ha servido de impulso a una
operante generosidad, sin embargo hay que reconocer que el anuncio profético
que lleva consigo no fue acogido plenamente por los hombres de aquel tiempo, lo
cual precisamente ha dado lugar a no pocas y graves desgracias.
17.
Leyendo la encíclica en relación con todo el rico magisterio leoniano
47, se nota que, en el fondo, está señalando las consecuencias de un
error de mayor alcance en el campo económico-social. Es el error que, como ya
se ha dicho, consiste en una concepción de la libertad humana que la aparta de
la obediencia de la verdad y, por tanto, también del deber de respetar los
derechos de los demás hombres. El contenido de la libertad se transforma
entonces en amor propio, con desprecio de Dios y del prójimo; amor que conduce
al afianzamiento ilimitado del propio interés y que no se deja limitar por
ninguna obligación de justicia 48.
Este error
precisamente llega a sus extremas consecuencias durante el trágico ciclo de las
guerras que sacudieron Europa y el mundo entre 1914 y 1945. Fueron guerras
originadas por el militarismo, por el nacionalismo exasperado, por las formas
de totalitarismo relacionado con ellas, así como por guerras derivadas de la
lucha de clases, de guerras civiles e ideológicas. Sin la terrible carga de
odio y rencor, acumulada a causa de tantas injusticias, bien sea a nivel
internacional bien sea dentro de cada Estado, no hubieran sido posibles guerras
de tanta crueldad en las que se invirtieron las energías de grandes naciones;
en las que no se dudó ante la violación de los derechos humanos más sagrados;
en las que fue planificado y llevado a cabo el exterminio de pueblos y grupos
sociales enteros. Recordamos aquí singularmente al pueblo hebreo, cuyo terrible
destino se ha convertido en símbolo de las aberraciones adonde puede llegar el
hombre cuando se vuelve contra Dios.
Sin
embargo, el odio y la injusticia se apoderan de naciones enteras, impulsándolas
a la acción, sólo cuando son legitimados y organizados por ideologías que se
fundan sobre ellos en vez de hacerlo sobre la verdad del hombre 49. La Rerum novarum combatía las ideologías
que llevan al odio e indicaba la vía para vencer la violencia y el rencor
mediante la justicia. Ojalá el recuerdo de tan terribles acontecimientos guíe
las acciones de todos los hombres, en particular las de los gobernantes de los
pueblos, en estos tiempos nuestros en que otras injusticias alimentan nuevos
odios y se perfilan en el horizonte nuevas ideologías que exaltan la violencia.
18.
Es verdad que desde 1945 las armas están calladas en el continente europeo; sin
embargo, la verdadera paz —recordémoslo— no es el resultado de la victoria
militar, sino algo que implica la superación de las causas de la guerra y la auténtica
reconciliación entre los pueblos. Por muchos años, sin embargo, ha habido en
Europa y en el mundo una situación de no-guerra, más que de paz auténtica.
Mitad del continente cae bajo el dominio de la dictadura comunista, mientras la
otra mitad se organiza para defenderse contra tal peligro. Muchos pueblos
pierden el poder de autogobernarse, encerrados en los confines opresores de un
imperio, mientras se trata de destruir su memoria histórica y la raíz secular
de su cultura. Como consecuencia de esta división violenta, masas enormes de
hombres son obligadas a abandonar su tierra y deportadas forzosamente.
Una carrera
desenfrenada a los armamentos absorbe los recursos necesarios para el
desarrollo de las economías internas y para ayudar a las naciones menos
favorecidas. El progreso científico y tecnológico, que debiera contribuir al
bienestar del hombre, se transforma en instrumento de guerra: ciencia y técnica
son utilizadas para producir armas cada vez más perfeccionadas y destructivas;
contemporáneamente, a una ideología que es perversión de la auténtica filosofía
se le pide dar justificaciones doctrinales para la nueva guerra. Ésta no sólo
es esperada y preparada, sino que es también combatida con enorme derramamiento
de sangre en varias partes del mundo. La lógica de los bloques o imperios,
denunciada en los documentos de la Iglesia y más recientemente en la encíclica Sollicitudo rei socialis 50, hace que las controversias y
discordias que surgen en los países del Tercer Mundo sean sistemáticamente
incrementadas y explotadas para crear dificultades al adversario.
Los grupos
extremistas, que tratan de resolver tales controversias por medio de las armas,
encuentran fácilmente apoyos políticos y militares, son armados y adiestrados
para la guerra, mientras que quienes se esfuerzan por encontrar soluciones
pacíficas y humanas, respetuosas para con los legítimos intereses de todas las
partes, permanecen aislados y caen a menudo víctima de sus adversarios. Incluso
la militarización de tantos países del Tercer Mundo y las luchas fratricidas
que los han atormentado, la difusión del terrorismo y de medios cada vez más
crueles de lucha político-militar tienen una de sus causas principales en la
precariedad de la paz que ha seguido a la segunda guerra mundial. En
definitiva, sobre todo el mundo se cierne la amenaza de una guerra atómica,
capaz de acabar con la humanidad. La ciencia utilizada para fines militares
pone a disposición del odio, fomentado por las ideologías, el instrumento
decisivo. Pero la guerra puede terminar, sin vencedores ni vencidos, en un
suicidio de la humanidad; por lo cual hay que repudiar la lógica que conduce a
ella, la idea de que la lucha por la destrucción del adversario, la
contradicción y la guerra misma sean factores de progreso y de avance de la
historia 51. Cuando se comprende la necesidad de este rechazo, deben
entrar forzosamente en crisis tanto la lógica de la «guerra total», como la de
la «lucha de clases».
19.
Al final de la segunda guerra mundial, este proceso se está formando todavía en
las conciencias; pero el dato que se ofrece a la vista es la extensión del
totalitarismo comunista a más de la mitad de Europa y a gran parte del mundo.
La guerra, que tendría que haber devuelto la libertad y haber restaurado el
derecho de las gentes, se concluye sin haber conseguido estos fines; más aún,
se concluye en un modo abiertamente contradictorio para muchos pueblos,
especialmente para aquellos que más habían sufrido. Se puede decir que la
situación creada ha dado lugar a diversas respuestas.
En algunos
países y bajo ciertos aspectos, después de las destrucciones de la guerra, se
asiste a un esfuerzo positivo por reconstruir una sociedad democrática
inspirada en la justicia social, que priva al comunismo de su potencial
revolucionario, constituido por muchedumbres explotadas y oprimidas. Estas
iniciativas tratan, en general, de mantener los mecanismos de libre mercado,
asegurando, mediante la estabilidad monetaria y la seguridad de las relaciones
sociales, las condiciones para un crecimiento económico estable y sano, dentro
del cual los hombres, gracias a su trabajo, puedan construirse un futuro mejor
para sí y para sus hijos. Al mismo tiempo, se trata de evitar que los mecanismos
de mercado sean el único punto de referencia de la vida social y tienden a
someterlos a un control público que haga valer el principio del destino común
de los bienes de la tierra. Una cierta abundancia de ofertas de trabajo, un
sólido sistema de seguridad social y de capacitación profesional, la libertad
de asociación y la acción incisiva del sindicato, la previsión social en caso
de desempleo, los instrumentos de participación democrática en la vida social,
dentro de este contexto deberían preservar el trabajo de la condición de
«mercancía» y garantizar la posibilidad de realizarlo dignamente.
Existen,
además, otras fuerzas sociales y movimientos ideales que se oponen al marxismo
con la construcción de sistemas de «seguridad nacional», que tratan de
controlar capilarmente toda la sociedad para imposibilitar la infiltración
marxista. Se proponen preservar del comunismo a sus pueblos exaltando e
incrementando el poder del Estado, pero con esto corren el grave riesgo de
destruir la libertad y los valores de la persona, en nombre de los cuales hay
que oponerse al comunismo.
Otra forma
de respuesta práctica, finalmente, está representada por la sociedad del
bienestar o sociedad de consumo. Ésta tiende a derrotar al marxismo en el
terreno del puro materialismo, mostrando cómo una sociedad de libre mercado es
capaz de satisfacer las necesidades materiales humanas más plenamente de lo que
aseguraba el comunismo y excluyendo también los valores espirituales. En
realidad, si bien por un lado es cierto que este modelo social muestra el
fracaso del marxismo para construir una sociedad nueva y mejor, por otro, al
negar su existencia autónoma y su valor a la moral y al derecho, así como a la
cultura y a la religión, coincide con el marxismo en reducir totalmente al
hombre a la esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesidades
materiales.
20.
En el mismo período se va desarrollando un grandioso proceso de
«descolonización», en virtud del cual numerosos países consiguen o recuperan la
independencia y el derecho a disponer libremente de sí mismos. No obstante, con
la reconquista formal de su soberanía estatal, estos países en muchos casos
están comenzando apenas el camino de la construcción de una auténtica
independencia. En efecto, sectores decisivos de la economía siguen todavía en
manos de grandes empresas de fuera, las cuales no aceptan un compromiso
duradero que las vincule al desarrollo del país que las recibe. En ocasiones,
la vida política está sujeta también al control de fuerzas extranjeras,
mientras que dentro de las fronteras del Estado conviven a veces grupos
tribales, no amalgamados todavía en una auténtica comunidad nacional. Falta,
además, un núcleo de profesionales competentes, capaces de hacer funcionar, de
manera honesta y regular, el aparato administrativo del Estado, y faltan
también equipos de personas especializadas para una eficiente y responsable
gestión de la economía.
Ante esta
situación, a muchos les parece que el marxismo puede proporcionar como un atajo
para la edificación de la nación y del Estado; de ahí nacen diversas variantes
del socialismo con un carácter nacional específico. Se mezclan así en muchas
ideologías, que se van formando de manera cada vez más diversa, legítimas
exigencias de liberación nacional, formas de nacionalismo y hasta de
militarismo, principios sacados de antiguas tradiciones populares, en sintonía
a veces con la doctrina social cristiana, y conceptos del marxismo-leninismo.
21.
Hay que recordar, por último, que después de la segunda guerra mundial, y en
parte como reacción a sus horrores, se ha ido difundiendo un sentimiento más
vivo de los derechos humanos, que ha sido reconocido en diversos documentos internacionales 52, y en la elaboración, podría decirse,
de un nuevo «derecho de gentes», al que la Santa Sede ha dado una constante
aportación. La pieza clave de esta evolución ha sido la Organización de la
Naciones Unidas. No sólo ha crecido la conciencia del derecho de los
individuos, sino también la de los derechos de las naciones, mientras se
advierte mejor la necesidad de actuar para corregir los graves desequilibrios
existentes entre las diversas áreas geográficas del mundo que, en cierto
sentido, han desplazado el centro de la cuestión social del ámbito nacional al
plano internacional 53.
Al
constatar con satisfacción todo este proceso, no se puede sin embargo soslayar
el hecho de que el balance global de las diversas políticas de ayuda al
desarrollo no siempre es positivo. Por otra parte, las Naciones Unidas no han
logrado hasta ahora poner en pie instrumentos eficaces para la solución de los
conflictos internacionales como alternativa a la guerra, lo cual parece ser el
problema más urgente que la comunidad internacional debe aún resolver.
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