6. Hacia la unión de los cristianos
Y ¿qué decir de todas las iniciativas brotadas
de la nueva orientación ecuménica? El inolvidable Papa Juan XXIII, con claridad
evangélica, planteó el problema de la unión de los cristianos como simple
consecuencia de la voluntad del mismo Jesucristo, nuestro Maestro, afirmada
varias veces y expresada de manera particular en la oración del Cenáculo, la
víspera de su muerte: «para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y
yo en ti».18 El Concilio Vaticano II respondió a esta exigencia de
manera concisa con el Decreto sobre el ecumenismo. El Papa Pablo VI, valiéndose
de la actividad del Secretariado para la unión de los Cristianos inició los
primeros pasos difíciles por el camino de la consecución de tal unión. ¿Hemos
ido lejos por este camino? Sin querer dar una respuesta concreta podemos decir
que hemos conseguido unos progresos verdaderos e importantes. Una cosa es
cierta: hemos trabajado con perseverancia, coherencia y valentía, y con
nosotros se han empeñado también los representantes de otras Iglesias y de
otras Comunidades cristianas, por lo cual les estamos sinceramente reconocidos.
Es cierto además que, en la presente situación histórica de la cristiandad y
del mundo, no se ve otra posibilidad de cumplir la misión universal de la
Iglesia, en lo concerniente a los problemas ecuménicos, que la de buscar
lealmente, con perseverancia, humildad y con valentía, las vías de acercamiento
y de unión, tal como nos ha dado ejemplo personal el Papa Pablo VI. Debemos por
tanto buscar la unión sin desanimarnos frente a las dificultades que pueden
presentarse o acumularse a lo largo de este camino; de otra manera no seremos
fieles a la palabra de Cristo, no cumpliremos su testamento. ¿Es lícito correr
este riesgo?
Hay personas que, encontrándose frente a las
dificultades o también juzgando negativos los resultados de los trabajos
iniciales ecuménicos, hubieran preferido echarse atrás. Algunos incluso
expresan la opinión de que estos esfuerzos son dañosos para la causa del
evangelio, conducen a una ulterior ruptura de la Iglesia, provocan confusión de
ideas en las cuestiones de la fe y de la moral, abocan a un específico
indiferentismo. Posiblemente será bueno que los portavoces de tales opiniones
expresen sus temores; no obstante, también en este aspecto hay que mantener los
justos límites. Es obvio que esta nueva etapa de la vida de la Iglesia exije de
nosotros una fe particularmente consciente, profunda y responsable. La
verdadera actividad ecuménica significa apertura, acercamiento, disponibilidad
al diálogo, búsqueda común de la verdad en el pleno sentido evangélico y
cristiano; pero de ningún modo significa ni puede significar renunciar o causar
perjuicio de alguna manera a los tesoros de la verdad divina, constantemente
confesada y enseñada por la Iglesia. A todos aquellos que por cualquier motivo
quisieran disuadir a la Iglesia de la búsqueda de la unidad universal de los
cristianos hay que decirles una vez más: ¿Nos es lícito no hacerlo? ¿Podemos no
tener confianza —no obstante toda la debilidad humana, todas las deficiencias
acumuladas a lo largo de los siglos pasados— en la gracia de nuestro Señor, tal
cual se ha revelado en los últimos tiempos a través de la palabra del Espíritu
Santo, que hemos escuchado durante el Concilio? Obrando así, negaríamos la
verdad que concierne a nosotros mismos y que el Apóstol ha expresado de modo
tan elocuente: «Mas por gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me
confirió no resultó vana».19
Aunque de modo distinto y con las debidas
diferencias, hay que aplicar lo que se ha dicho a la actividad que tiende al
acercamiento con los representantes de las religiones no cristianas, y que se
expresa a través del diálogo, los contactos, la oración comunitaria, la
búsqueda de los tesoros de la espiritualidad humana que —como bien sabemos— no faltan
tampoco a los miembros de estas religiones. ¿No sucede quizá a veces que la
creencia firme de los seguidores de las religiones no cristianas, —creencia que
es efecto también del Espíritu de verdad, que actúa más allá de los confines
visibles del Cuerpo Místico— haga quedar cunfundidos a los cristianos, muchas
veces tan dispuestos a dudar en las verdades reveladas por Dios y proclamadas
por la Iglesia, tan propensos al relajamiento de los principios de la moral y a
abrir el camino al permisivismo ético? Es cosa noble estar predispuestos a
comprender a todo hombre, a analizar todo sistema, a dar razón a todo lo que es
justo; esto no significa absolutamente perder la certeza de la propia
fe,20 o debilitar los principios de la moral, cuya falta se hará sentir
bien pronto en la vida de sociedades enteras, determinando entre otras cosas
consecuencias deplorables.
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