II.
EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN
7. En el Misterio de Cristo
Si las vías por las que el Concilio de nuestro
siglo ha encaminado a la Iglesia —vías indicadas en su primera Encíclica por el
llorado Papa Pablo VI— permanecen por largo tiempo las vías que todos nosotros
debemos seguir, a la vez, en esta nueva etapa podemos justamente preguntarnos:
¿Cómo? ¿De qué modo hay que proseguir? ¿Qué hay que hacer a fin de que este
nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos
acerque a Aquel que la Sagrada Escritura llama: «Padre sempiterno», Pater futuri saeculi?21 Esta es
la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse, cuando, en
espíritu de obediencia de fe, acepta la llamada según el mandato de Cristo
dirigido más de una vez a Pedro: «Apacienta mis corderos»,22 que quiere
decir: Sé pastor de mi rebaño; y después: «... una vez convertido, confirma a
tus hermanos». 23
Es precisamente aquí, carísimos Hermanos, Hijos
e Hijas, donde se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la
única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la
voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del
hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque
sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor,
¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna».24
A través de la conciencia de la Iglesia, tan
desarrollada por el Concilio, a todos los niveles de esta conciencia y a través
también de todos los campos de la actividad en que la Iglesia se expresa, se
encuentra y se confirma, debemos tender constantemente a Aquel «que es la
cabeza»,25 a Aquel «de quien todo procede y para quien somos
nosotros»,26 a Aquel que es al mismo tiempo «el camino, la
verdad»27 y «la resurrección y la vida»,28 a Aquel que viéndolo
nos muestra al Padre,29 a Aquel que debía irse de nosotros30
—se refiere a la muerte en Cruz y después a la Ascensión al cielo— para que el
Abogado viniese a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de
verdad.31 En Él están escondidos «todos los tesoros de la sabiduría y
de la ciencia»,32 y la Iglesia es su Cuerpo.33 La Iglesia es en
Cristo como un «sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y
de la unidad de todo el género humano»34 y de esto es Él la fuente. ¡Él
mismo! ¡Él, el Redentor!
La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras,
las vuelve a leer continuamente, reconstruye con la máxima devoción todo
detalle particular de su vida. Estas palabras son escuchadas también por los no
cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no
están aún en condiciones de repetir con Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de
Dios vivo».35 Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como
Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad,
su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la
insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La Iglesia no cesa jamás
de revivir su muerte en Cruz y su Resurrección, que constituyen el contenido de
la vida cotidiana de la Iglesia. En efecto, por mandato del mismo Cristo, su
Maestro, la Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, encontrando en ella
la «fuente de la vida y de la santidad»,36 el signo eficaz de la gracia
y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna. La Iglesia vive
su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos
para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los
pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo
hombre en particular, como si repitiese siempre a ejemplo del Apóstol: «que
nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste
crucificado».37 La Iglesia permanece en la esfera del misterio de la
Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental de su vida
y de su misión
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