8. Redención: creación renovada
¡Redentor del mundo! En Él se ha revelado de un
modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la creación que
testimonia el Libro del Génesis cuando repite varias veces: «Y vio Dios ser
bueno».38 El bien tiene su fuente en la Sabiduría y en el Amor. En
Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre39 —el
mundo que, entrando el pecado está sujeto a la vanidad— 40 adquiere
nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del
Amor. En efecto, «amó Dios tanto al mundo, que le dio su unigénito
Hijo».41 Así como en el hombre-Adán este vínculo quedó roto, así en el
Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo.42 ¿ Es posible que no nos
convenzan, a nosotros hombres del siglo XX, las palabras del Apóstol de las
gentes, pronunciadas con arrebatadora elocuencia, acerca de «la creación entera
que hasta ahora gime y siente dolores de parto»43 y «está esperando la
manifestación de los hijos de Dios»,44 acerca de la creación que está
sujeta a la vanidad? El inmenso progreso, jamás conocido, que se ha verificado
particularmente durante este nuestro siglo, en el campo de dominación del mundo
por parte del hombre, ¿no revela quizá el mismo, y por lo demás en un grado
jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión «a la vanidad»? Baste recordar
aquí algunos fenómenos como la amenaza de contaminación del ambiente natural en
los lugares de rápida industrialización, o también los conflictos armados que
explotan y se repiten continuamente, o las perspectivas de autodestrucción a
través del uso de las armas atómicas: al hidrógeno, al neutrón y similares, la
falta de respeto a la vida de los no-nacidos. El mundo de la nueva época, el
mundo de los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas científicas y
técnicas, jamás logradas anteriormente, ¿no es al mismo tiempo que «gime y
sufre»45 y «está esperando la manifestación de los hijos de
Dios»?46
El Concilio Vaticano II, en su análisis
penetrante «del mundo contemporáneo», llegaba al punto más importante del mundo
visible: el hombre bajando —como Cristo— a lo profundo de las conciencias
humanas, tocando el misterio interior del hombre, que en el lenguaje bíblico, y
no bíblico también, se expresa con la palabra «corazón». Cristo, Redentor del
mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio
del hombre y ha entrado en su «corazón». Justamente pues enseña el Concilio
Vaticano II: «En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que
había de venir (Rom 5, 14), es decir,
Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y
de su amor, manifiesta plenamente al
propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación». Y más adelante: «Él, que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es también el hombre
perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina,
deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana asumida, no
absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de
Dios, con su encarnación, se ha unido en
cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María,
se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros,
excepto en el pecado».47 ¡Él, el Redentor del hombre!
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