11. El
Misterio de Cristo en la base de la misión de la Iglesia y del cristianismo
El
Concilio Vaticano II ha llevado a cabo un trabajo inmenso para formar la conciencia
plena y universal de la Iglesia, a la que se refería el Papa Pablo VI en su
primera Encíclica. Tal conciencia —o más bien, autoconciencia de
la Iglesia— se forma «en el diálogo», el cual, antes de hacerse coloquio, debe
dirigir la propia atención al «otro», es decir, a aquél con el cual queremos
hablar. El Concilio ecuménico ha dado un impulso fundamental para formar la
autoconciencia de la Iglesia, dándonos, de manera tan adecuada y competente, la
visión del orbe terrestre como de un «mapa» de varias religiones. Además, ha
demostrado cómo a este mapa de las religiones del mundo se sobrepone en
estratos —antes nunca conocidos y característicos de nuestro tiempo— el
fenómeno del ateísmo en sus diversas formas, comenzando por el ateísmo
programado, organizado y estructurado en un sistema político.
Por lo que se refiere a la religión, se trata
ante todo de la religión como fenómeno universal, unido a la historia del
hombre desde el principio; seguidamente de las diversas religiones no
cristianas y finalmente del mismo cristianismo. El documento conciliar dedicado
a las religiones no cristianas está particularmente lleno de profunda estima
por los grandes valores espirituales, es más, por la primacía de lo que es
espiritual y que en la vida de la humanidad encuentra su expresión en la
religión y después en la moralidad que refleja en toda la cultura. Justamente
los Padres de la Iglesia veían en las distintas religiones como otros tantos
reflejos de una única verdad «como gérmenes del Verbo»,67 los cuales
testimonian que, aunque por diversos caminos, está dirigida sin embargo en una
única dirección la más profunda aspiración del espíritu humano, tal como se
expresa en la búsqueda de Dios y al mismo tiempo en la búsqueda, mediante la
tensión hacia Dios, de la plena dimensión de la humanidad, es decir, del pleno
sentido de la vida humana. El Concilio ha dedicado una atención especial a la
religión judía, recordando el gran patrimonio espiritual y común a los
cristianos y a los judíos, y ha expresado su estima hacia los creyentes del
Islam, cuya fe se refiere también a Abrahán. Es sabido por otra parte que la
religión de Israel tiene un pasado en común con la historia del cristianismo:
el pasado relativo a la Antigua Alianza.68
Con la apertura realizada por el Concilio
Vaticano II, la Iglesia y todos los cristianos han podido alcanzar una
conciencia más completa del misterio de Cristo, «misterio escondido desde los
siglos»69 en Dios, para ser revelado en el tiempo: en el Hombre
Jesucristo, y para revelarse continuamente, en todos los tiempos. En Cristo y
por Cristo, Dios se ha revelado plenamente a la humanidad y se ha acercado
definitivamente a ella y, al mismo tiempo, en Cristo y por Cristo, el hombre ha
conseguido plena conciencia de su dignidad, de su elevación, del valor
transcendental de la propia humanidad, del sentido de su existencia.
Es necesario por tanto que todos nosotros,
cuantos somos seguidores de Cristo, nos encontremos y nos unamos en torno a Él
mismo. Esta unión, en los diversos sectores de la vida, de la tradición, de las
estructuras y disciplinas de cada una de las Iglesias y Comunidades eclesiales,
no puede actuarse sin un valioso trabajo que tienda al conocimiento recíproco y
a la remoción de los obstáculos en el camino de una perfecta unidad. No
obstante podemos y debemos, ya desde ahora, alcanzar y manifestar al mundo
nuestra unidad: en el anuncio del misterio de Cristo, en la revelación de la
dimensión divina y humana también de la Redención, en la lucha con perseverancia
incansable en favor de esta dignidad que todo hombre ha alcanzado y puede
alcanzar continuamente en Cristo, que es la dignidad de la gracia de adopción
divina y también dignidad de la verdad interior de la humanidad, la cual —si ha
alcanzado en la conciencia común del mundo contemporáneo un relieve tan
fundamental— sobresale aún más para nosotros a la luz de la realidad que es él:
Cristo Jesús.
Jesucristo es principio estable y centro
permanente de la misión que Dios mismo ha confiado al hombre. En esta misión
debemos participar todos, en ella debemos concentrar todas nuestras fuerzas,
siendo ella necesaria más que nunca al hombre de nuestro tiempo. Y si tal
misión parece encontrar en nuestra época oposiciones más grandes que en
cualquier otro tiempo, tal circunstancia demuestra también que es en nuestra
época aún más necesaria y —no obstante las oposiciones— es más esperada que
nunca. Aquí tocamos indirectamente el misterio de la economía divina que ha
unido la salvación y la gracia con la Cruz. No en vano Jesucristo dijo que el
«reino de los cielos está en tensión, y los esforzados lo arrebatan»;70
y además que «los hijos de este siglo son más avisados... que los hijos de la
luz».71 Aceptamos gustosamente este reproche para ser como aquellos
«violentos de Dios» que hemos visto tantas veces en la historia de la Iglesia y
que descubrimos todavía hoy para unirnos conscientemente a la gran misión, es
decir: revelar a Cristo al mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre a
sí mismo en él, ayudar a las generaciones contemporáneas de nuestros hermanos y
hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vías de desarrollo y
países de la opulencia, a todos en definitiva, a conocer las «insondables
riquezas de Cristo»,72 porque éstas son para todo hombre y constituyen
el bien de cada uno.
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