12. Misión de la Iglesia y libertad del hombre
En esta unión la misión, de la que decide sobre
todo Cristo mismo, todos los cristianos deben descubrir lo que les une, incluso
antes de que se realice su plena comunión. Esta es la unión apostólica y
misionera, misionera y apostólica. Gracias a esta unión podemos acercarnos
juntos al magnífico patrimonio del espíritu humano, que se ha manifestado en
todas las religiones, como dice la Declaración del Concilio Vaticano II Nostra aetate.73 Gracias a ella,
nos acercamos igualmente a todas las culturas, a todas las concepciones
ideológicas, a todos los hombres de buena voluntad. Nos aproximamos con aquella
estima, respeto y discernimiento que, desde los tiempos de los Apóstoles,
distinguía la actitud misionera y del misionero. Basta recordar a San
Pablo y, por ejemplo, su discurso en el Areópago de Atenas.74 La
actitud misionera comienza siempre
con un sentimiento de profunda estima frente a lo que «en el hombre
había»,75 por lo que él mismo, en lo íntimo de su espíritu, ha
elaborado respecto a los problemas más profundos e importantes; se trata de
respeto por todo lo que en él ha obrado el Espíritu, que «sopla donde
quiere».76 La misión no es nunca una destrucción, sino una purificación
y una nueva construcción por más que en la práctica no siempre haya habido una
plena correspondencia con un ideal tan elevado. La conversión que de ella ha de
tomar comienzo, sabemos bien que es obra de la gracia, en la que el hombre debe
hallarse plenamente a sí mismo.
Por esto la Iglesia de nuestro tiempo da gran
importancia a todo lo que el Concilio Vaticano II ha expuesto en la Declaración sobre la libertad religiosa, tanto
en la primera como en la segunda parte del documento.77 Sentimos
profundamente el carácter empeñativo de la verdad que Dios nos ha revelado.
Advertimos en particular el gran sentido de responsabilidad ante esta verdad.
La Iglesia, por institución de Cristo, es su custodia y maestra, estando
precisamente dotada de una singular asistencia del Espíritu Santo para que
pueda custodiarla fielmente y enseñarla en su más exacta integridad.78
Cumpliendo esta misión, miramos a Cristo mismo, que es el primer
evangelizador79 y miramos también a los Apóstoles, Mártires y
Confesores. La Declaración sobre la
libertad religiosa nos muestra de manera convincente cómo Cristo y, después
sus Apóstoles, al anunciar la verdad que no proviene de los hombres sino de
Dios («mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado»,80 esto es,
del Padre), incluso actuando con toda la fuerza del espíritu, conservan una
profunda estima por el hombre, por su entendimiento, su voluntad, su conciencia
y su libertad.81 De este modo, la misma dignidad de la persona humana
se hace contenido de aquel anuncio, incluso sin palabras, a través del
comportamiento respecto de ella. Tal comportamiento parece corresponder a las
necesidades particulares de nuestro tiempo. Dado que no en todo aquello que los
diversos sistemas, y también los hombres en particular, ven y propagan como
libertad está la verdadera libertad del hombre, tanto más la Iglesia, en virtud
de su misión divina, se hace custodia de esta libertad que es condición y base
de la verdadera dignidad de la persona humana.
Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda
época, también de nuestra época, con las mismas palabras: «Conoceréis la verdad
y la verdad os librará».82 Estas palabras encierran una exigencia
fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación
honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y
la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier
libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda
la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil
años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad
basada sobre la verdad, como Aquel que libera al hombre de lo que limita,
disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del
hombre, en su corazón, en su conciencia. ¡Qué confirmación tan estupenda de lo
que han dado y no cesan de dar aquellos que, gracias a Cristo y en Cristo, han
alcanzado la verdadera libertad y la han manifestado hasta en condiciones de
constricción exterior!
Jesucristo mismo, cuando compareció como
prisionero ante el tribunal de Pilatos y fue preguntado por él acerca de la
acusación hecha contra él por los representantes del Sanedrín, ¿no respondió
acaso: «Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la
verdad»?83 Con estas palabras pronunciadas ante el juez, en el momento
decisivo, era como si confirmase, una vez más, la frase ya dicha anteriormente:
«Conoced la verdad y la verdad os hará libres». En el curso de tantos siglos y
de tantas generaciones, comenzando por los tiempos de los Apóstoles, ¿no es
acaso Jesucristo mismo el que tantas veces ha comparecido junto a hombres
juzgados a causa de la verdad y no ha ido quizá a la muerte con hombres
condenados a causa de la verdad? ¿Acaso cesa el de ser continuamente portavoz y
abogado del hombre que vive «en espíritu y en verdad»?84 Del mismo modo
que no cesa de serlo ante el Padre, así lo es también con respecto a la
historia del hombre. La Iglesia a su vez, no obstante todas las debilidades que
forman parte de la historia humana, no cesa de seguir a Aquel que dijo: «ya
llega la hora y es ésta, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en
espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es
espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad».85
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