III. EL HOMBRE REDIMIDO Y SU SITUACIÓN EN EL MUNDO
CONTEMPORÁNEO
13. Cristo se ha unido a todo hombre
Cuando, a través de la experiencia de la
familia humana que aumenta continuamente a ritmo acelerado, penetramos en el
misterio de Jesucristo, comprendemos con mayor claridad que, en la base de
todos estos caminos a lo largo de los cuales en conformidad con las sabias
indicaciones del Pontífice Pablo VI 86 debe proseguir la Iglesia de
nuestro tiempo, hay un solo camino: es el camino experimentado desde hace
siglos y es al mismo tiempo el camino del futuro. Cristo Señor ha indicado
estos caminos sobre todo cuando —como enseña el Concilio— «mediante la
encarnación el Hijo de Dios se ha unido en
cierto modo a todo hombre».87
La Iglesia divisa por tanto su cometido fundamental en lograr que tal unión
pueda actuarse y renovarse continuamente. La Iglesia desea servir a este único
fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer
con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del
hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la
Redención, con la potencia del amor que irradia de ella. En el trasfondo de
procesos siempre crecientes en la historia, que en nuestra época parecen
fructificar de manera particular en el ámbito de varios sistemas, concepciones
ideológicas del mundo y regímenes, Jesucristo se hace en cierto modo nuevamente
presente, a pesar de todas sus aparentes ausencias, a pesar de todas las
limitaciones de la presencia o de la actividad institucional de la Iglesia.
Jesucristo se hace presente con la potencia de la verdad y del amor, que se han
manifestado en Él como plenitud única e irrepetible, por más que su vida en la
tierra fuese breve y más breve aún su actividad pública.
Jesucristo es el camino principal de la
Iglesia. Él mismo es nuestro camino «hacia la casa del Padre»88 y es
también el camino hacia cada hombre. En este camino que conduce de Cristo al
hombre, en este camino por el que Cristo se une a todo hombre, la Iglesia no
puede ser detenida por nadie. Esta es la exigencia del bien temporal y del bien
eterno del hombre. La Iglesia, en consideración de Cristo y en razón del
misterio, que constituye la vida de la Iglesia misma, no puede permanecer
insensible a todo lo que sirve al verdadero bien del hombre, como tampoco puede
permanecer indiferente a lo que lo amenaza. El Concilio Vaticano II, en
diversos pasajes de sus documentos, ha expresado esta solicitud fundamental de
la Iglesia, a fin de que «la vida en el mundo (sea) más conforme a la eminente
dignidad del hombre»,89 en todos sus aspectos, para hacerla «cada vez
más humana».90 Esta es la solicitud del mismo Cristo, el buen Pastor de
todos los hombres. En nombre de tal solicitud, como leemos en la Constitución
pastoral del Concilio, «la Iglesia que por razón de su ministerio y de su
competencia, de ninguna manera se confunde con la comunidad política y no está
vinculada a ningún sistema político, es al mismo tiempo el signo y la
salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana».91
Aquí se trata por tanto del hombre en toda su
verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre «abstracto» sino real,
del hombre «concreto», «histórico». Se trata de «cada» hombre, porque cada uno
ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido
Cristo, para siempre, por medio de este ministerio. Todo hombre viene al mundo
concebido en el seno materno, naciendo de madre y es precisamente por razón del
misterio de la Redención por lo que es confiado a la solicitud de la Iglesia.
Tal solicitud afecta al hombre entero y está centrada sobre él de manera del
todo particular. El objeto de esta premura es el hombre en su única e
irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza
con Dios mismo.92 El Concilio indica esto precisamente, cuando,
hablando de tal semejanza, recuerda que «el hombre es en la tierra la única
criatura que Dios ha querido por sí misma».93 El hombre tal como ha
sido «querido» por Dios, tal como Él lo ha «elegido» eternamente, llamado,
destinado a la gracia y a la gloria, tal es precisamente «cada» hombre, el
hombre «más concreto», el «más real»; éste es el hombre, en toda la plenitud
del misterio, del que se ha hecho partícipe en Jesucristo, misterio del cual se
hace partícipe cada uno de los cuatro mil millones de hombres vivientes sobre
nuestro planeta, desde el momento en que es concebido en el seno de la madre.
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