14. Todos los caminos de la Iglesia conducen al hombre
La Iglesia no puede abandonar al hombre, cuya
«suerte», es decir, la elección, la llamada, el nacimiento y la muerte, la
salvación o la perdición, están tan estrecha e indisolublemente unidas a
Cristo. Y se trata precisamente de cada hombre de este planeta, en esta tierra
que el Creador entregó al primer hombre, diciendo al hombre y a la mujer:
«henchid la tierra; sometedla»;94 todo hombre, en toda su irrepetible
realidad del ser y del obrar, del entendimiento y de la voluntad, de la
conciencia y del corazón. El hombre en su realidad singular (porque es
«persona»), tiene una historia propia de su vida y sobre todo una historia
propia de su alma. El hombre que conforme a la apertura interior de su espíritu
y al mismo tiempo a tantas y tan diversas necesidades de su cuerpo, de su
existencia temporal, escribe esta historia suya personal por medio de numerosos
lazos, contactos, situaciones, estructuras sociales que lo unen a otros
hombres; y esto lo hace desde el primer momento de su existencia sobre la
tierra, desde el momento de su concepción y de su nacimiento. El hombre en la
plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario
y social —en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de
contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación, o pueblo (y
posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad— este hombre es el primer camino que la
Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero
y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que
inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnación y de la
Redención.
A este hombre precisamente en toda la verdad de
su vida, en su conciencia, en su continua inclinación al pecado y a la vez en
su continua aspiración a la verdad, al bien, a la belleza, a la justicia, al
amor, a este hombre tenía ante sus ojos el Concilio Vaticano II cuando, al
delinear su situación en el mundo contemporáneo, se trasladaba siempre de los
elementos externos que componen esta situación a la verdad inmanente de la
humanidad: «Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del
hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se
siente sin embargo ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior.
Atraido por muchas solicitaciones, tiene que elegir y renunciar. Más aún, como
enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere hacer y deja de hacer lo
que quería llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división que tantas y
tan graves discordias provocan en la sociedad».95
Este hombre es el camino de la Iglesia, camino
que conduce en cierto modo al origen de todos aquellos caminos por los que debe
caminar la Iglesia, porque el hombre —todo hombre sin excepción alguna— ha sido
redimido por Cristo, porque con el hombre —cada hombre sin excepción alguna— se
ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de
ello, «Cristo, muerto y resucitado por todos, da siempre al hombre» —a todo
hombre y a todos los hombres— «... su luz y su fuerza para que pueda responder
a su máxima vocación».96
Siendo pues este hombre el camino de la Iglesia,
camino de su vida y experiencia cotidianas, de su misión y de su fatiga, la
Iglesia de nuestro tiempo debe ser, de manera siempre nueva, consciente de la
«situación» de él. Es decir, debe ser consciente de sus posibilidades, que
toman siempre nueva orientación y de este modo se manifiestan; la Iglesia, al
mismo tiempo, debe ser consciente de las amenazas que se presentan al hombre.
Debe ser consciente también de todo lo que parece ser contrario al esfuerzo
para que «la vida humana sea cada vez más humana»,97 para que todo lo
que compone esta vida responda a la verdadera dignidad del hombre. En una
palabra, debe ser consciente de todo lo
que es contrario a aquel proceso.
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