16. ¿Progreso o amenaza?
Consiguientemente, si nuestro tiempo, el tiempo
de nuestra generación, el tiempo que se está acercando al final del segundo
Milenio de nuestra era cristiana, se nos revela como tiempo de gran progreso,
aparece también como tiempo de múltiples amenazas para el hombre, de las que la
Iglesia debe hablar a todos los hombres de buena voluntad y en torno a las
cuales debe mantener siempre un diálogo con ellos. En efecto, la situación del
hombre en el mundo contemporáneo parece distante tanto de las exigencias
objetivas del orden moral, como de las exigencias de la justicia o aún más del
amor social. No se trata aquí más que de aquello que ha encontrado su expresión
en el primer mensaje del Creador, dirigido al hombre en el momento en que le
daba la tierra para que la «sometiese».100 Este primer mensaje quedó
confirmado, en el misterio de la Redención, por Cristo Señor. Esto está
expresado por el Concilio Vaticano II en los bellísimos capítulos de sus
enseñanzas sobre la «realeza» del hombre, es decir, sobre su vocación a
participar en el ministerio regio —munus
regale— de Cristo mismo.101 El sentido esencial de esta «realeza» y
de este «dominio» del hombre sobre el mundo visible, asignado a él como
cometido por el mismo Creador, consiste en la prioridad de la ética sobre la
técnica, en el primado de la persona sobre las cosas, en la superioridad del
espíritu sobre la materia.
Por esto es necesario seguir atentamente todas
las fases del progreso actual: es necesario hacer, por decirlo así, la
radiografía de cada una de las etapas, precisamente desde este punto de vista.
Se trata del desarrollo de las personas y no solamente de la multiplicación de
las cosas, de las que los hombres pueden servirse. Se trata —como ha dicho un
filósofo contemporáneo y como ha afirmado el Concilio— no tanto de «tener más»
cuanto de «ser más».102 En efecto, existe ya un peligro real y
perceptible de que, mientras avanza enormemente el dominio por parte del hombre
sobre el mundo de las cosas; de este dominio suyo pierda los hilos esenciales,
y de diversos modos su humanidad esté sometida a ese mundo, y él mismo se haga
objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no directamente perceptible, a
través de toda la organización de la vida comunitaria, a través del sistema de
producción, a través de la presión de los medios de comunicación social. El
hombre no puede renunciar a sí mismo, ni al puesto que le es propio en el mundo
visible, no puede hacerse esclavo de las cosas, de los sistemas económicos, de
la producción y de sus propios productos. Una civilización con perfil puramente
materialista condena al hombre a tal esclavitud, por más que tal vez,
indudablemente, esto suceda contra las intenciones y las premisas de sus
pioneros. En la raíz de la actual solicitud por el hombre está sin duda este
problema. No se trata aquí solamente de dar una respuesta abstracta a la
pregunta: quién es el hombre; sino que se trata de todo el dinamismo de la vida
y de la civilización. Se trata del sentido de las diversas iniciativas de la
vida cotidiana y al mismo tiempo de las premisas para numerosos programas de
civilización, programas políticos, económicos, sociales, estatales y otros
muchos.
Si nos atrevemos a definir la situación del
hombre en el mundo contemporáneo como distante de las exigencias objetivas del
orden moral, distante de las exigencias de justicia y, más aún, del amor
social, es porque esto está comfirmado por hechos bien conocidos y
confrontaciones que más de una vez han hallado eco en las páginas de las
formulaciones pontificias, conciliares y sinodales.103 La situación del
hombre en nuestra época no es ciertamente uniforme, sino diferenciada de
múltiples modos. Estas diferencias tienen sus causas históricas, pero tienen
también una gran resonancia ética propia. En efecto, es bien conocido el cuadro
de la civilización consumística, que consiste en un cierto exceso de bienes
necesarios al hombre, a las sociedades enteras —y aquí se trata precisamente de
las sociedades ricas y muy desarrolladas— mientras las demás, al menos amplios
estratos de las mismas, sufren el hambre, y muchas personas mueren a diario por
inedia y desnutrición. Asimismo se da entre algunos un cierto abuso de la
libertad, que va unido precisamente a un comportamiento consumístico no
controlado por la moral, lo cual limita contemporáneamente la libertad de los
demás, es decir, de aquellos que sufren deficiencias relevantes y son empujados
hacia condiciones de ulterior miseria e indigencia.
Esta confrontación, universalmente conocida, y
el contraste al que se han remitido en los documentos de su magisterio los
Pontífices de nuestro siglo, más recientemente Juan XXIII como también Pablo
VI,104 representan como el gigantesco desarrollo de la parábola bíblica
del rico epulón y del pobre Lázaro.105
La amplitud del fenómeno pone en tela de juicio
las estructuras y los mecanismos financieros, monetarios, productivos y
comerciales que, apoyados en diversas presiones políticas, rigen la economía
mundial: ellos se revelan casi incapaces de absorber las injustas situaciones
sociales heredadas del pasado y de enfrentarse a los urgentes desafíos y a las
exigencias éticas. Sometiendo al hombre a las tensiones creadas por él mismo,
dilapidando a ritmo acelerado los recursos materiales y energéticos,
comprometiendo el ambiente geofísico, estas estructuras hacen extenderse
continuamente las zonas de miseria y con ella la angustia, frustración y
amargura.106
Nos encontramos ante un grave drama que no
puede dejarnos indiferentes: el sujeto que, por un lado, trata de sacar el
máximo provecho y el que, por otro lado, sufre los daños y las injurias es
siempre el hombre. Drama exacerbado aún más por la proximidad de grupos
sociales privilegiados y de los de países ricos que acumulan de manera excesiva
los bienes cuya riqueza se convierte de modo abusivo, en causa de diversos
males. Añádanse la fiebre de la inflación y la plaga del paro; son otros tantos
síntomas de este desorden moral, que se hace notar en la situación mundial y
que reclama por ello innovaciones audaces y creadoras, de acuerdo con la
auténtica dignidad del hombre.107
La
tarea no es imposible. El principio de solidaridad,
en sentido amplio, debe inspirar la búsqueda eficaz de instituciones y de
mecanismos adecuados, tanto en el orden de los intercambios, donde hay que
dejarse guiar por las leyes de una sana competición, como en el orden de una
más amplia y más inmediata repartición de las riquezas y de los controles sobre
las mismas, para que los pueblos en vías de desarrollo económico puedan no sólo
colmar sus exigencias esenciales, sino también avanzar gradual y eficazmente.
No se avanzará en este camino difícil de las
indispensables transformaciones de las estructuras de la vida económica, si no
se realiza una verdadera conversión de las mentalidades y de los corazones. La
tarea requiere el compromiso decidido de hombres y de pueblos libres y
solidarios. Demasiado frecuentemente se confunde la libertad con el instinto
del interés —individual o colectivo—, o incluso con el instinto de lucha y de
dominio, cualesquiera sean los colores ideológicos que revisten. Es obvio que
tales instintos existen y operan, pero no habrá economía humana si no son
asumidos, orientados y dominados por las fuerzas más profundas que se
encuentran en el hombre y que deciden la verdadera cultura de los pueblos.
Precisamente de estas fuentes debe nacer el esfuerzo con el que se expresará la
verdadera libertad humana, y que será capaz de asegurarla también en el campo
de la economía. El desarrollo económico, con todo lo que forma parte de su
adecuado funcionamiento, debe ser constantemente programado y realizado en una
perspectiva de desarrollo universal y solidario de los hombres y de los
pueblos, como lo recordaba de manera convincente mi predecesor Pablo VI en la
Encíclica Populorum progressio. Sin
ello la mera categoría del «progreso» económico se convierte en una categoría
superior que subordina el conjunto de la existencia humana a sus exigencias
parciales, sofoca al hombre, disgrega la sociedad y acaba por ahogarse en sus
propias tensiones y en sus mismos excesos.
Es posible asumir este deber; lo atestiguan
hechos ciertos y resultados, que es difícil enumerar aquí analíticamente. Una
cosa es cierta: en la base de este gigantesco campo hay que establecer, aceptar
y profundizar el sentido de la responsabilidad moral, que debe asumir el
hombre. Una vez más y siempre, el hombre.
Para nosotros los cristianos esta responsabilidad
se hace particularmente evidente, cuando recordamos —y debemos recordarlo
siempre— la escena del juicio final, según las palabras de Cristo transmitidas
en el evangelio de San Mateo.108
Esta escena escatológica debe ser aplicada siempre a la historia del
hombre, debe ser siempre «medida» de los actos humanos como un esquema esencial
de un examen de conciencia para cada uno y para todos: «tuve hambre, y no me
disteis de comer; ... estuve desnudo, y no me vestisteis; ... en la cárcel, y
no me visitasteis».109 Estas palabras adquieren una mayor carga
amonestadora, si pensamos que, en vez del pan y de la ayuda cultural a los
nuevos estados y naciones que se están despertando a la vida independiente, se
les ofrece a veces en abundancia armas modernas y medios de destrucción,
puestos al servicio de conflictos armados y de guerras que no son tanto una
exigencia de la defensa de sus justos derechos y de su soberanía sino más bien
una forma de «patriotería», de imperialismo, de neocolonialismo de distinto
tipo. Todos sabemos bien que las zonas de miseria o de hambre que existen en
nuestro globo, hubieran podido ser «fertilizadas» en breve tiempo, si las
gigantescas inversiones de armamentos que sirven a la guerra y a la
destrucción, hubieran sido cambiadas en inversiones para el alimento que sirvan
a la vida.
Es posible que esta consideración quede
parcialmente «abstracta», es posible que ofrezca la ocasión a una y otra parte
para acusarse recíprocamente, olvidando cada una las propias culpas. Es posible
que provoque también nuevas acusaciones contra la Iglesia. Esta, en cambio, no
disponiendo de otras armas, sino las del espíritu, de la palabra y del amor, no
puede renunciar a anunciar «la palabra... a tiempo y a destiempo».110
Por esto no cesa de pedir a cada una de las dos partes, y de pedir a todos en
nombre de Dios y en nombre del hombre: ¡no matéis! ¡No preparéis a los hombres
destrucciones y exterminio! ¡Pensad en vuestros hermanos que sufren hambre y
miseria! ¡Respetad la dignidad y la libertad de cada uno!
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