IV. LA MISIÓN DE LA IGLESIA
Y LA SUERTE DEL HOMBRE
18. La Iglesia
solícita por la vocación del hombre en Cristo
Esta mirada, necesariamente sumaria, a la
situación del hombre en el mundo contemporáneo nos hace dirigir aún más
nuestros pensamientos y nuestros corazones a Jesucristo, hacia el misterio de
la Redención, donde el problema del hombre está inscrito con una fuerza
especial de verdad y de amor. Si Cristo «se ha unido en cierto modo a todo
hombre»,115 la Iglesia, penetrando en lo íntimo de este misterio, en su
lenguaje rico y universal, vive también más profundamente la propia naturaleza
y misión. No en vano el Apóstol habla del Cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia.116 Si este Cuerpo Místico es Pueblo de Dios —como dirá
enseguida el Concilio Vaticano II, basándose en toda la tradición bíblica y
patrística— esto significa que todo hombre está penetrado por aquel soplo de
vida que proviene de Cristo. De este modo, también el fijarse en el hombre, en
sus problemas reales, en sus esperanzas y sufrimientos, conquistas y caídas,
hace que la Iglesia misma como cuerpo, como organismo, como unidad social
perciba los mismos impulsos divinos, las luces y las fuerzas del Espíritu que
provienen de Cristo crucificado y resucitado, y es así como ella vive su vida.
La Iglesia no tiene otra vida fuera de aquella que le da su Esposo y Señor. En
efecto, precisamente porque Cristo en su misterio de Redención se ha unido a
ella, la Iglesia debe estar fuertemente unida con todo hombre.
Esta unión de Cristo con el hombre es en sí
misma un misterio, del que nace el «hombre nuevo»,117 llamado a
participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de
la gracia y verdad.118 La unión de Cristo con el hombre es la fuerza y
la fuente de la fuerza, según la incisiva expresión de San Juan en el prólogo
de su Evangelio: «Dios dioles poder de venir a ser hijos».119 Esta es
la fuerza que transforma interiormente al hombre, como principio de una vida
nueva que no se desvanece y no pasa, sino que dura hasta la vida
eterna.120 Esta vida prometida y dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo,
Hijo eterno y unigénito, encarnado y nacido «al llegar la plenitud de los
tiempos»121 de la Virgen María, es el final cumplimiento de la vocación
del hombre. Es de algún modo cumplimiento de la «suerte» que desde la eternidad
Dios le ha preparado. Esta «suerte divina» se hace camino, por encima de todos
los enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas de la «suerte humana» en el
mundo temporal. En efecto, si todo esto lleva, aun con toda la riqueza de la
vida temporal, por inevitable necesidad a la frontera de la muerte y a la meta
de la destrucción del cuerpo humano, Cristo se nos aparece más allá de esta
meta: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí ... no morirá para
siempre».122 En Jesucristo crucificado, depositado en el sepulcro y
después resucitado, «brilla para nosotros la esperanza de la feliz resurrección
..., la promesa de la futura inmortalidad»,123 hacia la cual el hombre,
a través de la muerte del cuerpo, va compartiendo con todo lo creado visible esta
necesidad a la que está sujeta la materia. Entendemos y tratamos de profundizar
cada vez más el lenguaje de esta verdad que el Redentor del hombre ha encerrado
en la frase: «El Espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para
nada».124 Estas palabras, no obstante las apariencias, expresan la más
alta afirmación del hombre: la afirmación del cuerpo, al que vivifica el
espíritu.
La Iglesia vive esta realidad, vive de esta
verdad sobre el hombre, que le permite atravesar las fronteras de la temporalidad
y, al mismo tiempo, pensar con particular amor y solicitud en todo aquello que,
en las dimensiones de esta temporalidad, incide sobre la vida del hombre, sobre
la vida del espíritu humano, en el que se manifiesta aquella perenne inquietud
de que hablaba San Agustín: «Nos has hecho, Señor, para ti e inquieto está
nuestro corazón hasta que descanse en ti».125 En esta inquietud
creadora bate y pulsa lo que es más profundamente humano: la búsqueda de la
verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la
nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. La Iglesia, tratando de mirar
al hombre como con «los ojos de Cristo mismo», se hace cada vez más consciente
de ser la custodia de un gran tesoro, que no le es lícito estropear, sino que
debe crecer continuamente. En efecto, el Señor Jesús dijo: «El que no está
conmigo, está contra mí».126 El tesoro de la humanidad, enriquecido por
el inefable misterio de la filiación divina,127 de la gracia de
«adopción»128 en el Unigénito Hijo de Dios, mediante el cual decimos a
Dios «¡Abbá!, ¡Padre!»,129 es también una fuerza poderosa que unifica a
la Iglesia, sobre todo desde dentro, y da sentido a toda su actividad. Por esta
fuerza, la Iglesia se une con el Espíritu de Cristo, con el Espíritu Santo que
el Redentor había prometido, que comunica constantemente y cuya venida,
revelada el día de Pentecostés, perdura siempre. De este modo en los hombres se
revelan las fuerzas del Espíritu,130 los dones del Espíritu,131
los frutos del Espíritu Santo.132 La Iglesia de nuestro tiempo parece
repetir con fervor cada vez mayor y con santa insistencia: ¡Ven, Espíritu
Santo! ¡Ven!
¡Ven! ¡Riega la tierra en sequía! ¡sana el corazón enfermo! ¡Lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo! ¡Doma el espíritu
indómito, guía al que tuerce el sendero!».133
Esta súplica al Espíritu, dirigida precisamente
a obtener el Espíritu, es la respuesta a todos «los materialismos» de nuestra
época. Son ellos los que hacen nacer tantas formas de insaciabilidad del
corazón humano. Esta súplica se hace sentir en diversas partes y parece que
fructifica también de modos diversos. ¿Se puede decir que en esta súplica la
Iglesia no está sola? Sí, se puede decir porque «la necesidad» de lo que es
espiritual es manifestada también por personas que se encuentran fuera de los
confines visibles de la Iglesia.134 ¿No lo confirma quizá esto aquella
verdad sobre la Iglesia, puesta en evidencia con tanta agudeza por el reciente
Concilio en la Constitución dogmática Lumen
gentium, allí donde enseña que la Iglesia es «sacramento» o signo e
instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género
humano?».135 Esta invocación al Espíritu y por el Espíritu no es más
que un constante introducirse en la plena dimensión del misterio de la
Redención, en que Cristo unido al Padre y con todo hombre nos comunica
continuamente el Espíritu que infunde en nosotros los sentimientos del Hijo y
nos orienta al Padre.136 Por esta razón la Iglesia de nuestro tiempo
—época particularmente hambrienta de Espíritu, porque está hambrienta de
justicia, de paz, de amor, de bondad, de fortaleza, de responsabilidad, de
dignidad humana— debe concentrarse y reunirse en torno a ese misterio,
encontrando en él la luz y la fuerza indispensables para la propria misión. Si,
en efecto, —como se dijo anteriormente— el hombre es el camino de vida
cotidiana de la Iglesia, es necesario que la misma Iglesia sea siempre
consciente de la dignidad de la adopción divina que obtiene el hombre en
Cristo, por la gracia del Espíritu Santo137 y de la destinación a la
gracia y a la gloria.138 Reflexionando siempre de nuevo sobre todo
esto, aceptándolo con una fe cada vez más consciente y con un amor cada vez más
firme, la Iglesia se hace al mismo tiempo más idónea al servicio del hombre, al
que Cristo Señor la llama cuando dice: «El Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir».139 La Iglesia cumple este ministerio suyo,
participando en el «triple oficio» que es propio de su mismo Maestro y
Redentor. Esta doctrina, con su fundamento bíblico, ha sido expuesta con plena
claridad, ha sido sacada a la luz de nuevo por el Concilio Vaticano II, con
gran ventaja para la vida de la Iglesia. Cuando, efectivamente, nos hacemos
conscientes de la participación en la triple misión de Cristo, en su triple
oficio —sacerdotal, profético y real—, 140 nos hacemos también más
conscientes de aquello a lo que debe servir toda la Iglesia, como sociedad y
comunidad del Pueblo de Dios sobre la tierra, comprendiendo asimismo cuál debe
ser la participación de cada uno de nosotros en esta misión y servicio.
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