19. La Iglesia responsable de la verdad
Así, a la luz de la sagrada doctrina del
Concilio Vaticano II, la Iglesia se presenta ante nosotros como sujeto social
de la responsabiIidad de la verdad divina. Con profunda emoción escuchamos a
Cristo mismo cuando dice: «La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me
ha enviado».141 En esta afirmación de nuestro Maestro, ¿no se advierte
quizás la responsabilidad por la verdad revelada, que es «propiedad» de Dios
mismo, si incluso Él, «Hijo unigénito» que vive «en el seno del
Padre»,142 cuando la transmite como profeta y maestro, siente la
necesidad de subrayar que actúa en fidelidad plena a su divina fuente? La misma
fidelidad debe ser una cualidad constitutiva de la fe de la Iglesia, ya sea
cuando enseña, ya sea cuando la profesa. La fe, como virtud sobrenatural
específica infundida en el espíritu humano, nos hace partícipes del
conocimiento de Dios, como respuesta a su Palabra revelada. Por esto se exige
de la Iglesia, cuando profesa y enseña la fe, esté intimamente unida a la
verdad divina 143 y la traduzca en conductas vividas de «rationabile
obsequium»,144 obsequio conforme con la razón. Cristo mismo, para
garantizar la fidelidad a la verdad divina, prometió a la Iglesia la asistencia
especial del Espíritu de verdad, dio el don de la infalibilidad 145 a
aquellos a quienes ha confiado el mandato de transmitir esta verdad y de
enseñarla 146 —como había definido ya claramente el Concilio Vaticano I
147 y, después, repitió el Concilio Vaticano II 148— y dotó,
además, a todo el Pueblo de Dios de un especial sentido de la fe.149
Por consiguiente, hemos sido hechos partícipes
de esta misión de Cristo, profeta, y en virtud de la misma misión, junto con Él
servimos la verdad divina en la Iglesia. La responsabilidad de esta verdad
significa también amarla y buscar su comprensión más exacta, para hacerla más
cercana a nosotros mismos y a los demás en toda su fuerza salvífica, en su
esplendor, en su profundidad y sencillez juntamente. Este amor y esta
aspiración a comprender la verdad deben ir juntas, como demuestran las vidas de
los Santos de la Iglesia. Ellos estaban iluminados por la auténtica luz que
aclara la verdad divina, porque se aproximaban a esta verdad con veneración y
amor: amor sobre todo a Cristo, Verbo viviente de la verdad divina y, luego,
amor a su expresión humana en el Evangelio, en la tradición y en la teología.
También hoy son necesarias, ante todo, esta comprensión y esta interpretación
de la Palabra divina; es necesaria esta teología. La teología tuvo siempre y
continúa teniendo una gran importancia, para que la Iglesia, Pueblo de Dios,
pueda de manera creativa y fecunda participar en la misión profética de Cristo.
Por esto, los teólogos, como servidores de la verdad divina, dedican sus
estudios y trabajos a una comprensión siempre más penetrante de la misma, no
pueden nunca perder de vista el significado de su servicio en la Iglesia,
incluido en el concepto del «intellectus fidei». Este concepto funciona, por
así decirlo, con ritmo bilateral, según la expresión de S. Agustín: «intellege,
ut credas; crede, ut intellegas»,150 y funciona de manera correcta
cuando ellos buscan servir al Magisterio, confiado en la Iglesia a los Obispos,
unidos con el vínculo de la comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro, y
cuando ponen al servicio su solicitud en la enseñanza y en la pastoral, como
también cuando se ponen al servicio de los compromisos apostólicos de todo el
Pueblo de Dios.
Como en las épocas anteriores, así también hoy
—y quizás todavía más— los teólogos y todos los hombres de ciencia en la
Iglesia están llamados a unir la fe con la ciencia y la sabiduría, para
contribuir a su recíproca compenetración, como leemos en la oración litúrgica
en la fiesta de San Alberto, doctor de la Iglesia. Este compromiso hoy se ha
ampliado enormemente por el progreso de la ciencia humana, de sus métodos y de
sus conquistas en el conocimiento del mundo y del hombre. Esto se refiere tanto
a las ciencias exactas, como a las ciencias humanas, así como también a la
filosofía, cuya estrecha trabazón con la teología ha sido recordada por el
Concilio Vaticano II.151
En este campo del conocimiento humano, que
continuamente se amplía y al mismo tiempo se diferencia, también la fe debe
profundizarse constantemente, manifestando la dimensión del misterio revelado y
tendiendo a la comprensión de la verdad, que tiene en Dios la única fuente
suprema. Si es lícito —y es necesario incluso desearlo— que el enorme trabajo
por desarrollar en este sentido tome en consideración un cierto pluralismo de
métodos, sin embargo dicho trabajo no puede alejarse de la unidad fundamental
en la enseñanza de la Fe y de la Moral, como fin que le es propio. Es, por
tanto, indispensable una estrecha colaboración de la teología con el
Magisterio. Cada teólogo debe ser particularmente consciente de lo que Cristo
mismo expresó, cuando dijo: «La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que
me ha enviado».152 Nadie, pues, puede hacer de la teología una especie
de colección de los propios conceptos personales; sino que cada uno debe ser
consciente de permanecer en estrecha unión con esta misión de enseñar la
verdad, de la que es responsable la Iglesia.
La participación en la misión profética de
Cristo mismo forja la vida de toda la Iglesia, en su dimensión fundamental. Una
participación particular en esta misión compete a los Pastores de la Iglesia,
los cuales enseñan y, sin interrupción y de diversos modos, anuncian y
transmiten la doctrina de la fe y de la moral cristiana. Esta enseñanza, tanto
bajo el aspecto misionero como bajo el ordinario, contribuye a reunir al Pueblo
de Dios en torno a Cristo, prepara a la participación en la Eucaristía, indica
los caminos de la vida sacramental. El Sínodo de los Obispos, en 1977, dedicó
una atención especial a la catequesis en el mundo contemporáneo, y el fruto
maduro de sus deliberaciones, experiencias y sugerencias encontrará, dentro de
poco, su concreción —según la propuesta de los participantes en el Sínodo— en
un expreso Documento pontificio. La catequesis constituye, ciertamente, una
forma perenne y al mismo tiempo fundamental de la actividad de la Iglesia, en
la que se manifiesta su carisma profético: testimonio y enseñanza van unidos. Y
aunque aquí se habla en primer lugar de los Sacerdotes, no es posible no
recordar también el gran número de Religiosos y Religiosas, que se dedican a la
actividad catequística por amor al divino Maestro. Sería, en fin, difícil no
mencionar a tantos laicos, que en esta actividad encuentran la expresión de su
fe y de la responsabilidad apostólica.
Además, es cada vez más necesario procurar que
las distintas formas de catequesis y sus diversos campos —empezando por la
forma fundamental, que es la catequesis «familiar», es decir, la catequesis de los
padres a sus propios hijos— atestigüen la participación universal de todo el
Pueblo de Dios en el oficio profético de Cristo mismo. Conviene que, unida a
este hecho, la responsabilidad de la Iglesia por la verdad divina sea cada vez
más, y de distintos modos, compartida por todos. ¿Y qué decir aquí de los
especialistas en las distintas materias, de los representantes de las ciencias
naturales, de las letras, de los médicos, de los juristas, de los hombres del
arte y de la técnica, de los profesores de los distintos grados y
especializaciones? Todos ellos —como miembros del Pueblo de Dios— tienen su
propia parte en la misión profética de Cristo, en su servicio a la verdad
divina, incluso mediante la actitud honesta respecto a la verdad, en cualquier
campo que ésta pertenezca, mientras educan a los otros en la verdad y los
enseñan a madurar en el amor y la justicia. Así, pues, el sentido de
responsabilidad por la verdad es uno de los puntos fundamentales de encuentro
de la Iglesia con cada hombre, y es igualmente una de las exigencias
fundamenales, que determinan la vocación del hombre en la comunidad de la
Iglesia. La Iglesia de nuestros tiempos, guiada por el sentido de
responsabilidad por la verdad, debe perseverar en la fidelidad a su propia
naturaleza, a la cual toca la misión profética que procede de Cristo mismo:
«Como me envió mi Padre, así os envio yo ... Recibid el Espíritu
Santo».153
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