21. Vocación cristiana: servir y reinar
El Concilio Vaticano II, construyendo desde la
misma base la imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios —a través de la indicación
de la triple misión del mismo Cristo, participando en ella, nosotros formamos
verdaderamente parte del pueblo de Dios— ha puesto de relieve también esta
característica de la vocación cristiana, que puede definirse «real». Para
presentar toda la riqueza de la doctrina conciliar, haría falta citar numerosos
capítulos y párrafos de la Constitución Lumen
gentium y otros documentos conciliares. En medio de tanta riqueza, parece
que emerge un elemento: la participación en la misión real de Cristo, o sea el
hecho de re-descubrir en sí y en los demás la particular dignidad de nuestra
vocación, que puede definirse como «realeza». Esta dignidad se expresa en la
disponibilidad a servir, según el ejemplo de Cristo, que «no ha venido para ser
servido, sino para servir».181 Si, por consiguiente, a la luz de esta
actitud de Cristo se puede verdaderamente «reinar» sólo «sirviendo», a la vez
el «servir» exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el
«reinar». Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber
dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio.
Nuestra participación en la misión real de Cristo —concretamente en su «función
real» (munus— está íntimamente unida
a todo el campo de la moral cristiana y a la vez humana.
El Concilio Vaticano II, presentando el cuadro
completo del Pueblo de Dios, recordando qué puesto ocupan en él no sólo los
sacerdotes, sino también los seglares, no sólo los representantes de la
Jerarquía, sino además los de los Institutos de vida consagrada, no ha sacado
esta imagen únicamente de una premisa sociológica. La Iglesia, como sociedad
humana, puede sin duda ser también examinada según las categorías de las que se
sirven las ciencias en sus relaciones hacia cualquier tipo de sociedad. Pero
estas categorías son insuficientes. Para la entera comunidad del Pueblo de Dios
y para cada uno de sus miembros, no se trata sólo de una específica
«pertenencia social», sino que es más bien esencial, para cada uno y para
todos, una concreta «vocación».
En efecto, la Iglesia como Pueblo de Dios
—según la enseñanza antes citada de San Pablo y recordada admirablemente por
Pío XII— es también «Cuerpo Místico de Cristo».182 La pertenencia al
mismo proviene de una llamada particular, unida a la acción salvífica de la
gracia. Si, por consiguiente, queremos tener presente esta comunidad del Pueblo
de Dios, tan amplia y tan diversa, debemos sobre todo ver a Cristo, que dice en
cierto modo a cada miembro de esta comunidad: «Sígueme».183 Esta es la
comunidad de los discípulos; cada uno de ellos, de forma diversa, a veces muy
consciente y coherente, a veces con poca responsabilidad y mucha incoherencia,
sigue a Cristo. En esto se manifiesta también la faceta profundamente «personal»
y la dimensión de esta sociedad, la cual —a pesar de todas las deficiencias de
la vida comunitaria, en el sentido humano de la palabra— es una comunidad por
el mero hecho de que todos la constituyen con Cristo mismo, entre otras razones
por que llevan en sus almas el signo indeleble del ser cristiano.
El Concilio Vaticano II ha dedicado una
especial atención a demostrar de qué modo esta comunidad «ontológica» de los
discípulos y de los confesores debe llegar a ser cada vez más, incluso
«humanamente», una comunidad consciente de la propia vida y actividad. Las
iniciativas del Concilio en este campo han encontrado su continuidad en las
numerosas y ulteriores iniciativas de carácter sinodal, apostólico y
organizativo. Debemos, sin embargo, ser siempre conscientes de que cada
iniciativa en tanto sirve a la verdadera renovación de la Iglesia, y en tanto
contribuye a aportar la auténtica luz que es Cristo,184 en cuanto se
basa en el adecuado conocimiento de la vocación y de la responsabilidad por
esta gracia singular, única e irrepetible, mediante la cual todo cristiano en
la comunidad del Pueblo de Dios construye el Cuerpo de Cristo. Este principio,
regla-clave de toda la praxis cristiana —praxis apostólica y pastoral, praxis
de la vida interior y de la social— debe aplicarse de modo justo a todos los
hombres y a cada uno de los mismos. También el Papa, como cada Obispo, debe
aplicarla en su vida. Los sacerdotes, los religiosos y religiosas deben ser
fieles a este principio. En base al mismo, tienen que construir sus vidas los
esposos, los padres, las mujeres y los hombres de condición y profesión
diversas, comenzando por los que ocupan en la sociedad los puestos más altos y
finalizando por los que desempeñan las tareas más humildes. Este es
precisamente el principio de aquel «servicio real», que nos impone a cada uno,
según el ejemplo de Cristo, el deber de exigirnos exactamente aquello a lo que
hemos sido llamados, a lo que —para responder a la vocación— nos hemos
comprometido personalmente, con la gracia de Dios. Tal fidelidad a la vocación
recibida de Dios, a través de Cristo, lleva consigo aquella solidaria
responsabilidad por la Iglesia en la que el Concilio Vaticano II quiere educar
a todos los cristianos. En la Iglesia, en efecto, como en la comunidad del
Pueblo de Dios, guiada por la actuación del Espíritu Santo, cada uno tiene «el
propio don», como enseña San Pablo.185 Este «don», a pesar de ser una
vocación personal y una forma de participación en la tarea salvífica de la
Iglesia, sirve a la vez a los demás, construye la Iglesia y las comunidades
fraternas en las varias esferas de la existencia humana sobre la tierra.
La fidelidad a la vocación, o sea la
perseverante disponibilidad al «servicio real», tiene un significado particular
en esta múltiple construcción, sobre todo en lo concerniente a las tareas más
comprometidas, que tienen una mayor influencia en la vida de nuestro prójimo y
de la sociedad entera. En la fidelidad a la propia vocación deben distinguirse
los esposos, como exige la naturaleza indisoluble de la institución sacramental
del matrimonio. En una línea de similar fidelidad a su propia vocación deben
distinguirse los sacerdotes, dado el carácter indeleble que el sacramento del
Orden imprime en sus almas. Recibiendo este sacramento, nosotros en la Iglesia
Latina nos comprometemos consciente y libremente a vivir el celibato, y por lo
tanto cada uno de nosotros debe hacer todo lo posible, con la gracia de Dios,
para ser agradecido a este don y fiel al vínculo aceptado para siempre. Esto,
al igual que los esposos, que deben con todas sus fuerzas tratar de perseverar
en la unión matrimonial, construyendo con el testimonio del amor la comunidad
familiar y educando nuevas generaciones de hombres, capaces de consagrar
también ellos toda su vida a la propia vocación, o sea, a aquel «servicio
real», cuyo ejemplo más hermoso nos lo ha ofrecido Jesucristo. Su Iglesia, que
todos nosotros formamos, es «para los hombres» en el sentido que, basándonos en
el ejemplo de Cristo186 y colaborando con la gracia que Él nos ha
alcanzado, podamos conseguir aquel «reinar», o sea, realizar una humanidad
madura en cada uno de nosotros. Humanidad madura significa pleno uso del don de
la libertad, que hemos obtenido del Creador, en el momento en que Él ha llamado
a la existencia al hombre hecho a su imagen y semejanza. Este don encuentra su
plena realización en la donación sin reservas de toda la persona humana
concreta, en espíritu de amor nupcial a Cristo y, a través de Cristo, a todos
aquellos a los que Él envía, hombres o mujeres, que se han consagrado
totalmente a Él según los consejos evangélicos. He aquí el ideal de la vida
religiosa, aceptado por las Órdenes y Congregaciones, tanto antiguas como
recientes, y por los Institutos de vida consagrada.
En nuestro tiempo se considera a veces
erróneamente que la libertad es fin en sí misma, que todo hombre es libre
cuando usa de ella como quiere, que a esto hay que tender en la vida de los
individuos y de las sociedades. La libertad en cambio es un don grande sólo
cuando sabemos usarla responsablemente para todo lo que es el verdadero bien.
Cristo nos enseña que el mejor uso de la libertad es la caridad que se realiza
en la donación y en el servicio. Para tal «libertad nos ha liberado
Cristo»187 y nos libera siempre. La Iglesia saca de aquí la inspiración
constante, la invitación y el impulso para su misión y para su servicio a todos
los hombres. La Iglesia sirve de veras a la humanidad, cuando tutela esta
verdad con atención incansable, con amor ferviente, con empeño maduro y cuando
en toda la propia comunidad, mediante la fidelidad de cada uno de los
cristianos a la vocación, la transmite y la hace concreta en la vida humana. De
este modo se confirma aquello, a lo que ya hicimos referencia anteriormente, es
decir, que el hombre es y se hace siempre la «vía» de la vida cotidiana de la
Iglesia.
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