2. María en la vida de
la Iglesia y de cada cristiano
42.
El Concilio Vaticano II, siguiendo la Tradición, ha dado nueva luz sobre el
papel de la Madre de Cristo en la vida de la Iglesia. « La Bienaventurada
Virgen, por el don ... de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo
Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente
a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, a saber: en el orden de la fe,
de la caridad y de la perfecta unión con Cristo ».117 Ya hemos visto
anteriormente como María permanece, desde el comienzo, con los apóstoles a la
espera de Pentecostés y como, siendo « feliz la que ha creído », a través de
las generaciones está presente en medio de la Iglesia peregrina mediante la fe
y como modelo de la esperanza que no desengaña (cf. Rom 5, 5).
María creyó
que se cumpliría lo que le había dicho el Señor. Como Virgen, creyó que
concebiría y daría a luz un hijo: el « Santo », al cual corresponde el nombre
de « Hijo de Dios », el nombre de « Jesús » (Dios que salva). Como esclava del
Señor, permaneció perfectamente fiel a la persona y a la misión de este Hijo.
Como madre, « creyendo y obedeciendo, engendró
en la tierra al mismo Hijo del Padre, y
esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo ».118
Por estos
motivos María « con razón es honrada con especial culto por la Iglesia; ya
desde los tiempos más antiguos ... es honrada con el título de Madre de Dios, a
cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus
súplicas ».119 Este culto es del todo particular: contiene en sí y expresa aquel profundo vínculo existente
entre la Madre de Cristo y la
Iglesía.120 Como virgen y madre, María es para la Iglesia un «
modelo perenne ». Se puede decir, pues, que, sobre todo según este aspecto, es
decir como modelo o, más bien como « figura », María, presente en el misterio
de Cristo, está también constantemente presente en el misterio de la Iglesia.
En efecto, también la Iglesia « es llamada madre y virgen », y estos nombres
tienen una profunda justificación bíblica y teológica.121
43. La Iglesia « se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con
fidelidad ».122 Igual que María creyó la primera, acogiendo la palabra
de Dios que le fue revelada en la anunciación, y permaneciendo fiel a ella en
todas sus pruebas hasta la Cruz, así la Iglesia llega a ser Madre cuando, acogiendo con fidelidad la palabra de Dios, «
por la predicación y el bautismo engendra
para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo
y nacidos de Dios ».123 Esta característica « materna » de la Iglesia
ha sido expresada de modo particularmente vigoroso por el Apóstol de las
gentes, cuando escribía: « ¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de
parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros! » (Gál 4, 19). En estas palabras de san Pablo está contenido un
indicio interesante de la conciencia materna de la Iglesia primitiva, unida al
servicio apostólico entre los hombres. Esta conciencia permitía y permite
constantemente a la Iglesia ver el misterio de su vida y de su misión a ejemplo de la misma Madre del Hijo, que
es el « primogénito entre muchos hermanos » (Rom 8, 29).
Se puede
afirmar que la Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce
la dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza
sacramental, « contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y
cumpliendo fielmente la voluntad del Padre ».124 Si la Iglesia es signo
e instrumento de la unión íntima con Dios, lo es por su maternidad, porque,
vivificada por el Espíritu, « engendra » hijos e hijas de la familia humana a
una vida nueva en Cristo. Porque, al igual que María está al servicio del misterio de la encarnación, así la Iglesia permanece al servicio del misterio de la adopción como
hijos por medio de la gracia.
Al mismo
tiempo, a ejemplo de María, la Iglesia es la virgen fiel al propio esposo: «
también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al
Esposo ».125 La Iglesia es, pues, la esposa de Cristo, como resulta de
las cartas paulinas (cf. Ef 5, 21-33;
2 Co
11, 2) y de la expresión joánica « la esposa del Cordero » (Ap 21, 9). Si la Iglesia como esposa custodia « la fe prometida a Cristo », esta fidelidad, a pesar de que en la
enseñanza del Apóstol se haya convertido en imagen del matrimonio (cf. Ef 5, 23-33), posee también el valor
tipo de la total donación a Dios en el celibato « por el Reino de los cielos »,
es decir de la virginidad consagrada a
Dios (cf. Mt 19, 11-12; 2 Cor
11, 2). Precisamente esta virginidad, siguiendo el ejemplo de la Virgen de
Nazaret, es fuente de una especial fecundidad espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu Santo.
Pero la Iglesia custodia también la fe recibida de Cristo; a ejemplo de María,
que guardaba y meditaba en su corazón (cf. Lc
2, 19. 51) todo lo relacionado con su Hijo divino, está dedicada a
custodiar la Palabra de Dios, a indagar sus riquezas con discernimiento y
prudencia con el fin de dar en cada época un testimonio fiel a todos los
hombres.126
44.
Ante esta ejemplaridad, la Iglesia se encuentra con María e intenta asemejarse
a ella: « Imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo
conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad
».127 Por consiguiente, María está presente en el misterio de la
Iglesia como modelo. Pero el misterio
de la Iglesia consiste también en el hecho de engendrar a los hombres a una
vida nueva e inmortal: es su maternidad en el Espíritu Santo. Y aquí María no
sólo es modelo y figura de la Iglesia, sino mucho más. Pues, « con materno amor coopera a la generación y
educación » de los hijos e hijas
de la madre Iglesia. La maternidad de la Iglesia se lleva a cabo no sólo según
el modelo y la figura de la Madre de Dios, sino también con su « cooperación ».
La Iglesia recibe copiosamente de
esta cooperación, es decir de la mediación materna, que es característica de
María, ya que en la tierra ella cooperó a la generación y educación de los
hijos e hijas de la Iglesia, como Madre de aquel Hijo « a quien Dios constituyó
como hermanos ».128
En ello
cooperó —como enseña el Concilio Vaticano II— con materno amor.129 Se
descubre aquí el valor real de las palabras dichas por Jesús a su madre cuando
estaba en la Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu hijo » y al discípulo: « Ahí tienes
a tu madre » (Jn 19, 26-27). Son
palabras que determinan el lugar de María
en la vida de los discípulos de Cristo y expresan —como he dicho ya— su
nueva maternidad como Madre del Redentor: la maternidad espiritual, nacida de
lo profundo del misterio pascual del Redentor del mundo. Es una maternidad en
el orden de la gracia, porque implora el don del Espíritu Santo que suscita los
nuevos hijos de Dios, redimidos mediante el sacrificio de Cristo: aquel
Espíritu que, junto con la Iglesia, María ha recibido también el día de
Pentecostés.
Esta
maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo
cristiano en el sagrado Banquete —celebración litúrgica del misterio de la
Redención—, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se
hace presente.
Con razón
la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto
a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como
oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de
los movimientos contemporáneos incluso los juveniles, en la pastoral de los Santuarios
marianos María guía a los fieles a la
Eucaristía.
45. Es esencial a la maternidad la
referencia a la persona. La maternidad determina siempre una relación única e irrepetible entre dos personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con
la Madre. Aun cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación
personal con cada uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia. En efecto, cada hijo es engendrado
de un modo único e irrepetible, y esto vale tanto para la madre como para el
hijo. Cada hijo es rodeado del mismo modo por aquel amor materno, sobre el que
se basa su formación y maduración en la humanidad.
Se puede
afirmar que la maternidad « en el orden de la gracia » mantiene la analogía con
cuanto a en el orden de la naturaleza » caracteriza la unión de la madre con el
hijo. En esta luz se hace más comprensible el hecho de que, en el testamento de
Cristo en el Gólgota, la nueva maternidad de su madre haya sido expresada en
singular, refiriéndose a un hombre: « Ahí tienes a tu hijo ».
Se puede
decir además que en estas mismas palabras está indicado plenamente el motivo de la dimensión mariana de la vida de los
discípulos de Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba
a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo
discípulo de Cristo, de todo cristiano. El Redentor confía su madre al
discípulo y, al mismo tiempo, se la da como madre. La maternidad de María, que
se convierte en herencia del hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. El Redentor confía María a Juan, en
la medida en que confía Juan a María. A los pies de la Cruz comienza aquella
especial entrega del hombre a la Madre de
Cristo, que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y expresado
posteriormente de modos diversos. Cuando el mismo apóstol y evangelista,
después de haber recogido las palabras dichas por Jesús en la Cruz a su Madre y
a él mismo, añade: « Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa » (Jn 19,27). Esta afirmación quiere decir
con certeza que al discípulo se atribuye el papel de hijo y que él cuidó de la
Madre del Maestro amado. Y ya que María fue dada como madre personalmente a él,
la afirmación indica, aunque sea indirectamente, lo que expresa la relación
íntima de un hijo con la madre. Y todo esto se encierra en la palabra « entrega
». La entrega es la respuesta al amor
de una persona y, en concreto, al amor de
la madre.
La
dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta de modo
especial precisamente mediante esta entrega filial respecto a la Madre de Dios,
iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota. Entregándose filialmente
a María, el cristiano, como el apóstol Juan, « acoge entre sus cosas propias »
130 a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida
interior, es decir, en su « yo » humano y cristiano: « La acogió en su casa » Así el cristiano, trata de entrar en el
radio de acción de aquella « caridad materna », con la que la Madre del Redentor
« cuida de los hermanos de su Hijo »,131 « a cuya generación y
educación coopera » 132 según la medida del don, propia de cada uno por
la virtud del Espíritu de Cristo. Así se manifiesta también aquella maternidad
según el espíritu, que ha llegado a ser la función de María a los pies de la
Cruz y en el cenáculo.
46.
Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre no sólo tiene su comienzo en Cristo, sino que se puede
decir que definitivamente se orienta hacia
él. Se puede afirmar que María sigue repitiendo a todos las mismas palabras
que dijo en Caná de Galilea: « Haced lo que él os diga ». En efecto es él,
Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres; es él « el Camino, la
Verdad y la Vida » (Jn 4, 6); es él a
quien el Padre ha dado al mundo, para que el hombre « no perezca, sino que
tenga vida eterna » (Jn 3, 16). La
Virgen de Nazaret se ha convertido en la primera « testigo » de este amor
salvífico del Padre y desea permanecer
también su humilde esclava siempre y por todas partes. Para todo cristiano
y todo hombre, María es la primera que « ha creído », y precisamente con esta
fe suya de esposa y de madre quiere actuar sobre todos los que se entregan a
ella como hijos. Y es sabido que cuanto más estos hijos perseveran en esta
actitud y avanzan en la misma, tanto más María les acerca a la « inescrutable
riqueza de Cristo » (Ef 3, 8). E
igualmente ellos reconocen cada vez mejor la dignidad del hombre en toda su
plenitud, y el sentido definitivo de su vocación, porque « Cristo ...
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre ».133
Esta
dimensión mariana en la vida cristiana adquiere un acento peculiar respecto a
la mujer y a su condición. En efecto, la feminidad tiene una relación singular con la Madre del
Redentor, tema que podrá profundizarse en otro lugar. Aquí sólo deseo poner de
relieve que la figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal por el mismo hecho
de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha
entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por lo tanto, se puede
afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir
dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz
de María, la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza,
que es espejo de los más altos sentimientos, de que es capaz el corazón humano:
la oblación total del amor, la fuerza que sabe resistir a los más grandes
dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad
de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.
47.
Durante el Concilio Pablo VI proclamó solemnemente que María es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de
Dios, tanto de los fieles como de los pastores ».134 Más tarde, el año
1968 en la Profesión de fe, conocida bajo el nombre de « Credo del pueblo de
Dios », ratificó esta afirmación de forma aún más comprometida con las palabras
« Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia
continúa en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo,
cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los
redimidos ».135
El magisterio del Concilio ha subrayado que la verdad sobre
la Santísima Virgen, Madre de Cristo, constituye un medio eficaz para la
profundización de la verdad sobre la Iglesia. El mismo Pablo VI, tomando la
palabra en relación con la Constitución Lumen
gentium, recién aprobada por el Concilio, dijo: « El conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la clave para la exacta comprensión del misterio de Cristo
y de la Iglesia ».136 María está presente en la Iglesia como Madre de
Cristo y, a la vez, como aquella Madre que Cristo, en el misterio de la
redención, ha dado al hombre en la persona del apóstol Juan. Por consiguiente,
María acoge, con su nueva maternidad en el Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge también a todos y a
cada uno por medio de la Iglesia. En este sentido María, Madre de la
Iglesia, es también su modelo. En efecto, la Iglesia —como desea y pide
Pablo VI— « encuentra en ella (María) la más auténtica forma de la perfecta
imitación de Cristo ».137
Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de Cristo
con la Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella « mujer » que, desde los primeros
capítulos del Libro del Génesis hasta
el Apocalipsis, acompaña la
revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues María,
presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en
aquella « dura batalla contra el poder de las tinieblas » 138 que se
desarrolla a lo largo de toda la historia humana. Y por esta identificación
suya eclesial con la « mujer vestida de sol » (Ap 12, 1),139 se puede afirmar que « la Iglesia en la
Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni
arruga »; por esto, los cristianos, alzando con fe los ojos hacia María a lo
largo de su peregrinación terrena, « aún se esfuerzan en crecer en la santidad
».140 María, la excelsa hija de Sión, ayuda a todos los hijos —donde y
como quiera que vivan— a encontrar en
Cristo el camino hacia la casa del Padre.
Por consiguiente, la Iglesia, a lo largo de toda su vida,
mantiene con la Madre de Dios un vínculo que comprende, en el misterio
salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la venera como madre
espiritual de la humanidad y abogada de gracia.
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