CONCLUSIÓN
51. Al final de la cotidiana liturgia de
las Horas se eleva, entre otras, esta invocación de la Iglesia a María: «
Salve, Madre soberana del Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella
del mar; socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que para
asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador ».
« Para asombro de la naturaleza ». Estas palabras de la
antífona expresan aquel asombro de la fe,
que acompaña el misterio de la maternidad divina de María. Lo acompaña, en
cierto sentido, en el corazón de todo lo creado y, directamente, en el corazón
de todo el Pueblo de Dios, en el corazón de la Iglesia. Cuán admirablemente
lejos ha ido Dios, creador y señor de todas las cosas, en la « revelación de sí
mismo » al hombre.147 Cuán claramente ha superado todos los espacios de
la infinita « distancia » que separa al creador de la criatura. Si en sí mismo
permanece inefable e inescrutable, más
aún es inefable e inescrutable en la
realidad de la Encarnación del Verbo, que se hizo hombre por medio de la
Virgen de Nazaret.
Si El ha querido llamar eternamente al hombre a participar
de la naturaleza divina (cf. 2 P 1,
4), se puede afirmar que ha predispuesto la « divinización » del hombre según
su condición histórica, de suerte que, después del pecado, está dispuesto a
restablecer con gran precio el designio eterno de su amor mediante la «
humanización » del Hijo, consubstancial a El. Todo lo creado y, más
directamente, el hombre no puede menos de quedar asombrado ante este don, del
que ha llegado a ser partícipe en el Espíritu Santo: « Porque tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único » (Jn
3, 16).
En el centro de este
misterio, en lo más vivo de este asombro de la fe, se halla María, Madre
soberana del Redentor, que ha sido la primera en experimentar: « tú que para
asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador ».
52. En la palabras de esta antífona
litúrgica se expresa también la verdad
del « gran cambio », que se ha
verificado en el hombre mediante el misterio de la Encarnación. Es un cambio
que pertenece a toda su historia, desde aquel comienzo que se ha revelado en los
primeros capítulos del Génesis hasta
el término último, en la perspectiva del fin del mundo, del que Jesús no nos ha
revelado « ni el día ni la hora » (Mt
25, 13). Es un cambio incesante y continuo entre el caer y el levantarse, entre
el hombre del pecado y el hombre de la gracia y de la justicia. La liturgia,
especialmente en Adviento, se coloca en el centro neurálgico de este cambio, y
toca su incesante « hoy y ahora », mientras exclama: « Socorre al pueblo que
sucumbe y lucha por levantarse ».
Estas palabras se refieren a todo hombre, a las comunidades,
a las naciones y a los pueblos, a las generaciones y a las épocas de la
historia humana, a nuestros días, a estos años del Milenio que está por
concluir: « Socorre, si, socorre al pueblo que sucumbe ».
Esta es la invocación dirigida a María, « santa Madre del
Redentor », es la invocación dirigida a Cristo, que por medio de María ha
entrado en la historia de la humanidad. Año tras año, la antífona se eleva a
María, evocando el momento en el que se ha realizado este esencial cambio
histórico, que perdura irreversiblemente: el cambio entre el « caer » y el «
levantarse ».
La humanidad ha hecho admirables descubrimientos y ha
alcanzado resultados prodigiosos en el campo de la ciencia y de la técnica, ha
llevado a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la civilización, y en
épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de la historia.
Pero el cambio fundamental, cambio que se puede definir « original », acompaña
siempre el camino del hombre y, a través de los diversos acontecimientos
históricos, acompaña a todos y a cada uno. Es el cambio entre el « caer » y el
« levantarse », entre la muerte y la vida. Es también un constante desafío a las conciencias humanas, un desafío a toda
la conciencia histórica del hombre: el desafío a seguir la vía del « no caer »
en los modos siempre antiguos y siempre nuevos, y del « levantarse », si ha
caído.
Mientras con toda la humanidad se acerca al confín de los
dos Milenios, la Iglesia, por su parte, con toda la comunidad de los creyentes
y en unión con todo hombre de buena voluntad, recoge el gran desafío contenido
en las palabras de la antífona sobre el « pueblo que sucumbe y lucha por
levantarse » y se dirige conjuntamente al Redentor y a su Madre con la invocación
« Socorre ». En efecto, la Iglesia ve —y lo confirma esta plegaria— a la
Bienaventurada Madre de Dios en el misterio salvífico de Cristo y en su propio
misterio; la ve profundamente arraigada en la historia de la humanidad, en la
eterna vocación del hombre según el designio providencial que Dios ha
predispuesto eternamente para él; la ve maternalmente presente y partícipe en
los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los
individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo
cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que « no caiga »
o, si cae, « se levante ».
Deseo fervientemente que las reflexiones contenidas en esta
Encíclica ayuden también a la renovación de esta visión en el corazón de todos
los creyentes.
Como Obispo de Roma, envío a todos, a los que están
destinadas las presentes consideraciones, el beso de la paz, el saludo y la
bendición en nuestro Señor Jesucristo. Así sea.
Dado
en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del
Señor del año 1987, noveno de mi Pontificado.
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