« Nadie va al Padre
sino por mí » (Jn 14, 6)
5.
Remontándonos a los orígenes de la Iglesia, vemos afirmado claramente que
Cristo es el único Salvador de la humanidad, el único en condiciones de revelar
a Dios y de guiar hacia Dios. A las autoridades religiosas judías que
interrogan a los Apóstoles sobre la curación del tullido realizada por Pedro,
éste responde: « Por el nombre de Jesucristo, el Nazareno, a quien vosotros
crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no
por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros... Porque no hay
bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos
salvarnos » (Act 4, 10. 12). Esta
afirmación, dirigida al Sanedrín, asume un valor universal, ya que para todos
—judíos y gentiles— la salvación no puede venir más que de Jesucristo.
La universalidad
de esta salvación en Cristo es afirmada en todo el Nuevo Testamento San Pablo
reconoce en Cristo resucitado al Señor: « Pues —escribe él— aun cuando se les
dé el nombre de dioses, bien en el cielo, bien en la tierra, de forma que hay
multitud de dioses y señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el
Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor,
Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros » (1 Cor
8, 5-6). Se confiesa a un único Dios y a un único Señor en contraste con la
multitud de « dioses » y « señores » que el pueblo admitía. Pablo reacciona
contra el politeísmo del ambiente religioso de su tiempo y pone de relieve la
característica de la fe cristiana: fe en un solo Dios y en un solo Señor,
enviado por Dios.
En el
Evangelio de san Juan esta universalidad salvífica de Cristo abarca los
aspectos de su misión de gracia, de verdad y de revelación: « La Palabra es la
luz verdadera que ilumina a todo hombre » (cf. Jn 1, 9). Y añade: « A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único,
que está en el seno del Padre, él lo ha revelado » (Jn 1, 18; cf. Mt 11, 27).
La revelación de Dios se hace definitiva y completa por medio de su Hijo
unigénito: « Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros
Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por
medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los
mundos » (Heb 1, 1-2; cf. Jn 14, 6). En esta Palabra definitiva de
su revelación, Dios se ha dado a conocer del modo más completo; ha dicho a la
humanidad quién es. Esta
autorrevelación definitiva de Dios es el motivo fundamental por el que la
Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar el
Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a conocer
sobre sí mismo.
Cristo es
el único mediador entre Dios y los hombres: « Porque hay un solo Dios, y
también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre
también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Este es el
testimonio dado en el tiempo oportuno, y de este testimonio —digo la verdad, no
miento— yo he sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los gentiles en la
fe y en la verdad » (1 Tim 2, 5-7;
cf. Heb 4, 14-16). Los hombres, pues,
no pueden entrar en comunión con Dios, si no es por medio de Cristo y bajo la
acción del Espíritu. Esta mediación suya única y universal, lejos de ser
obstáculo en el camino hacia Dios, es la via establecida por Dios mismo, y de ello
Cristo tiene plena conciencia. Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales,
de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y valor
únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas
y complementarias
6.
Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y
Jesucristo. San Juan afirma claramente que el Verbo, que « estaba en el
principio con Dios », es el mismo que « se hizo carne » (Jn 1, 2.14). Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e
inseparable: no se puede separar a Jesús de Cristo, ni hablar de un « Jesús de
la historia », que sería distinto del « Cristo de la fe ». La Iglesia conoce y
confiesa a Jesús como « el Cristo, el Hijo de Dios vivo » (Mt 16, 16). Cristo no es
sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la
salvación de todos. En Cristo « reside toda la plenitud de la divinidad
corporalmente » (Col 2, 9) y « de su
plenitud hemos recibido todos » (Jn
1, 16). El « Hijo único, que está en el seno del Padre » (Jn 1, 18), es el « Hijo de su amor, en quien tenemos la redención.
Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por
él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo
que hay en la tierra y en los cielos » (Col
1, 13-14.19-20). Es precisamente esta
singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y
universal, por lo cual, mientras está en la historia, es el centro y el fin de
la misma: 7 « Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin » (Ap 22, 13).
Si, pues,
es lícito y útil considerar los diversos aspectos del misterio de Cristo, no se
debe perder nunca de vista su unidad. Mientras vamos descubriendo y valorando
los dones de todas clases, sobre todo las riquezas espirituales, que Dios ha
concedido a cada pueblo, no podemos disociarlos de Jesucristo, centro del plan
divino de salvación. Así como « el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido,
en cierto modo, con todo hombre », así también « debemos creer que el Espíritu
Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en forma sólo de Dios conocida, se
asocien a este misterio pascual ».8 El designio divino es « hacer que
todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la
tierra » (Ef 1, 10).
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