III. EL AÑO 1989
22.
Partiendo de la situación mundial apenas descrita, y ya expuesta con amplitud
en la encíclica Sollicitudo rei socialis,
se comprende el alcance inesperado y prometedor de los acontecimientos
ocurridos en los últimos años. Su culminación es ciertamente lo ocurrido el año
1989 en los países de Europa central y oriental; pero abarcan un arco de tiempo
y un horizonte geográfico más amplios. A lo largo de los años ochenta van
cayendo poco a poco en algunos países de América Latina, e incluso de África y
de Asia, ciertos regímenes dictatoriales y opresores; en otros casos da
comienzo un camino de transición, difícil pero fecundo, hacia formas políticas
más justas y de mayor participación. Una ayuda importante e incluso decisiva la
ha dado la Iglesia, con su compromiso en
favor de la defensa y promoción de los derechos del hombre. En ambientes
intensamente ideologizados, donde posturas partidistas ofuscaban la conciencia
de la común dignidad humana, la Iglesia ha afirmado con sencillez y energía que
todo hombre —sean cuales sean sus convicciones personales— lleva dentro de sí
la imagen de Dios y, por tanto, merece respeto. En esta afirmación se ha
identificado con frecuencia la gran mayoría del pueblo, lo cual ha llevado a
buscar formas de lucha y soluciones políticas más respetuosas para con la
dignidad de la persona humana.
De este
proceso histórico han surgido nuevas formas de democracia, que ofrecen
esperanzas de un cambio en las frágiles estructuras políticas y sociales,
gravadas por la hipoteca de una dolorosa serie de injusticias y rencores,
aparte de una economía arruinada y de graves conflictos sociales. Mientras en
unión con toda la Iglesia doy gracias a Dios por el testimonio, en ocasiones
heroico, que han dado no pocos pastores, comunidades cristianas enteras, fieles
en particular y hombres de buena voluntad en tan difíciles circunstancias, le
pido que sostenga los esfuerzos de todos para construir un futuro mejor. Es
ésta una responsabilidad no sólo de los ciudadanos de aquellos países, sino
también de todos los cristianos y de los hombres de buena voluntad. Se trata de
mostrar cómo los complejos problemas de aquellos pueblos se pueden resolver por
medio del diálogo y de la solidaridad, en vez de la lucha para destruir al
adversario y en vez de la guerra.
23.
Entre los numerosos factores de la caída de los regímenes opresores, algunos
merecen ser recordados de modo especial. El factor decisivo que ha puesto en
marcha los cambios es sin duda alguna la violación de los derechos del
trabajador. No se puede olvidar que la crisis fundamental de los sistemas que
pretenden ser expresión del gobierno y, lo que es más, de la dictadura del
proletariado da comienzo con las grandes revueltas habidas en Polonia en nombre
de la solidaridad. Son las muchedumbres de los trabajadores las que
desautorizan la ideología, que pretende ser su voz; son ellas las que
encuentran y como si descubrieran de nuevo expresiones y principios de la
doctrina social de la Iglesia, partiendo de la experiencia, vivida y difícil,
del trabajo y de la opresión.
Merece ser
subrayado también el hecho de que casi en todas partes se haya llegado a la
caída de semejante «bloque» o imperio a través de una lucha pacífica, que
emplea solamente las armas de la verdad y de la justicia. Mientras el marxismo
consideraba que únicamente llevando hasta el extremo las contradicciones
sociales era posible darles solución por medio del choque violento, las luchas
que han conducido a la caída del marxismo insisten tenazmente en intentar todas
las vías de la negociación, del diálogo, del testimonio de la verdad, apelando
a la conciencia del adversario y tratando de despertar en éste el sentido de la
común dignidad humana.
Parecía
como si el orden europeo, surgido de la segunda guerra mundial y consagrado por
los Acuerdos de Yalta, ya no pudiese
ser alterado más que por otra guerra. Y sin embargo, ha sido superado por el
compromiso no violento de hombres que, resistiéndose siempre a ceder al poder
de la fuerza, han sabido encontrar, una y otra vez, formas eficaces para dar
testimonio de la verdad. Esta actitud ha desarmado al adversario, ya que la
violencia tiene siempre necesidad de justificarse con la mentira y de asumir,
aunque sea falsamente, el aspecto de la defensa de un derecho o de respuesta a
una amenaza ajena 54. Doy también gracias a Dios por haber mantenido
firme el corazón de los hombres durante aquella difícil prueba, pidiéndole que
este ejemplo pueda servir en otros lugares y en otras circunstancias. ¡Ojalá
los hombres aprendan a luchar por la justicia sin violencia, renunciando a la
lucha de clases en las controversias internas, así como a la guerra en las
internacionales!
24.
El segundo factor de crisis es, en verdad, la ineficiencia del sistema
económico, lo cual no ha de considerarse como un problema puramente técnico,
sino más bien como consecuencia de la violación de los derechos humanos a la
iniciativa, a la propiedad y a la libertad en el sector de la economía. A este
aspecto hay que asociar en un segundo momento la dimensión cultural y la
nacional. No es posible comprender al hombre, considerándolo unilateralmente a
partir del sector de la economía, ni es posible definirlo simplemente tomando
como base su pertenencia a una clase social. Al hombre se le comprende de
manera más exhaustiva si es visto en la esfera de la cultura a través de la
lengua, la historia y las actitudes que asume ante los acontecimientos
fundamentales de la existencia, como son nacer, amar, trabajar, morir. El punto
central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el
misterio más grande: el misterio de Dios. Las culturas de las diversas naciones
son, en el fondo, otras tantas maneras diversas de plantear la pregunta acerca
del sentido de la existencia personal. Cuando esta pregunta es eliminada, se
corrompen la cultura y la vida moral de las naciones. Por esto, la lucha por la
defensa del trabajo se ha unido espontáneamente a la lucha por la cultura y por
los derechos nacionales.
La
verdadera causa de las «novedades», sin embargo, es el vacío espiritual
provocado por el ateísmo, el cual ha dejado sin orientación a las jóvenes
generaciones y en no pocos casos las ha inducido, en la insoslayable búsqueda
de la propia identidad y del sentido de la vida, a descubrir las raíces
religiosas de la cultura de sus naciones y la persona misma de Cristo, como
respuesta existencialmente adecuada al deseo de bien, de verdad y de vida que
hay en el corazón de todo hombre. Esta búsqueda ha sido confortada por el
testimonio de cuantos, en circunstancias difíciles y en medio de la
persecución, han permanecido fieles a Dios. El marxismo había prometido
desenraizar del corazón humano la necesidad de Dios; pero los resultados han
demostrado que no es posible lograrlo sin trastocar ese mismo corazón.
25.
Los acontecimientos del año 1989 ofrecen un ejemplo de éxito de la voluntad de
negociación y del espíritu evangélico contra un adversario decidido a no
dejarse condicionar por principios morales: son una amonestación para cuantos,
en nombre del realismo político, quieren eliminar del ruedo de la política el
derecho y la moral. Ciertamente la lucha que ha desembocado en los cambios del
1989 ha exigido lucidez, moderación, sufrimientos y sacrificios; en cierto
sentido, ha nacido de la oración y hubiera sido impensable sin una ilimitada
confianza en Dios, Señor de la historia, que tiene en sus manos el corazón de
los hombres. Uniendo el propio sufrimiento por la verdad y por la libertad al
de Cristo en la cruz, es así como el hombre puede hacer el milagro de la paz y
ponerse en condiciones de acertar con el sendero a veces estrecho entre la
mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente
combatirlo, lo agrava.
Sin
embargo, no se pueden ignorar los innumerables condicionamientos, en medio de
los cuales viene a encontrarse la libertad individual a la hora de actuar: de
hecho la influencian, pero no la determinan; facilitan más o menos su
ejercicio, pero no pueden destruirla. No sólo no es lícito desatender desde el
punto de vista ético la naturaleza del hombre que ha sido creado para la
libertad, sino que esto ni siquiera es posible en la práctica. Donde la
sociedad se organiza reduciendo de manera arbitraria o incluso eliminando el
ámbito en que se ejercita legítimamente la libertad, el resultado es la
desorganización y la decadencia progresiva de la vida social.
Por otra
parte, el hombre creado para la libertad lleva dentro de sí la herida del
pecado original que lo empuja continuamente hacia el mal y hace que necesite la
redención. Esta doctrina no sólo es parte
integrante de la revelación cristiana, sino que tiene también un gran valor
hermenéutico en cuanto ayuda a comprender la realidad humana. El hombre tiende
hacia el bien, pero es también capaz del mal; puede trascender su interés
inmediato y, sin embargo, permanece vinculado a él. El orden social será tanto
más sólido cuanto más tenga en cuenta este hecho y no oponga el interés
individual al de la sociedad en su conjunto, sino que busque más bien los modos
de su fructuosa coordinación. De hecho, donde el interés individual es
suprimido violentamente, queda sustituido por un oneroso y opresivo sistema de
control burocrático que esteriliza toda iniciativa y creatividad. Cuando los
hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta
que hace imposible el mal, piensan también que pueden usar todos los medios,
incluso la violencia o la mentira, para realizarla. La política se convierte entonces
en una «religión secular», que cree ilusoriamente que puede construir el
paraíso en este mundo. De ahí que cualquier sociedad política, que tiene su
propia autonomía y sus propias leyes 55, nunca podrá confundirse con el
Reino de Dios. La parábola evangélica de la buena semilla y la cizaña (cf. Mt 13, 24-30; 36-43) nos enseña que
corresponde solamente a Dios separar a los seguidores del Reino y a los
seguidores del Maligno, y que este juicio tendrá lugar al final de los tiempos.
Pretendiendo anticipar el juicio ya desde ahora, el hombre trata de suplantar a
Dios y se opone a su paciencia.
Gracias al
sacrificio de Cristo en la cruz, la victoria del Reino de Dios ha sido
conquistada de una vez para siempre; sin embargo, la condición cristiana exige
la lucha contra las tentaciones y las fuerzas del mal. Solamente al final de
los tiempos, volverá el Señor en su gloria para el juicio final (cf. Mt 25, 31) instaurando los cielos nuevos
y la tierra nueva (cf. 2 Pe 3, 13; Ap 21, 1), pero, mientras tanto, la
lucha entre el bien y el mal continúa incluso en el corazón del hombre.
Lo que la
Sagrada Escritura nos enseña respecto de los destinos del Reino de Dios tiene
sus consecuencias en la vida de la sociedad temporal, la cual —como indica la palabra
misma— pertenece a la realidad del tiempo con todo lo que conlleva de
imperfecto y provisional. El Reino de Dios, presente en el mundo sin ser del mundo,
ilumina el orden de la sociedad humana, mientras que las energías de la gracia
lo penetran y vivifican. Así se perciben mejor las exigencias de una sociedad
digna del hombre; se corrigen las desviaciones y se corrobora el ánimo para
obrar el bien. A esta labor de animación evangélica de las realidades humanas
están llamados, junto con todos los hombres de buena voluntad, todos los
cristianos y de manera especial los seglares 56.
26.
Los acontecimientos del año 1989 han tenido lugar principalmente en los países
de Europa oriental y central; sin embargo, revisten importancia universal, ya
que de ellos se desprenden consecuencias positivas y negativas que afectan a
toda la familia humana. Tales consecuencias no se dan de forma mecánica o
fatalista, sino que son más bien ocasiones que se ofrecen a la libertad humana
para colaborar con el designio misericordioso de Dios que actúa en la historia.
La primera
consecuencia ha sido, en algunos países, el
encuentro entre la Iglesia y el Movimiento obrero, nacido como una reacción
de orden ético y concretamente cristiano contra una vasta situación de
injusticia. Durante casi un siglo dicho Movimiento en gran parte había caído
bajo la hegemonía del marxismo, no sin la convicción de que los proletarios,
para luchar eficazmente contra la opresión, debían asumir las teorías
materialistas y economicistas.
En la
crisis del marxismo brotan de nuevo las formas espontáneas de la conciencia
obrera, que ponen de manifiesto una exigencia de justicia y de reconocimiento
de la dignidad del trabajo, conforme a la doctrina social de la Iglesia
57. El Movimiento obrero desemboca en un movimiento más general de los
trabajadores y de los hombres de buena voluntad, orientado a la liberación de
la persona humana y a la consolidación de sus derechos; hoy día está presente
en muchos países y, lejos de contraponerse a la Iglesia católica, la mira con
interés.
La crisis
del marxismo no elimina en el mundo las situaciones de injusticia y de opresión
existentes, de las que se alimentaba el marxismo mismo, instrumentalizándolas.
A quienes hoy día buscan una nueva y auténtica teoría y praxis de liberación,
la Iglesia ofrece no sólo la doctrina social y, en general, sus enseñanzas
sobre la persona redimida por Cristo, sino también su compromiso concreto de
ayuda para combatir la marginación y el sufrimiento.
En el
pasado reciente, el deseo sincero de ponerse de parte de los oprimidos y de no
quedarse fuera del curso de la historia ha inducido a muchos creyentes a buscar
por diversos caminos un compromiso imposible entre marxismo y cristianismo. El
tiempo presente, a la vez que ha superado todo lo que había de caduco en estos
intentos, lleva a reafirmar la positividad de una auténtica teología de la
liberación humana integral 58. Considerados desde este punto de vista,
los acontecimientos de 1989 vienen a ser importantes incluso para los países
del llamado Tercer Mundo, que están buscando la vía de su desarrollo, lo mismo
que lo han sido para los de Europa central y oriental.
27.
La segunda consecuencia afecta a los pueblos de Europa. En los años en que
dominaba el comunismo, y también antes, se cometieron muchas injusticias
individuales y sociales, regionales y nacionales; se acumularon muchos odios y
rencores. Y sigue siendo real el peligro de que vuelvan a explotar, después de
la caída de la dictadura, provocando graves conflictos y muertes, si disminuyen
a su vez la tensión moral y la firmeza consciente en dar testimonio de la
verdad, que han animado los esfuerzos del tiempo pasado. Es de esperar que el
odio y la violencia no triunfen en los corazones, sobre todo de quienes luchan
en favor de la justicia, sino que crezca en todos el espíritu de paz y de
perdón.
Sin
embargo, es necesario a este respecto que se den pasos concretos para crear o
consolidar estructuras internacionales, capaces de intervenir, para el
conveniente arbitraje, en los conflictos que surjan entre las naciones, de
manera que cada una de ellas pueda hacer valer los propios derechos, alcanzando
el justo acuerdo y la pacífica conciliación con los derechos de los demás. Todo
esto es particularmente necesario para las naciones europeas, íntimamente
unidas entre sí por los vínculos de una cultura común y de una historia
milenaria. En efecto, hace falta un gran esfuerzo para la reconstrucción moral
y económica en los países que han abandonado el comunismo. Durante mucho tiempo
las relaciones económicas más elementales han sido distorsionadas y han sido
zaheridas virtudes relacionadas con el sector de la economía, como la
veracidad, la fiabilidad, la laboriosidad. Se siente la necesidad de una
paciente reconstrucción material y moral, mientras los pueblos extenuados por
largas privaciones piden a sus gobernantes logros de bienestar tangibles e
inmediatos y una adecuada satisfacción de sus legítimas aspiraciones.
Naturalmente,
la caída del marxismo ha tenido consecuencias de gran alcance por lo que se
refiere a la repartición de la tierra en mundos incomunicados unos con otros y
en recelosa competencia entre sí; por otra parte, ha puesto más de manifiesto
el hecho de la interdependencia, así como que el trabajo humano está destinado
por su naturaleza a unir a los pueblos y no a dividirlos. Efectivamente, la paz
y la prosperidad son bienes que pertenecen a todo el género humano, de manera
que no es posible gozar de ellos correcta y duraderamente si son obtenidos y
mantenidos en perjuicio de otros pueblos y naciones, violando sus derechos o
excluyéndolos de las fuentes del bienestar.
28.
Para algunos países de Europa comienza ahora, en cierto sentido, la verdadera postguerra.
La radical reestructuración de las economías, hasta ayer colectivizadas,
comporta problemas y sacrificios, comparables con los que tuvieron que
imponerse los países occidentales del continente para su reconstrucción después
del segundo conflicto mundial. Es justo que en las presentes dificultades los
países excomunistas sean ayudados por el esfuerzo solidario de las otras
naciones: obviamente, han de ser ellos los primeros artífices de su propio
desarrollo; pero se les ha de dar una razonable oportunidad para realizarlo, y
esto no puede lograrse sin la ayuda de los otros países. Por lo demás, las
actuales condiciones de dificultad y penuria son la consecuencia de un proceso
histórico, del que los países excomunistas han sido a veces objeto y no sujeto;
por tanto, si se hallan en esas condiciones no es por propia elección o a causa
de errores cometidos, sino como consecuencia de trágicos acontecimientos
históricos impuestos por la violencia, que les han impedido proseguir por el
camino del desarrollo económico y civil.
La ayuda de
otros países, sobre todo europeos, que han tenido parte en la misma historia y
de la que son responsables, corresponde a una deuda de justicia. Pero
corresponde también al interés y al bien general de Europa, la cual no podrá
vivir en paz, si los conflictos de diversa índole, que surgen como consecuencia
del pasado, se van agravando a causa de una situación de desorden económico, de
espiritual insatisfacción y desesperación.
Esta
exigencia, sin embargo, no debe inducir a frenar los esfuerzos para prestar
apoyo y ayuda a los países del Tercer Mundo, que sufren a veces condiciones de
insuficiencia y de pobreza bastante más graves 59. Será necesario un
esfuerzo extraordinario para movilizar los recursos, de los que el mundo en su
conjunto no carece, hacia objetivos de crecimiento económico y de desarrollo
común, fijando de nuevo las prioridades y las escalas de valores, sobre cuya
base se deciden las opciones económicas y políticas. Pueden hacerse disponibles
ingentes recursos con el desarme de los enormes aparatos militares, creados
para el conflicto entre Este y Oeste. Éstos podrán resultar aún mayores, si se
logra establecer procedimientos fiables para la solución de los conflictos,
alternativas a la guerra, y extender, por tanto, el principio del control y de
la reducción de los armamentos incluso en los países del Tercer Mundo,
adoptando oportunas medidas contra su comercio 60. Sobre todo será
necesario abandonar una mentalidad que considera a los pobres —personas y
pueblos— como un fardo o como molestos e importunos, ávidos de consumir lo que
otros han producido. Los pobres exigen el derecho de participar y gozar de los
bienes materiales y de hacer fructificar su capacidad de trabajo, creando así
un mundo más justo y más próspero para todos. La promoción de los pobres es una
gran ocasión para el crecimiento moral, cultural e incluso económico de la
humanidad entera.
29.
En fin, el desarrollo no debe ser entendido de manera exclusivamente económica,
sino bajo una dimensión humana integral 61. No se trata solamente de
elevar a todos los pueblos al nivel del que gozan hoy los países más ricos,
sino de fundar sobre el trabajo solidario una vida más digna, hacer crecer
efectivamente la dignidad y la creatividad de toda persona, su capacidad de
responder a la propia vocación y, por tanto, a la llamada de Dios. El punto
culminante del desarrollo conlleva el ejercicio del derecho-deber de buscar a
Dios, conocerlo y vivir según tal conocimiento 62. En los regímenes
totalitarios y autoritarios se ha extremado el principio de la primacía de la
fuerza sobre la razón. El hombre se ha visto obligado a sufrir una concepción
de la realidad impuesta por la fuerza, y no conseguida mediante el esfuerzo de
la propia razón y el ejercicio de la propia libertad. Hay que invertir los
términos de ese principio y reconocer íntegramente los derechos de la conciencia humana, vinculada solamente a la
verdad natural y revelada. En el reconocimiento de estos derechos consiste el
fundamento primario de todo ordenamiento político auténticamente libre
63. Es importante reafirmar este principio por varios motivos:
a) porque las antiguas formas de totalitarismo y
de autoritarismo todavía no han sido superadas completamente y existe aún el
riesgo de que recobren vigor: esto exige un renovado esfuerzo de colaboración y
de solidaridad entre todos los países;
b) porque en los países desarrollados se hace a
veces excesiva propaganda de los valores puramente utilitarios, al provocar de
manera desenfrenada los instintos y las tendencias al goce inmediato, lo cual
hace difícil el reconocimiento y el respeto de la jerarquía de los verdaderos
valores de la existencia humana;
c) porque en algunos países surgen nuevas formas
de fundamentalismo religioso que, velada o también abiertamente, niegan a los
ciudadanos de credos diversos de los de la mayoría el pleno ejercicio de sus
derechos civiles y religiosos, les impiden participar en el debate cultural,
restringen el derecho de la Iglesia a predicar el Evangelio y el derecho de los
hombres que escuchan tal predicación a acogerla y convertirse a Cristo. No es
posible ningún progreso auténtico sin el respeto del derecho natural y
originario a conocer la verdad y vivir según la misma. A este derecho va unido,
para su ejercicio y profundización, el derecho a descubrir y acoger libremente
a Jesucristo, que es el verdadero bien del hombre 64.
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