El Reino con relación a Cristo y a la Iglesia
17. Hoy se habla mucho del Reino, pero no
siempre en sintonía con el sentir de la Iglesia. En efecto, se dan concepciones de la salvación
y de la misión que podemos llamar « antropocéntricas », en el sentido reductivo
del término, al estar centradas en torno a las necesidades terrenas del hombre.
En esta perspectiva el Reino tiende a convertirse en una realidad plenamente
humana y secularizada, en la que sólo cuentan los programas y luchas por la
liberación socioeconómica, política y también cultural, pero con unos
horizontes cerrados a lo trascendente. Aun no negando que también a ese nivel
haya valores por promover, sin embargo tal concepción se reduce a los confines
de un reino del hombre, amputado en sus dimensiones auténticas y profundas, y
se traduce fácilmente en una de las ideologías que miran a un progreso
meramente terreno. El Reino de Dios, en cambio, « no es de este mundo, no es de
aquí » (Jn 18, 36).
Se dan
además determinadas concepciones que, intencionadamente, ponen el acento sobre
el Reino y se presentan como « reinocéntricas », las cuales dan relieve a la
imagen de una Iglesia que no piensa en si misma, sino que se dedica a
testimoniar y servir al Reino. Es una « Iglesia para los demás », —se dice—
como « Cristo es el hombre para los demás ». Se describe el cometido de la
Iglesia, como si debiera proceder en una doble dirección; por un lado,
promoviendo los llamados « valores del Reino », cuales son la paz, la justicia,
la libertad, la fraternidad; por otro, favoreciendo el diálogo entre los
pueblos, las culturas, las religiones, para que, enriqueciéndose mutuamente,
ayuden al mundo a renovarse y a caminar cada vez más hacia el Reino.
Junto a
unos aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros
negativos. Ante todo, dejan en silencio a Cristo: el Reino, del que hablan, se
basa en un « teocentrismo », porque Cristo —dicen— no puede ser comprendido por
quien no profesa la fe cristiana, mientras que pueblos, culturas y religiones
diversas pueden coincidir en la única realidad divina, cualquiera que sea su
nombre. Por el mismo motivo, conceden privilegio al misterio de la creación,
que se refleja en la diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada
sobre el misterio de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden,
termina por marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un supuesto «
eclesiocentrismo » del pasado y porque consideran a la Iglesia misma sólo un
signo, por lo demás no exento de ambigüedad.
18.
Ahora bien, no es éste el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, el
cual no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia.
Como ya
queda dicho, Cristo no sólo ha anunciado el Reino, sino que en él el Reino
mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento: « Sobre todo, el
Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del
hombre, quien vino "a servir y a dar su vida para la redención de
muchos" (Mc 10, 45) ».22
El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre
elaboración, sino que es ante todo una
persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del
Dios invisible.23 Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no
existe ya el reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto
el significado del Reino —que corre
el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano o ideológico— como
la identidad de Cristo, que no aparece ya como el Señor, al cual debe someterse
todo (cf. 1 Cor l5,27).
Asimismo,
el Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es fin para
sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e
instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está
indisolublemente unida a ambos. Cristo ha dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la
plenitud de los bienes y medios de salvación; el Espíritu Santo mora en ella,
la vivifica con sus dones y carismas, la santifica, la guía y la renueva sin
cesar.24 De ahí deriva una relación singular y única que, aunque no
excluya la obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles
de la Iglesia, le confiere un papel específico y necesario. De ahí también el
vínculo especial de la Iglesia con el Reino de Dios y de Cristo, dado que tiene
« la misión de anunciarlo e instaurarlo en todos los pueblos ».25
19.
Es en esta visión de conjunto donde se comprende la realidad del Reino.
Ciertamente, éste exige la promoción de los bienes humanos y de los valores que
bien pueden llamarse « evangélicos », porque están íntimamente unidos a la
Buena Nueva. Pero esta promoción, que la Iglesia siente también muy dentro de
sí, no debe separarse ni contraponerse a los otros cometidos fundamentales,
como son el anuncio de Cristo y de su Evangelio, la fundación y el desarrollo
de comunidades que actúan entre los hombres la imagen viva del Reino. Con esto
no hay que tener miedo a caer en una forma de « eclesiocentrismo ». Pablo VI,
que afirmó la existencia de « un vínculo profundo entre Cristo, la Iglesia y la
evangelización »,26 dijo también que la Iglesia « no es fin para sí
misma, sino fervientemente solícita de ser toda de Cristo, en Cristo y para
Cristo, y toda igualmente de los hombres, entre los hombres y para los hombres
».27
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