Conversión y bautismo
46. El anuncio de la Palabra de Dios
tiende a la conversión cristiana, es decir,
a la adhesión plena y sincera a Cristo y a su Evangelio mediante la fe. La conversión es un don de Dios, obra de
la Trinidad; es el Espíritu que abre las puertas de los corazones, a fin de que
los hombres puedan creer en el Señor y « confesarlo » (cf. 1 Cor 12, 3). De quien se acerca a él por la fe, Jesús dice:
« Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae » (Jn 6, 44).
La conversión se expresa desde el principio con una fe total
y radical, que no pone límites ni obstáculos al don de Dios. Al mismo tiempo,
sin embargo, determina un proceso dinámico y permanente que dura toda la
existencia, exigiendo un esfuerzo continuo por pasar de la vida « según la
carne » a la « vida según el Espíritu (cf. Rom
8, 3-13). La conversión significa aceptar, con decisión personal, la
soberanía de Cristo y hacerse discípulos suyos.
La Iglesia llama a todos a esta conversión, siguiendo el
ejemplo de Juan Bautista que preparaba los caminos hacia Cristo, « proclamando
un bautismo de conversión para perdón de los pecados » (Mc 1, 4), y los caminos de Cristo mismo, el cual, « después que
Juan fue entregado, marchó ... a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios:
"El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva"
» (Mc 1, 14-15).
Hoy la llamada a la conversión, que los misioneros dirigen a
los no cristianos, se pone en tela de juicio o pasa en silencio. Se ve en ella
un acto de « proselitismo »; se dice que basta ayudar a los hombres a ser más
hombres o más fieles a la propia religión; que basta formar comunidades capaces
de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Pero se
olvida que toda persona tiene el derecho a escuchar la « Buena Nueva » de Dios
que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación.
La grandeza de este acontecimiento resuena en las palabras de Jesús a la
Samaritana: « Si conocieras el don de Dios » y en el deseo inconsciente, pero
ardiente de la mujer: « Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed » (Jn 4,10.15).
47. Los Apóstoles, movidos por el Espíritu
Santo, invitaban a todos a cambiar de vida, a convertirse y a recibir el
bautismo. Inmediatamente después del acontecimiento de Pentecostés, Pedro habla
a la multitud de manera persuasiva « Al oír esto, dijeron con el corazón
compungido a Pedro y a los demás Apóstoles: "¿Qué hemos de hacer,
hermanos?" Pedro les contestó:
"Convertíos y que cada uno de
vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros
pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" » (Act 2, 37-38). Y bautizó aquel día cerca de tres mil personas.
Pedro mismo, después de la curación del tullido, habla a la multitud y repite:
« Arrepentíos, pues, y convertíos,
para que vuestros pecados sean borrados » (Act
3, 19).
La conversión a
Cristo está relacionada con el bautismo, no sólo por la praxis de la Iglesia,
sino por voluntad del mismo Cristo, que envió a hacer discípulos a todas las
gentes y a bautizarlas (cf. Mt 28,
19); está relacionada también por la exigencia intrínseca de recibir la
plenitud de la nueva vida en él: « En verdad, en verdad te digo: —dice Jesús a
Nicodemo— el que no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino
de Dios » (Jn 3, 5). En efecto, el
bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios, nos une a Jesucristo y
nos unge en el Espíritu Santo: no es un mero sello de la conversión, como un
signo exterior que la demuestra y la certifica, sino que es un sacramento que
significa y lleva a cabo este nuevo nacimiento por el Espíritu; instaura
vínculos reales e inseparables con la Trinidad; hace miembros del Cuerpo de
Cristo, que es la Iglesia.
Todo esto hay que recordarlo, porque no pocos, precisamente
donde se desarrolla la misión ad gentes, tienden
a separar la conversión a Cristo del bautismo, considerándolo como no
necesario. Es verdad que en ciertos
ambientes se advierten aspectos sociológicos relativos al bautismo que
oscurecen su genuino significado de fe y su valor eclesial. Esto se debe a
diversos factores históricos y culturales, que es necesario remover donde
todavía subsisten, a fin de que el sacramento de la regeneración espiritual
aparezca en todo su valor. A este cometido deben dedicarse las
comunidades eclesiales locales. También es verdad que no pocas personas afirman
que están interiormente comprometidas con Cristo y con su mensaje, pero no
quieren estarlo sacramentalmente, porque, a causa de sus prejuicios o de las
culpas de los cristianos, no llegan a percibir la verdadera naturaleza de la
Iglesia, misterio de fe y de amor.77 Deseo alentar, pues, a estas
personas a abrirse plenamente a Cristo, recordándoles que, si sienten el
atractivo de Cristo, él mismo ha querido a la Iglesia como « lugar » donde
pueden encontrarlo realmente. Al mismo tiempo, invito a los fieles y a las
comunidades cristianas a dar auténtico testimonio de Cristo con su nueva vida.
Ciertamente, cada convertido es un don hecho a la Iglesia y
comporta una grave responsabilidad para ella, no sólo porque debe ser preparado
para el bautismo con el catecumenado y continuar luego con la instrucción
religiosa, sino porque, especialmente si es adulto, lleva consigo, como una
energía nueva, el entusiasmo de la fe, el deseo de encontrar en la Iglesia el
Evangelio vivido. Sería una desilusión para él, si después de ingresar en la
comunidad eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin
signos de renovación. No podemos predicar la conversión, si no nos convertimos
nosotros mismos cada día.
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