IV. LA PROPIEDAD
PRIVADA Y EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES
30.
En la Rerum novarum León XIII
afirmaba enérgicamente y con varios argumentos el carácter natural del derecho
a la propiedad privada, en contra del socialismo de su tiempo 65. Este
derecho, fundamental en toda persona para su autonomía y su desarrollo, ha sido
defendido siempre por la Iglesia hasta nuestros días. Asimismo, la Iglesia
enseña que la propiedad de los bienes no es un derecho absoluto, ya que en su
naturaleza de derecho humano lleva inscrita la propia limitación.
A la vez
que proclamaba con fuerza el derecho a la propiedad privada, el Pontífice
afirmaba con igual claridad que el «uso» de los bienes, confiado a la propia
libertad, está subordinado al destino primigenio y común de los bienes creados
y también a la voluntad de Jesucristo, manifestada en el Evangelio. Escribía a
este respecto: «Así pues los afortunados quedan avisados...; los ricos deben
temer las tremendas amenazas de Jesucristo, ya que más pronto o más tarde
habrán de dar cuenta severísima al divino Juez del uso de las riquezas»; y,
citando a santo Tomás de Aquino, añadía: «Si se pregunta cómo debe ser el uso
de los bienes, la Iglesia responderá sin vacilación alguna: "a este
respecto el hombre no debe considerar los bienes externos como propios, sino
como comunes"... porque "por encima de las leyes y de los juicios de
los hombres está la ley, el juicio de Cristo"»66.
Los
sucesores de León XIII han repetido esta doble afirmación: la necesidad y, por
tanto, la licitud de la propiedad privada, así como los límites que pesan sobre
ella 67. También el Concilio Vaticano II ha propuesto de nuevo la
doctrina tradicional con palabras que merecen ser citadas aquí textualmente:
«El hombre, usando estos bienes, no debe considerar las cosas exteriores que
legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el
sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás». Y un
poco más adelante: «La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes
externos aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria de autonomía
personal y familiar, y deben ser considerados como una ampliación de la
libertad humana... La propiedad privada, por su misma naturaleza, tiene también
una índole social, cuyo fundamento reside en el destino común de los
bienes»68. La misma doctrina social ha sido objeto de consideración por
mi parte, primeramente en el discurso a la III Conferencia del Episcopado
latinoamericano en Puebla y posteriormente en las encíclicas Laborem exercens y Sollicitudo rei socialis 69.
31.
Releyendo estas enseñanzas sobre el derecho a la propiedad y el destino común
de los bienes en relación con nuestro tiempo, se puede plantear la cuestión acerca
del origen de los bienes que sustentan la vida del hombre, que satisfacen sus
necesidades y son objeto de sus derechos.
El origen
primigenio de todo lo que es un bien es el acto mismo de Dios que ha creado el
mundo y el hombre, y que ha dado a éste la tierra para que la domine con su
trabajo y goce de sus frutos (cf. Gn 1,
28-29). Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a
todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí,
pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra. Ésta,
por su misma fecundidad y capacidad de satisfacer las necesidades del hombre,
es el primer don de Dios para el sustento de la vida humana. Ahora bien, la
tierra no da sus frutos sin una peculiar respuesta del hombre al don de Dios,
es decir, sin el trabajo. Mediante el trabajo, el hombre, usando su
inteligencia y su libertad, logra dominarla y hacer de ella su digna morada. De
este modo, se apropia una parte de la tierra, la que se ha conquistado con su trabajo:
he ahí el origen de la propiedad individual. Obviamente le incumbe también la
responsabilidad de no impedir que otros hombres obtengan su parte del don de
Dios, es más, debe cooperar con ellos para dominar juntos toda la tierra.
A lo largo
de la historia, en los comienzos de toda sociedad humana, encontramos siempre
estos dos factores, el trabajo y la
tierra; en cambio, no siempre hay entre ellos la misma relación. En otros
tiempos la natural fecundidad de la
tierra aparecía, y era de hecho, como el factor principal de riqueza,
mientras que el trabajo servía de ayuda y favorecía tal fecundidad. En nuestro
tiempo es cada vez más importante el papel del trabajo humano en cuanto factor
productivo de las riquezas inmateriales y materiales; por otra parte, es
evidente que el trabajo de un hombre se conecta naturalmente con el de otros
hombres. Hoy más que nunca, trabajar es trabajar
con otros y trabajar para otros:
es hacer algo para alguien. El trabajo es tanto más fecundo y productivo,
cuanto el hombre se hace más capaz de conocer las potencialidades productivas
de la tierra y ver en profundidad las necesidades de los otros hombres, para
quienes se trabaja.
32.
Existe otra forma de propiedad, concretamente en nuestro tiempo, que tiene una
importancia no inferior a la de la tierra: es
la propiedad del conocimiento, de la técnica y del saber. En este tipo de
propiedad, mucho más que en los recursos naturales, se funda la riqueza de las
naciones industrializadas.
Se ha
aludido al hecho de que el hombre trabaja
con los otros hombres, tomando parte en un «trabajo social» que abarca
círculos progresivamente más amplios. Quien produce una cosa lo hace
generalmente —aparte del uso personal que de ella pueda hacer— para que otros
puedan disfrutar de la misma, después de haber pagado el justo precio,
establecido de común acuerdo mediante una libre negociación. Precisamente la
capacidad de conocer oportunamente las necesidades de los demás hombres y el
conjunto de los factores productivos más apropiados para satisfacerlas es otra
fuente importante de riqueza en una sociedad moderna. Por lo demás, muchos
bienes no pueden ser producidos de manera adecuada por un solo individuo, sino
que exigen la colaboración de muchos. Organizar ese esfuerzo productivo,
programar su duración en el tiempo, procurar que corresponda de manera positiva
a las necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos necesarios: todo
esto es también una fuente de riqueza en la sociedad actual. Así se hace cada
vez más evidente y determinante el papel
del trabajo humano, disciplinado y creativo, y el de las capacidades de iniciativa y de espíritu emprendedor, como
parte esencial del mismo trabajo 70.
Dicho
proceso, que pone concretamente de manifiesto una verdad sobre la persona,
afirmada sin cesar por el cristianismo, debe ser mirado con atención y
positivamente. En efecto, el principal recurso del hombre es, junto con la
tierra, el hombre mismo. Es su inteligencia la que descubre las potencialidades
productivas de la tierra y las múltiples modalidades con que se pueden
satisfacer las necesidades humanas. Es su trabajo disciplinado, en solidaria
colaboración, el que permite la creación de
comunidades de trabajo cada vez más amplias y seguras para llevar a cabo la
transformación del ambiente natural y la del mismo ambiente humano. En este
proceso están comprometidas importantes virtudes, como son la diligencia, la
laboriosidad, la prudencia en asumir los riesgos razonables, la fiabilidad y la
lealtad en las relaciones interpersonales, la resolución de ánimo en la
ejecución de decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para el trabajo
común de la empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de fortuna.
La moderna economía de empresa comporta aspectos
positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo
económico y en otros campos. En efecto, la economía es un sector de la múltiple
actividad humana y en ella, como en todos los demás campos, es tan válido el
derecho a la libertad como el deber de hacer uso responsable del mismo. Hay,
además, diferencias específicas entre estas tendencias de la sociedad moderna y
las del pasado incluso reciente. Si en otros tiempos el factor decisivo de la
producción era la tierra y luego lo
fueel capital, entendido como
conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy día el factor
decisivo es cada vez más el hombre mismo,
es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el
saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así como la de
intuir y satisfacer las necesidades de los demás.
33.
Sin embargo, es necesario descubrir y hacer presentes los riesgos y los
problemas relacionados con este tipo de proceso. De hecho, hoy muchos hombres,
quizá la gran mayoría, no disponen de medios que les permitan entrar de manera
efectiva y humanamente digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa
una posición realmente central. No tienen posibilidad de adquirir los
conocimientos básicos, que les ayuden a expresar su creatividad y desarrollar
sus capacidades. No consiguen entrar en la red de conocimientos y de
intercomunicaciones que les permitiría ver apreciadas y utilizadas sus
cualidades. Ellos, aunque no explotados propiamente, son marginados ampliamente
y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, por encima de su
alcance, limitando incluso los espacios ya reducidos de sus antiguas economías
de subsistencia. Esos hombres, impotentes para resistir a la competencia de
mercancías producidas con métodos nuevos y que satisfacen necesidades que
anteriormente ellos solían afrontar con sus formas organizativas tradicionales,
ofuscados por el esplendor de una ostentosa opulencia, inalcanzable para ellos,
coartados a su vez por la necesidad, esos hombres forman verdaderas
aglomeraciones en las ciudades del Tercer Mundo, donde a menudo se ven
desarraigados culturalmente, en medio de situaciones de violencia y sin
posibilidad de integración. No se les reconoce, de hecho, su dignidad y, en
ocasiones, se trata de eliminarlos de la historia mediante formas coactivas de
control demográfico, contrarias a la dignidad humana.
Otros
muchos hombres, aun no estando marginados del todo, viven en ambientes donde la
lucha por lo necesario es absolutamente prioritaria y donde están vigentes
todavía las reglas del capitalismo primitivo, junto con una despiadada
situación que no tiene nada que envidiar a la de los momentos más oscuros de la
primera fase de industrialización. En otros casos sigue siendo la tierra el
elemento principal del proceso económico, con lo cual quienes la cultivan, al
ser excluidos de su propiedad, se ven reducidos a condiciones de
semi-esclavitud 71. Ante estos casos, se puede hablar hoy día, como en
tiempos de la Rerum novarum, de una
explotación inhumana. A pesar de los grandes cambios acaecidos en las
sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el
consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber
desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha
añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de
humillante dependencia.
Por
desgracia, la gran mayoría de los habitantes del Tercer Mundo vive aún en esas
condiciones. Sería, sin embargo, un error entender este mundo en sentido
solamente geográfico. En algunas regiones y en sectores sociales del mismo se
han emprendido procesos de desarrollo orientados no tanto a la valoración de
los recursos materiales, cuanto a la del «recurso humano».
En años
recientes se ha afirmado que el desarrollo de los países más pobres dependía
del aislamiento del mercado mundial, así como de su confianza exclusiva en las
propias fuerzas. La historia reciente ha puesto de manifiesto que los países
que se han marginado han experimentado un estancamiento y retroceso; en cambio,
han experimentado un desarrollo los países que han logrado introducirse en la
interrelación general de las actividades económicas a nivel internacional.
Parece, pues, que el mayor problema está en conseguir un acceso equitativo al
mercado internacional, fundado no sobre el principio unilateral de la
explotación de los recursos naturales, sino sobre la valoración de los recursos
humanos 72.
Con todo,
aspectos típicos del Tercer Mundo se dan también en los países desarrollados,
donde la transformación incesante de los modos de producción y de consumo
devalúa ciertos conocimientos ya adquiridos y profesionalidades consolidadas,
exigiendo un esfuerzo continuo de recalificación y de puesta al día. Los que no
logran ir al compás de los tiempos pueden quedar fácilmente marginados, y junto
con ellos, lo son también los ancianos, los jóvenes incapaces de inserirse en
la vida social y, en general, las personas más débiles y el llamado Cuarto
Mundo. La situación de la mujer en estas condiciones no es nada fácil.
34.
Da la impresión de que, tanto a nivel de naciones, como de relaciones
internacionales, el libre mercado es
el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a
las necesidades. Sin embargo, esto vale sólo para aquellas necesidades que son
«solventables», con poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son
«vendibles», esto es, capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen
numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es un
estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las
necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por
ellas. Además, es preciso que se ayude a estos hombres necesitados a conseguir
los conocimientos, a entrar en el círculo de las interrelaciones, a desarrollar
sus aptitudes para poder valorar mejor sus capacidades y recursos. Por encima
de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas
justas, existe algo que es debido al
hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente
la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la
humanidad.
En el
contexto del Tercer Mundo conservan toda su validez —y en ciertos casos son
todavía una meta por alcanzar— los objetivos indicados por la Rerum novarum, para evitar que el
trabajo del hombre y el hombre mismo se reduzcan al nivel de simple mercancía:
el salario suficiente para la vida de familia, los seguros sociales para la
vejez y el desempleo, la adecuada tutela de las condiciones de trabajo.
35.
Se abre aquí un vasto y fecundo campo de
acción y de lucha, en nombre de la justicia, para los sindicatos y demás
organizaciones de los trabajadores, que defienden sus derechos y tutelan su
persona, desempeñando al mismo tiempo una función esencial de carácter
cultural, para hacerles participar de manera más plena y digna en la vida de la
nación y ayudarles en la vía del desarrollo.
En este
sentido se puede hablar justamente de lucha contra un sistema económico,
entendido como método que asegura el predominio absoluto del capital, la
posesión de los medios de producción y la tierra, respecto a la libre
subjetividad del trabajo del hombre 73. En la lucha contra este sistema
no se pone, como modelo alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un
capitalismo de Estado, sino una sociedad
basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación. Esta
sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que éste sea controlado
oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se
garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad.
La Iglesia
reconoce la justa función de los
beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una
empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido
utilizados adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han
sido satisfechas debidamente. Sin embargo, los beneficios no son el único
índice de las condiciones de la empresa. Es posible que los balances económicos
sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio
más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad. Además
de ser moralmente inadmisible, esto no puede menos de tener reflejos negativos
para el futuro, hasta para la eficiencia económica de la empresa. En efecto,
finalidad de la empresa no es simplemente la producción de beneficios, sino más
bien la existencia misma de la empresa como comunidad
de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus
necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la
sociedad entera. Los beneficios son un elemento regulador de la vida de la
empresa, pero no el único; junto con ellos hay que considerar otros factores humanos y morales que, a
largo plazo, son por lo menos igualmente esenciales para la vida de la empresa.
Queda
mostrado cuán inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo
deja al capitalismo como único modelo de organización económica. Hay que romper
las barreras y los monopolios que colocan a tantos pueblos al margen del
desarrollo, y asegurar a todos —individuos y naciones— las condiciones básicas
que permitan participar en dicho desarrollo. Este objetivo exige esfuerzos
programados y responsables por parte de toda la comunidad internacional. Es
necesario que las naciones más fuertes sepan ofrecer a las más débiles oportunidades
de inserción en la vida internacional; que las más débiles sepan aceptar estas
oportunidades, haciendo los esfuerzos y los sacrificios necesarios para ello,
asegurando la estabilidad del marco político y económico, la certeza de
perspectivas para el futuro, el desarrollo de las capacidades de los propios
trabajadores, la formación de empresarios eficientes y conscientes de sus
responsabilidades 74.
Actualmente,
sobre los esfuerzos positivos que se han llevado a cabo en este sentido grava el
problema, todavía no resuelto en gran parte, de la deuda exterior de los países
más pobres. Es ciertamente justo el principio de que las deudas deben ser
pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago, cuando éste
vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y a
la desesperación a poblaciones enteras. No se puede pretender que las deudas
contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos es
necesario —como, por lo demás, está ocurriendo en parte— encontrar modalidades
de reducción, dilación o extinción de la deuda, compatibles con el derecho
fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso.
36.
Conviene ahora dirigir la atención a los problemas específicos y a las
amenazas, que surgen dentro de las economías más avanzadas y en relación con
sus peculiares características. En las precedentes fases de desarrollo, el
hombre ha vivido siempre condicionado bajo el peso de la necesidad. Las cosas
necesarias eran pocas, ya fijadas de alguna manera por las estructuras
objetivas de su constitución corpórea, y la actividad económica estaba
orientada a satisfacerlas. Está claro, sin embargo, que hoy el problema no es
sólo ofrecer una cantidad de bienes suficientes, sino el de responder a un demanda de calidad: calidad de la
mercancía que se produce y se consume; calidad de los servicios que se
disfrutan; calidad del ambiente y de la vida en general.
La demanda
de una existencia cualitativamente más satisfactoria y más rica es algo en sí
legítimo; sin embargo hay que poner de relieve las nuevas responsabilidades y
peligros anejos a esta fase histórica. En el mundo, donde surgen y se delimitan
nuevas necesidades, se da siempre una concepción más o menos adecuada del
hombre y de su verdadero bien. A través de las opciones de producción y de
consumo se pone de manifiesto una determinada cultura, como concepción global
de la vida. De ahí nace el fenómeno del
consumismo. Al descubrir nuevas necesidades y nuevas modalidades para su
satisfacción, es necesario dejarse guiar por una imagen integral del hombre,
que respete todas las dimensiones de su ser y que subordine las materiales e
instintivas a las interiores y espirituales. Por el contrario, al dirigirse
directamente a sus instintos, prescindiendo en uno u otro modo de su realidad
personal, consciente y libre, se pueden crear hábitos de consumo y estilos de vida objetivamente ilícitos y con
frecuencia incluso perjudiciales para su salud física y espiritual. El sistema
económico no posee en sí mismo criterios que permitan distinguir correctamente
las nuevas y más elevadas formas de satisfacción de las nuevas necesidades
humanas, que son un obstáculo para la formación de una personalidad madura. Es,
pues, necesaria y urgente una gran obra educativa
y cultural, que comprenda la educación de los consumidores para un uso
responsable de su capacidad de elección, la formación de un profundo sentido de
responsabilidad en los productores y sobre todo en los profesionales de los
medios de comunicación social, además de la necesaria intervención de las
autoridades públicas.
Un ejemplo
llamativo de consumismo, contrario a la salud y a la dignidad del hombre y que
ciertamente no es fácil controlar, es el de la droga. Su difusión es índice de
una grave disfunción del sistema social, que supone una visión materialista y,
en cierto sentido, destructiva de las necesidades humanas. De este modo la
capacidad innovadora de la economía libre termina por realizarse de manera
unilateral e inadecuada. La droga, así como la pornografía y otras formas de
consumismo, al explotar la fragilidad de los débiles, pretenden llenar el vacío
espiritual que se ha venido a crear.
No es malo
el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume
como mejor, cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no
para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como
fin en sí mismo 75. Por esto, es necesario esforzarse por implantar
estilos de vida, a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza
y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento
común sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los
ahorros y de las inversiones. A este respecto, no puedo limitarme a recordar el
deber de la caridad, esto es, el deber de ayudar con lo propio «superfluo» y, a
veces, incluso con lo propio «necesario», para dar al pobre lo indispensable
para vivir. Me refiero al hecho de que también la opción de invertir en un lugar
y no en otro, en un sector productivo en vez de otro, es siempre una opción moral y cultural. Dadas ciertas
condiciones económicas y de estabilidad política absolutamente imprescindibles,
la decisión de invertir, esto es, de ofrecer a un pueblo la ocasión de dar
valor al propio trabajo, está asimismo determinada por una actitud de querer
ayudar y por la confianza en la Providencia, lo cual muestra las cualidades
humanas de quien decide.
37.
Es asimismo preocupante, junto con el problema del consumismo y estrictamente
vinculado con él, la cuestión ecológica. El
hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer,
consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma
vida. En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error
antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que
descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de «crear» el mundo con
el propio trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de la
primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede
disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad
como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por
Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe
traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de
la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la
naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él 76.
Esto
demuestra, sobre todo, mezquindad o estrechez de miras del hombre, animado por
el deseo de poseer las cosas en vez de relacionarlas con la verdad, y falto de
aquella actitud desinteresada, gratuita, estética que nace del asombro por el
ser y por la belleza que permite leer en las cosas visibles el mensaje de Dios
invisible que las ha creado. A este respecto, la humanidad de hoy debe ser
consciente de sus deberes y de su cometido para con las generaciones futuras.
38.
Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí
la más grave aún del ambiente humano, al
que, sin embargo, se está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos
preocupamos justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los
«habitat» naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción,
porque nos damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución
al equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una
auténtica «ecología humana». No sólo la tierra ha sido dada por Dios al
hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien,
según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don de
Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha
sido dotado. Hay que mencionar en este contexto los graves problemas de la
moderna urbanización, la necesidad de un urbanismo preocupado por la vida de
las personas, así como la debida atención a una «ecología social» del trabajo.
El hombre
recibe de Dios su dignidad esencial y con ella la capacidad de trascender todo
ordenamiento de la sociedad hacia la verdad y el bien. Sin embargo, está
condicionado por la estructura social en que vive, por la educación recibida y
por el ambiente. Estos elementos pueden facilitar u obstaculizar su vivir según
la verdad. Las decisiones, gracias a las cuales se constituye un ambiente
humano, pueden crear estructuras concretas de pecado, impidiendo la plena
realización de quienes son oprimidos de diversas maneras por las mismas.
Demoler tales estructuras y sustituirlas con formas más auténticas de
convivencia es un cometido que exige valentía y paciencia 77.
39.
La primera estructura fundamental a favor de la «ecología humana» es la familia, en cuyo seno el hombre
recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere
decir amar y ser amado, y por consiguiente qué quiere decir en concreto ser una
persona. Se entiende aquí la familia fundada en el matrimonio, en el que el don
recíproco de sí por parte del hombre y de la mujer crea un ambiente de vida en
el cual el niño puede nacer y desarrollar sus potencialidades, hacerse
consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e
irrepetible. En cambio, sucede con frecuencia que el hombre se siente
desanimado a realizar las condiciones auténticas de la reproducción humana y se
ve inducido a considerar la propia vida y a sí mismo como un conjunto de
sensaciones que hay que experimentar más bien que como una obra a realizar. De
aquí nace una falta de libertad que le hace renunciar al compromiso de
vincularse de manera estable con otra persona y engendrar hijos, o bien le
mueve a considerar a éstos como una de tantas «cosas» que es posible tener o no
tener, según los propios gustos, y que se presentan como otras opciones.
Hay que
volver a considerar la familia como el santuario
de la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida, don de Dios,
puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a
que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico
crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia
constituye la sede de la cultura de la vida.
El ingenio
del hombre parece orientarse, en este campo, a limitar, suprimir o anular las
fuentes de la vida, recurriendo incluso al aborto, tan extendido por desgracia
en el mundo, más que a defender y abrir las posibilidades a la vida misma. En
la encíclica Sollicitudo rei socialis han
sido denunciadas las campañas sistemáticas contra la natalidad, que, sobre la
base de una concepción deformada del problema demográfico y en un clima de
«absoluta falta de respeto por la libertad de decisión de las personas
interesadas», las someten frecuentemente a «intolerables presiones... para
plegarlas a esta forma nueva de opresión»78. Se trata de políticas que con
técnicas nuevas extienden su radio de acción hasta llegar, como en una «guerra
química», a envenenar la vida de millones de seres humanos indefensos.
Estas
críticas van dirigidas no tanto contra un sistema económico, cuanto contra un
sistema ético-cultural. En efecto, la economía es sólo un aspecto y una
dimensión de la compleja actividad humana. Si es absolutizada, si la producción
y el consumo de las mercancías ocupan el centro de la vida social y se
convierten en el único valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro, la
causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el sistema económico mismo, cuanto
en el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar la dimensión ética
y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes
y servicios 79.
Todo esto
se puede resumir afirmando una vez más que la libertad económica es solamente
un elemento de la libertad humana. Cuando aquella se vuelve autónoma, es decir,
cuando el hombre es considerado más como un productor o un consumidor de bienes
que como un sujeto que produce y consume para vivir, entonces pierde su
necesaria relación con la persona humana y termina por alienarla y oprimirla
80.
40.
Es deber del Estado proveer a la defensa y tutela de los bienes colectivos,
como son el ambiente natural y el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede
estar asegurada por los simples mecanismos de mercado. Así como en tiempos del
viejo capitalismo el Estado tenía el deber de defender los derechos fundamentales
del trabajo, así ahora con el nuevo capitalismo el Estado y la sociedad tienen
el deber de defender los bienes
colectivos que, entre otras cosas, constituyen el único marco dentro del
cual es posible para cada uno conseguir legítimamente sus fines individuales.
He ahí un
nuevo límite del mercado: existen necesidades colectivas y cualitativas que no
pueden ser satisfechas mediante sus mecanismos; hay exigencias humanas
importantes que escapan a su lógica; hay bienes que, por su naturaleza, no se
pueden ni se deben vender o comprar. Ciertamente, los mecanismos de mercado
ofrecen ventajas seguras; ayudan, entre otras cosas, a utilizar mejor los
recursos; favorecen el intercambio de los productos y, sobre todo, dan la
primacía a la voluntad y a las preferencias de la persona, que, en el contrato,
se confrontan con las de otras personas. No obstante, conllevan el riesgo de
una «idolatría» del mercado, que ignora la existencia de bienes que, por su
naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías.
41.
El marxismo ha criticado las sociedades burguesas y capitalistas,
reprochándoles la mercantilización y la alienación de la existencia humana.
Ciertamente, este reproche está basado sobre una concepción equivocada e
inadecuada de la alienación, según la cual ésta depende únicamente de la esfera
de las relaciones de producción y propiedad, esto es, atribuyéndole un
fundamento materialista y negando, además, la legitimidad y la positividad de
las relaciones de mercado incluso en su propio ámbito. El marxismo acaba
afirmando así que sólo en una sociedad de tipo colectivista podría erradicarse
la alienación. Ahora bien, la experiencia histórica de los países socialistas
ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino
que más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la
ineficacia económica.
La
experiencia histórica de Occidente, por su parte, demuestra que, si bien el
análisis y el fundamento marxista de la alienación son falsas, sin embargo la
alienación, junto con la pérdida del sentido auténtico de la existencia, es una
realidad incluso en las sociedades occidentales. En efecto, la alienación se
verifica en el consumo, cuando el hombre se ve implicado en una red de
satisfacciones falsas y superficiales, en vez de ser ayudado a experimentar su
personalidad auténtica y concreta. La alienación se verifica también en el
trabajo, cuando se organiza de manera tal que «maximaliza» solamente sus frutos
y ganancias y no se preocupa de que el trabajador, mediante el propio trabajo,
se realice como hombre, según que aumente su participación en una auténtica
comunidad solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de
exacerbada competencia y de recíproca exclusión, en la cual es considerado sólo
como un medio y no como un fin.
Es
necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de alienación,
descubriendo en él la inversión entre los medios y los fines: el hombre, cuando
no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí mismo y en el otro, se
priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad y de
establecer una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres, para
lo cual fue creado por Dios. En efecto, es mediante la propia donación libre como
el hombre se realiza auténticamente a sí mismo 81, y esta donación es
posible gracias a la esencial «capacidad de trascendencia» de la persona
humana. El hombre no puede darse a un proyecto solamente humano de la realidad,
a un ideal abstracto, ni a falsas utopías. En cuanto persona, puede darse a
otra persona o a otras personas y, por último, a Dios, que es el autor de su
ser y el único que puede acoger plenamente su donación 82. Se aliena el
hombre que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia de la
autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada a
su destino último que es Dios. Está alienada una sociedad que, en sus formas de
organización social, de producción y consumo, hace más difícil la realización
de esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana.
En la
sociedad occidental se ha superado la explotación, al menos en las formas
analizadas y descritas por Marx. No se ha superado, en cambio, la alienación en
las diversas formas de explotación, cuando los hombres se instrumentalizan
mutuamente y, para satisfacer cada vez más refinadamente sus necesidades
particulares y secundarias, se hacen sordos a las principales y auténticas, que
deben regular incluso el modo de satisfacer otras necesidades 83. El
hombre que se preocupa sólo o prevalentemente de tener y gozar, incapaz de
dominar sus instintos y sus pasiones y de subordinarlas mediante la obediencia
a la verdad, no puede ser libre. La obediencia
a la verdad sobre Dios y sobre el hombre es la primera condición de la
libertad, que le permite ordenar las propias necesidades, los propios deseos y
el modo de satisfacerlos según una justa jerarquía de valores, de manera que la
posesión de las cosas sea para él un medio de crecimiento. Un obstáculo a esto
puede venir de la manipulación llevada a cabo por los medios de comunicación
social, cuando imponen con la fuerza persuasiva de insistentes campañas, modas
y corrientes de opinión, sin que sea posible someter a un examen crítico las premisas
sobre las que se fundan.
42.
Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del
fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él
estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su
economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a
los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico
y civil?
La
respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema
económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del
mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con
los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía,
la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar
de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía
libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la
libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto
jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere
como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso,
entonces la respuesta es absolutamente negativa.
La solución
marxista ha fracasado, pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y
explotación, especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación
humana, especialmente en los países más avanzados; contra tales fenómenos se
alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria material y
moral. El fracaso del
sistema comunista en tantos países elimina ciertamente un obstáculo a la hora
de afrontar de manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta
para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología
radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración,
porque a priori considera condenado
al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución
al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.
43.
La Iglesia no tiene modelos para proponer. Los modelos reales y verdaderamente
eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias
al esfuerzo de todos los responsables que afronten los problemas concretos en
todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que se
relacionan entre sí 84. Para este objetivo la Iglesia ofrece, como orientación ideal e indispensable, la
propia doctrina social, la cual —como queda dicho— reconoce la positividad del
mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar
orientados hacia el bien común. Esta doctrina reconoce también la legitimidad
de los esfuerzos de los trabajadores por conseguir el pleno respeto de su
dignidad y espacios más amplios de participación en la vida de la empresa, de
manera que, aun trabajando juntamente con otros y bajo la dirección de otros,
puedan considerar en cierto sentido que «trabajan en algo propio» 85,
al ejercitar su inteligencia y libertad.
El
desarrollo integral de la persona humana en el trabajo no contradice, sino que
favorece más bien la mayor productividad y eficacia del trabajo mismo, por más
que esto puede debilitar centros de poder ya consolidados. La empresa no puede
considerarse únicamente como una «sociedad de capitales»; es, al mismo tiempo,
una «sociedad de personas», en la que entran a formar parte de manera diversa y
con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su
actividad y los que colaboran con su trabajo. Para conseguir estos fines, sigue
siendo necesario todavía un gran movimiento asociativo de los trabajadores,
cuyo objetivo es la liberación y la promoción integral de la persona.
A la luz de
las «cosas nuevas» de hoy ha sido considerada nuevamente la relación entre la propiedad individual o
privada y el destino universal de los bienes. El hombre se realiza a sí
mismo por medio de su inteligencia y su libertad y, obrando así, asume como
objeto e instrumento las cosas del mundo, a la vez que se apropia de ellas. En
este modo de actuar se encuentra el fundamento del derecho a la iniciativa y a
la propiedad individual. Mediante su trabajo el hombre se compromete no sólo en
favor suyo, sino también en favor de los
demás y con los demás: cada uno colabora en el trabajo y en el bien de los
otros. El hombre trabaja para cubrir las necesidades de su familia, de la
comunidad de la que forma parte, de la nación y, en definitiva, de toda la
humanidad 86. Colabora, asimismo, en la actividad de los que trabajan
en la misma empresa e igualmente en el trabajo de los proveedores o en el
consumo de los clientes, en una cadena de solidaridad que se extiende
progresivamente. La propiedad de los medios de producción, tanto en el campo
industrial como agrícola, es justa y legítima cuando se emplea para un trabajo
útil; pero resulta ilegítima cuando no es valorada o sirve para impedir el
trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión
global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su compresión, de
la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en
el mundo laboral 87. Este tipo de propiedad no tiene ninguna
justificación y constituye un abuso ante Dios y los hombres.
La obligación de ganar el pan con
el sudor de la propia frente supone, al mismo tiempo, un derecho. Una sociedad en la que este derecho
se niegue sistemáticamente y las medidas de política económica no permitan a
los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, no puede
conseguir su legitimación ética ni la justa paz social 88. Así como la
persona se realiza plenamente en la libre donación de sí misma, así también la
propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y
circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos.
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