CONCLUSIÓN
92. Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la
oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a
todos los hombres y a todos los pueblos. Veo amanecer una nueva época
misionera, que llegará a ser un día radiante y rica en frutos, si todos los
cristianos y, en particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con
generosidad y santidad a las solicitaciones y desafíos de nuestro tiempo. Como
los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el
Cenáculo con « María, la madre de Jesús » (Act
1, 14), para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el
mandato misionero. También
nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y
guiados por el Espíritu.
En vísperas del tercer milenio, toda la Iglesia es invitada
a vivir más profundamente el misterio de Cristo, colaborando con gratitud en la
obra de la salvación. Esto lo hace con María y como María, su madre y modelo:
es ella, María, el ejemplo de aquel amor maternal que es necesario que estén
animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a
la regeneración de los hombres. Por esto, « la Iglesia, confortada por la
presencia de Cristo, camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y
va al encuentro del Señor que llega. Pero en este camino ... procede
recorriendo de nuevo el itinerario realizado
por la Virgen María ».177
A la « mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo
y encaminada a la revelación de su poder salvífico »,178 confío la
Iglesia y, en particular, aquellos que se dedican a cumplir el mandato
misionero en el mundo de hoy. Como Cristo envió a sus Apóstoles en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, así, mientras renuevo el mismo
mandato, imparto a todos vosotros la Bendición Apostólica, en el nombre de la
Santísima Trinidad. Amén.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el día 7 de diciembre, XXV aniversario del Decreto
conciliar Ad gentes, del año 1990, decimotercero de mi Pontificado.
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