III. HERALDOS DEL
EVANGELIO
8.
Los hermanos Cirilo y Metodio, bizantinos de cultura, supieron hacerse
apóstoles de los eslavos en el pleno sentido de la palabra. La separación de la
patria que Dios exige a veces a los hombres elegidos, aceptada por la fe en su
promesa, es siempre una misteriosa y fecunda condición para el desarrollo y el
crecimiento del Pueblo de Dios en la tierra. El Señor dijo a Abrahán: « Salte
de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te
indicaré; yo te haré un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre, que
será una bendición ».13
Durante la
visión nocturna que san Pablo tuvo en Tróade en el Asia Menor, un varón
macedonio, por lo tanto un habitante del continente europeo, se presentó ante
él y le suplicó que se dirigiera a su país para anunciarles la Palabra de Dios:
« Pasa a Macedonia y ayúdanos ».14
La divina
Providencia, que en el caso de los dos santos hermanos se manifestó a través de
la voz y la autoridad del Emperador de Bizancio y del Patriarca de la Iglesia
de Constantinopla, les exhortó de una manera semejante, cuando les pidió que se
dirigieran en misión a los pueblos eslavos. Este encargo significaba para ellos
abandonar no sólo un puesto de honor, sino también la vida contemplativa;
significaba salir del ámbito del Imperio bizantino y emprender una larga
peregrinación al servicio del Evangelio, entre unos pueblos que, bajo muchos
aspectos, estaban lejos del sistema de convivencia civil basado en una
organización avanzada del Estado y la cultura refinada de Bizancio, imbuida por
principios cristianos. Análoga pregunta hizo por tres veces el Pontífice Romano
a Metodio, cuando le envió como obispo entre los eslavos de la Gran Moravia, en
las regiones eclesiásticas de la antigua diócesis de Panonia.
9.
La Vida eslava de Metodio recoge con
estas palabras la petición, hecha por el príncipe Rastislao al Emperador Miguel
III a través de sus enviados: « Han llegado hasta nosotros numerosos maestros
cristianos de Italia, de Grecia y de Alemania, que nos instruyen de diversas maneras.
Pero nosotros los eslavos... no tenemos a nadie que nos guíe a la verdad y nos
instruya de un modo comprensible ».15 Entonces es cuando Constantino y
Metodio fueron invitados a partir. Su respuesta profundamente cristiana a la
invitación, en esta circunstancia y en todas las demás ocasiones, está
expresada admirablemente en las palabras dirigidas por Constantino al
Emperador: « A pesar de estar cansado y físicamente débil, iré con alegría a
aquel país »; 16 « Yo marcho con alegría por la fe cristiana
»,17
La verdad y
la fuerza de su mandato misional nacían del interior del misterio de la
Redención, y su obra evangelizadora entre los pueblos eslavos debía constituir
un eslabón importante en la misión confiada por el Salvador a la Iglesia
Universal hasta el fin del mundo. Fue una realidad —en el tiempo y en las
circunstancias concretas— de las palabras de Cristo, que mediante el poder de
su Cruz y de su Resurrección mandó a los Apóstoles: « Predicad el Evangelio a
toda creatura »; 18 « id pues; enseñad a todas las gentes ».19
Actuando así, los evangelizadores y maestros de los pueblos eslavos se dejaron
guiar por el ideal apostólico de san Pablo: « Todos pues, sois hijos de Dios
por la fe en Cristo Jesús. Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os
habéis vestido de Cristo. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no
hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús ».20
Junto a un
gran respeto por las personas y a la desinteresada solicitud por su verdadero
bien, los dos santos hermanos tuvieron adecuados recursos de energía, de
prudencia, de celo y de caridad, indispensables para llevar a los futuros
creyentes la luz, y para indicarles, al mismo tiempo, el bien, ofreciendo una
ayuda concreta para conseguirlo. Para tal fin quisieron hacerse semejantes en
todo a los que llevaban el evangelio; quisieron ser parte de aquellos pueblos y
compartir en todo su suerte.
10.
Precisamente por tal motivo consideraron una cosa normal tomar una posición
clara en todos los conflictos, que entonces perturbaban las sociedades eslavas
en vías de organización, asumiendo como suyas las dificultades y los problemas,
inevitables en unos pueblos que defendían la propia identidad bajo la presión
militar y cultural del nuevo Imperio romanogermánico, e intentaban rechazar
aquellas formas de vida que consideraban extrañas. Era a la vez el comienzo de
unas divergencias más profundas, destinadas desgraciadamente a acrecentarse,
entre la cristiandad oriental y la occidental, y los dos santos misioneros se
encontraron personalmente implicados en ellas; pero supieron mantener siempre
una recta ortodoxia y una atención coherente, tanto al depósito de la tradición
como a las novedades del estilo de vida, propias de los pueblos evangelizados.
A menudo las situaciones de contraste se impusieron con toda su ambigua y
dolorosa complejidad; pero no por esto Constantino y Metodio intentaron
apartarse de la prueba: la incomprensión, la manifiesta mala fe y, en el caso
de Metodio, incluso las cadenas, aceptadas por amor de Cristo, no consiguieron
hacer desistir a ninguno de los dos del tenaz propósito de ayudar y de servir a
la justa causa de los pueblos eslavos y a la unidad de la Iglesia universal.
Este fue el precio que debieron pagar por la causa de la difusión del
Evangelio, por la empresa misionera, por la búsqueda esforzada de nuevas formas
de vida y de vías eficaces con el fin de hacer llegar la Buena Nueva a las
naciones eslavas que se estaban formando.
En la
perspectiva de la evangelización —como indican sus biografías— los dos santos
hermanos se dedicaron a la difícil tarea de traducir los textos de la Sagrada
Escritura, conocidos por ellos en griego, a la lengua de aquella estirpe eslava
que se había establecido hasta los confines de su región y de su ciudad natal.
Sirviéndose del conocimiento de la propia lengua griega y de la propia cultura
para esta obra ardua y singular, se prefijaron el cometido de comprender y
penetrar la lengua, las costumbres y tradiciones propias de los pueblos
eslavos, interpretando fielmente las aspiraciones y valores humanos que en
ellos subsistían y se expresaban.
11.
Para traducir las verdades evangélicas a una nueva lengua, ellos se preocuparon
por conocer bien el mundo interior de aquellos a los que tenían intención de
anunciar la Palabra de Dios con imágenes y conceptos que les resultaran
familiares. Injertar correctamente las nociones de la Biblia y los conceptos de
la teología griega en un con texto de experiencias históricas y de formas de
pensar muy distintas, les pareció una condición indispensable para el éxito de
su actividad misionera. Se trataba de un nuevo método de catequesis. Para
defender su legitimidad y demostrar su bondad, san Metodio no dudó, primero con
su hermano y luego solo, en acoger dócilmente las invitaciones a ir a Roma,
recibidas tanto en el 867 del papa Nicolás I, como en el año 879 del papa Juan
VIII, los cuales quisieron confrontar la doctrina que enseñaban en la Gran
Moravia con la que los santos Apóstoles Pedro y Pablo habían dejado en la
primera Cátedra episcopal de la Iglesia, junto con el trofeo glorioso de sus
reliquias.
Anteriormente,
Constantino y sus colaboradores se habían preocupado en crear un nuevo
alfabeto, para que las verdades que había que anunciar y explicar pudieran ser
escritas en la lengua eslava y resultaran de ese modo plenamente comprensibles
y asimilables por sus destinatarios. Fue un esfuerzo verdaderamente digno de su
espíritu misionero el de aprender la lengua y la mentalidad de los pueblos
nuevos, a los que debían llevar la fe, como fue también ejemplar la
determinación de asimilar y hacer propias todas las exigencias y aspiraciones
de los pueblos eslavos. La opción generosa de identificarse con su misma vida y
tradición, después de haberlas purificado e iluminado con la Revelación, hace
de Cirilo y Metodio verdaderos modelos para todos los misioneros que en las
diversas épocas han acogido la invitación de san Pablo de hacerse todo a todos
para rescatar a todos y, en particular, para los misioneros que, desde la
antigüedad hasta los tiempos modernos —desde Europa a Asia y hoy en todos los
continentes— han trabajado para traducir a las lenguas vivas de los diversos
pueblos la Biblia y los textos litúrgicos, a fin de reflejar en ellas la única
Palabra de Dios, hecha accesible de este modo según las formas expresivas
propias de cada civilización.
La perfecta
comunión en el amor preserva a la Iglesia de cualquier forma de particularismo
o de exclusivismo étnico o de prejuicio racial, así como de cualquier orgullo
nacionalista. Tal comunión debe elevar y sublimar todo legítimo sentimiento
puramente natural del corazón humano.
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