IV. IMPLANTARON LA
IGLESIA DE DIOS
12.
Pero la característica que, de manera especial, deseo subrayar en la conducta
tenida por a los apóstoles de los eslavos, Cirilo y Metodio, es su modo pacífico de edificar la Iglesia, guiados
por su visión de la Iglesia una, santa y universal.
Aunque los
cristianos eslavos, más que otros, consideran de buen grado a los santos
hermanos como « eslavos de corazón », éstos sin embargo siguen siendo hombres
de cultura helénica y de formación bizantina, es decir, hombres que pertenecen
en todo a la tradición del Oriente cristiano, tanto civil como eclesiástico.
Ya en sus
tiempos las diferencias entre Constantinopla y Roma habían empezado a
perfilarse como pretextos de desunión, aunque la deplorable escisión entre las dos
partes de la misma cristiandad estaba aún lejana. Los evangelizadores y
maestros de los eslavos se prepararon para ir a la Gran Moravia, llenos de toda
la riqueza de la tradición y de la experiencia religiosa que caracterizaba el
cristianismo oriental y que encontraba un reflejo peculiar en la enseñanza
teológica y en la celebración de la sagrada liturgia.
Dado que
desde ya hacía tiempo todos los oficios sagrados se celebraban en lengua griega
en todas las Iglesias dentro de los confines del Imperio bizantino, las
tradiciones propias de muchas Iglesias nacionales de Oriente —como la Georgiana
y la Siríaca— que en el servicio divino usaban la lengua de su pueblo, eran
bien conocidas a la cultura superior de Constantinopla y, especialmente, a
Constantino Filósofo gracias a los estudios y a los contactos repetidos que
había tenido con cristianos de aquellas Iglesias, tanto en la capital como en
el curso de sus viajes.
Ambos
hermanos, conscientes de la antigüedad y de la legitimidad de estas sagradas
tradiciones, no tuvieron pues miedo de usar la lengua eslava en la liturgia,
haciendo de ella un instrumento eficaz para acercar las verdades divinas a
cuantos hablaban en esa lengua. Lo hicieron con una conciencia ajena a todo
espíritu de superioridad o de dominio, por amor a la justicia y con evidente
celo apostólico hacia unos pueblos que se estaban desarrollando.
El
cristianismo occidental, después de las migraciones de los pueblos nuevos,
había amalgamado los grupos étnicos llegados con las poblaciones latinas
residentes, extendiendo a todos, con la intención de unirlos, la lengua, la
liturgia y la cultura latina transmitidas por la Iglesia de Roma. De la
uniformidad así conseguida, se originaba en aquellas sociedades relativamente
jóvenes y en plena expansión un sentimiento de fuerza y compactibilidad, que
contribuía tanto a su unión más estrecha, como a su afirmación más enérgica en
Europa. Se puede comprender cómo en esta situación toda diversidad fuera
entendida a veces como amenaza a una unidad todavía infieri, y cómo pudiera resultar grande la tentación de eliminarla
recurriendo a formas de coacción.
13.
Resulta así singular y admirable, cómo los santos hermanos, actuando en
situaciones tan complejas y precarias, no impusieran a los pueblos, cuya
evangelización les encomendaron, ni siquiera la indiscutible superioridad de la
lengua griega y de la cultura bizantina, o los usos y comportamientos de la
sociedad más avanzada, en la que ellos habían crecido y que necesariamente
seguían siendo para ellos familiares y queridos. Movidos por el ideal de unir
en Cristo a los nuevos creyentes, adaptaron a la lengua eslava los textos ricos
y refinados de la liturgia bizantina, y adecuaron a la mentalidad y a las
costumbres de los nuevos pueblos las elaboraciones sutiles y complejas del
derecho grecoromano. Siguiendo el mismo programa de concordia y paz, respetaron
en todo momento las obligaciones de su misión, teniendo en cuenta las
tradicionales prerrogativas y los derechos eclesiásticos fijados por los
cánones conciliares, de tal modo —a pesar de ser súbditos del Imperio de
Oriente y fieles sujetos al Patriarcado de Constantinopla— creyeron deber suyo
dar cuenta al Romano Pontífice de su acción misionera y someter a su juicio,
para obtener su aprobación, la doctrina que profesaban y enseñaban, los libros
litúrgicos compuestos en lengua eslava y los métodos adoptados en la
evangelización de aquellos pueblos.
Habiendo
iniciado su misión por mandato de Constantinopla, ellos buscaron, en un cierto
sentido, que la misma fuese confirmada dirigiéndose a la Sede Apostólica de
Roma, centro visible de la unidad de la Iglesia.21 De este modo,
movidos por el sentido de su universalidad, edificaron la Iglesia como Iglesia
una, santa, católica y apostólica. Esto se deduce, de la forma más transparente
y explícita, de todo su comportamiento. Puede decirse que la invocación de
Jesús en la oración sacerdotal —ut unum
sint 22— representa su lema misionero según las palabras del
Salmista: « Alabad a Yavé las gentes todas, alabadle todos los pueblos
».23 Para nosotros, hombres de hoy, su apostolado posee también la
elocuencia de una llamada ecuménica: es una invitación a reconstruir, en la paz
de la reconciliación, la unidad que fue gravemente resquebrajada en tiempos
posteriores a los santos Cirilo y Metodio y, en primerísimo lugar, la unidad
entre Oriente y Occidente.
La
convicción de los santos hermanos de Salónica, según los cuales cada Iglesia
local está llamada a enriquecer con sus propios dones el « pleroma » católico,
estaba en perfecta armonía con su intuición evangélica de que las diferentes
condiciones de vida de cada Iglesia cristiana nunca pueden justificar
desacuerdos, discordias, rupturas en la profesión de la única fe y en la
práctica de la caridad.
14.
Se sabe que, según las enseñanzas del Concilio Vaticano II, « por
"Movimiento ecuménico" se entienden las actividades e iniciativas
que, según las variadas necesidades de la Iglesia y las características de la
época, se suscitan y se ordenan a favorecer la unidad de los cristianos
».24 Por tanto, no parece nada anacrónico el ver en los santos Cirilo y
Metodio a los auténticos precursores del ecumenismo, por haber querido eliminar
o disminuir eficazmente toda verdadera división, o incluso sólo aparente, entre
cada una de las Comunidades pertenecientes a la misma Iglesia. En efecto, la
división, que por desgracia tuvo lugar en la historia de la Iglesia y
desafortunadamente continúa todavía, « contradice abiertamente la voluntad de
Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la
predicación del Evangelio a todos los hombres ».25
La
ferviente solicitud demostrada por ambos hermanos y, especialmente por Metodio,
en razón de su responsabilidad episcopal, por conservar la unidad de la fe y
del amor entre las Iglesias de las que eran miembros, es decir, la Iglesia de
Constantinopla y la Iglesia Romana por una parte, y las Iglesias nacientes en
tierras eslavas por otra, fue y será siempre su gran mérito. Este es tanto
mayor, si se tiene presente que su misión se desarrolló en los años 863-885, es
decir en los años críticos en los que surgió y empezó a hacerse más profunda la
fatal discordia y la áspera controversia entre las Iglesias de Oriente y de
Occidente. La división se acentuó por la cuestión de la dependencia canónica de
Bulgaria, que precisamente entonces había aceptado oficialmente el
cristianismo.
En este
período borrascoso, marcado también por conflictos armados entre pueblos
cristianos limítrofes, los santos hermanos de Salónica conservaron una
fidelidad total, llena de vigilancia, a la recta doctrina y a la tradición de
la Iglesia perfectamente unida y, en particular, a las « instituciones divinas
» y a las « instituciones eclesiásticas »,26 sobre las que, según los
cánones de los antiguos Concilios, basaban su estructura y su organización.
Esta fidelidad les permitió llevar a término los grandes objetivos misioneros y
permanecer en plena unidad espiritual y canónica con la Iglesia Romana, con la
Iglesia de Constantinopla y con las nuevas Iglesias, fundadas por ellos entre
los pueblos eslavos.
15.
Metodio, especialmente, no dudaba en afrontar incomprensiones, contrastes e
incluso difamaciones y persecuciones físicas, con tal de no faltar a su
ejemplar fidelidad eclesial, con tal de cumplir sus deberes de cristiano y de
obispo, y los compromisos adquiridos ante la Iglesia de Bizancio, que lo había
engendrado y enviado como misionero junto con Cirilo; ante la Iglesia de Roma,
gracias a la cual desempeñaba su encargo de arzobispo pro fide en el « territorio de san Pedro »; 27 así como
ante aquella Iglesia naciente en tierras eslavas, que él aceptó como propia y
que supo defender —convencido de su justo derecho— ante las autoridades
eclesiásticas y civiles, tutelando concretamente la liturgia en lengua
paleoeslava y los derechos eclesiásticos fundamentales propios de las Iglesias
en las diversas Naciones.
Obrando
así, él recurría siempre, como Constantino Filósofo, al diálogo con los que
eran contrarios a sus ideas o a sus iniciativas pastorales y ponían en duda su
legitimidad. De este modo será siempre un maestro para todos aquellos que, en
cualquier época, tratan de atenuar las discordias respetando la plenitud
multiforme de la Iglesia, la cual, según la voluntad de su Fundador Jesucristo,
debe ser siempre una, santa, católica y apostólica. Tal consigna encontró pleno
eco en el Símbolo de los 150 Padres del II Concilio ecuménico de
Constantinopla, lo cual constituye la intangible profesión de fe de todos los
cristianos.
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