I. INTRODUCCIÓN
1. La preocupación social de la Iglesia,
orientada al desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad, que respete y
promueva en toda su dimensión la persona humana, se ha expresado siempre de
modo muy diverso. Uno de los
medios destacados de intervención ha sido, en los últimos tiempos, el
Magisterio de los Romanos Pontífices, que, a partir de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII como punto de
referencia,1 ha tratado frecuentemente la cuestión, haciendo coincidir
a veces las fechas de publicación de los diversos documentos sociales con los
aniversarios de aquel primer documento.2 Los Sumos Pontífices no han
dejado de iluminar con tales intervenciones aspectos también nuevos de la
doctrina social de la Iglesia. Por consiguiente, a partir de la aportación
valiosísima de León XIII, enriquecida por las sucesivas aportaciones del
Magisterio, se ha formado ya un « corpus » doctrinal renovado, que se va
articulando a medida que la Iglesia, en la plenitud de la Palabra revelada por
Jesucristo 3 y mediante la asistencia del Espíritu Santo (cf. Jn 14, 16.26; 16, 13-15), lee los hechos
según se desenvuelven en el curso de la historia. Intenta guiar de este modo a
los hombres para que ellos mismos den una respuesta, con la ayuda también de la
razón y de las ciencias humanas, a su vocación de constructores responsables de
la sociedad terrena.
2.
En este notable cuerpo de enseñanza social se encuadra y distingue la Encíclica
Populorum Progressio,4 que mi
venerado Predecesor Pablo VI publicó el 26 de marzo de 1967.
La
constante actualidad de esta Encíclica se reconoce fácilmente, si se tiene en
cuenta las conmemoraciones que han tenido lugar a lo largo de este año, de
distinto modo y en muchos ambientes del mundo eclesiástico y civil. Con esta
misma finalidad la Pontificia Comisión Iustitia
et Pax envió el año pasado una carta circular a los Sínodos de las Iglesias
católicas Orientales así como a las Conferencias Episcopales, pidiendo
opiniones y propuestas sobre el mejor modo de celebrar el aniversario de esta
Encíclica, enriquecer asimismo sus enseñanzas y eventualmente actualizarlas. La
misma Comisión promovió, a la conclusión del vigésimo aniversario, una solemne
conmemoración a la cual yo mismo creí oportuno tomar parte con una alocución
final.5 Y ahora, tomado en consideración también el contenido de las
respuestas dadas a la mencionada carta circular, creo conveniente, al término
de 1987, dedicar una Encíclica al tema de la Populorum Progressio.
3.
Con esto me propongo alcanzar principalmente dos objetivos de no poca importancia: por un lado, rendir homenaje
a este histórico documento de Pablo VI y a la importancia de su enseñanza; por
el otro, manteniéndome en la línea trazada por mis venerados Predecesores en la
Cátedra de Pedro, afirmar una vez más la continuidad
de la doctrina social junto con su constante renovación. En efecto,
continuidad y renovación son una prueba de la perenne validez de la enseñanza de la Iglesia.
Esta doble
connotación es característica de su enseñanza en el ámbito social. Por un lado,
es constante porque se mantiene
idéntica en su inspiración de fondo, en sus « principios de reflexión », en sus
fundamentales « directrices de acción » 6 y, sobre todo, en su unión
vital con el Evangelio del Señor. Por el otro, es a la vez siempre nueva, dado que está sometida a las
necesarias y oportunas adaptaciones sugeridas por la variación de las
condiciones históricas así como por el constante flujo de los acontecimientos
en que se mueve la vida de los hombres y de las sociedades.
4.
Convencido de que las enseñanzas de la Encíclica Populorum Progressio, dirigidas a los hombres y a la sociedad de la
década de los sesenta, conservan toda su fuerza de llamado a la conciencia, ahora, en la recta final de los ochenta,
en un esfuerzo por trazar las líneas maestras del mundo actual, —siempre bajo
la óptica del motivo inspirador, « el desarrollo de los pueblos », bien lejos
todavía de haberse alcanzado— me propongo prolongar su eco, uniéndolo con las
posibles aplicaciones al actual momento histórico, tan dramático como el de
hace veinte años.
El tiempo
—lo sabemos bien— tiene siempre la misma cadencia; hoy, sin embargo, se tiene
la impresión de que está sometido a un movimiento de continua aceleración, en razón sobre todo de la multiplicación y
complejidad de los fenómenos que nos tocan vivir. En consecuencia, la configuración del mundo, en el curso de
los últimos veinte años, aún manteniendo algunas constantes fundamentales, ha
sufrido notables cambios y presenta aspectos totalmente nuevos.
Este
período de tiempo, caracterizado a la vigilia del tercer milenio cristiano por
una extendida espera, como si se tratara de un nuevo « adviento »,7 que
en cierto modo concierne a todos los hombres, ofrece la ocasión de profundizar
la enseñanza de la Encíclica, para ver juntos también sus perspectivas.
La presente
reflexión tiene la finalidad de subrayar,
mediante la ayuda de la investigación teológica sobre las realidades
contemporáneas, la necesidad de una concepción más rica y diferenciada del
desarrollo, según las propuestas de la Encíclica, y de indicar asimismo algunas
formas de actuación.
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