IV. EL AUTENTICO DESARROLLO HUMANO
27. La mirada que la Encíclica invita a
dar sobre el mundo contemporáneo nos hace constatar, ante todo, que el
desarrollo no es un proceso
rectilíneo, casi automático y de por sí ilimitado, como si, en ciertas
condiciones, el género humano marchara seguro hacia una especie de perfección
indefinida.49 Esta concepción —unida a una noción de « progreso » de
connotaciones filosóficas de tipo iluminista, más bien que a la de « desarrollo
»,50 usada en sentido específicamente económico-social— parece puesta
ahora seriamente en duda, sobre todo después de la trágica experiencia de las
dos guerras mundiales, de la destrucción planeada y en parte realizada de
poblaciones enteras y del peligro atómico que amenaza. A un ingenuo optimismo mecanicista le reemplaza una
fundada inquietud por el destino de la humanidad.
28. Pero al mismo tiempo ha entrado en
crisis la misma concepción « económica » o « economicista » vinculada a la
palabra desarrollo. En efecto, hoy se comprende mejor que la mera acumulación de bienes y servicios,
incluso en favor de una mayoría, no basta para proporcionar la felicidad
humana. Ni, por consiguiente, la disponibilidad de múltiples beneficios reales, aportados en los
tiempos recientes por la ciencia y la técnica, incluida la informática, traen
consigo la liberación de cualquier forma de esclavitud. Al contrario, la
experiencia de los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de
recursos y potencialidades, puestas a disposición del hombre, no es regida por
un objetivo moral y por una
orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género humano, se vuelve
fácilmente contra él para oprimirlo.
Debería ser altamente instructiva una constatación desconcertante de este período más reciente: junto a las
miserias del subdesarrollo, que son intolerables, nos encontramos con una
especie de superdesarrollo, igualmente
inaceptable porque, como el primero, es contrario al bien y a la felicidad
auténtica. En efecto, este superdesarrollo, consistente en la excesiva
disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías
sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la « posesión » y del goce
inmediato, sin otro horizonte que la multiplicación o la continua sustitución
de los objetos que se poseen por otros todavía más perfectos. Es la llamada
civilización del « consumo » o consumismo, que comporta tantos « desechos » o «
basuras ». Un objeto poseído, y ya superado por otro más perfecto, es
descartado simplemente, sin tener en cuenta su posible valor permanente para
uno mismo o para otro ser humano más pobre.
Todos somos testigos de los tristes efectos de esta ciega
sumisión al mero consumo: en primer término, una forma de materialismo craso, y
al mismo tiempo una radical insatisfacción, porque se comprende rápidamente
que, —si no se está prevenido contra la inundación de mensajes publicitarios y
la oferta incesante y tentadora de productos— cuanto más se posee más se desea,
mientras las aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer, y quizás incluso
sofocadas.
La Encíclica del Papa Pablo VI señalaba esta diferencia, hoy
tan frecuentemente acentuada, entre el « tener » y el « ser »,51 que el
Concilio Vaticano II había expresado con palabras precisas.52 « Tener »
objetos y bienes no perfecciona de por sí al sujeto, si no contribuye a la
maduración y enriquecimiento de su « ser », es decir, a la realización de la
vocación humana como tal.
Ciertamente, la diferencia entre « ser » y « tener », y el
peligro inherente a una mera multiplicación o sustitución de cosas poseídas
respecto al valor del « ser », no debe transformarse necesariamente en una antinomia. Una de las mayores injusticias del mundo
contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es
la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados
originariamente a todos.
Este es pues el
cuadro: están aquéllos —los pocos que poseen mucho— que no llegan
verdaderamente a « ser », porque, por una inversión de la jerarquía de los
valores, se encuentran impedidos por el culto del « tener »; y están los otros
—los muchos que poseen poco o nada— los cuales no consiguen realizar su
vocación humana fundamental al carecer de los bienes indispensables.
El mal no
consiste en el « tener » como tal, sino en el poseer que no respeta la calidad y la ordenada jerarquía de los bienes que se tienen. Calidad y jerarquía que derivan de la
subordinación de los bienes y de su disponibilidad al « ser » del hombre y a su
verdadera vocación.
Con esto se demuestra que si el desarrollo tiene una necesaria
dimensión económica, puesto que debe procurar al mayor número posible de
habitantes del mundo la disponibilidad de bienes indispensables para « ser »,
sin embargo no se agota con esta dimensión. En cambio, si se limita a ésta, el
desarrollo se vuelve contra aquéllos mismos a quienes se desea beneficiar.
Las características de un desarrollo pleno, « más humano »,
el cual —sin negar las necesidades económicas— procure estar a la altura de la
auténtica vocación del hombre y de la mujer, han sido descritas por Pablo
VI.53
29. Por eso, un desarrollo no solamente
económico se mide y se orienta según esta realidad y vocación del hombre visto
globalmente, es decir, según un propio parámetro
interior. Este, ciertamente, necesita de los bienes creados y de los
productos de la industria, enriquecida constantemente por el progreso
científico y tecnológico. Y la
disponibilidad siempre nueva de los bienes materiales, mientras satisface las
necesidades, abre nuevos horizontes. El peligro del abuso consumístico y de la
aparición de necesidades artificiales, de ninguna manera deben impedir la
estima y utilización de los nuevos bienes y recursos puestos a nuestra
disposición. Al contrario, en ello debemos ver un don de Dios y una
respuesta a la vocación del hombre, que se realiza plenamente en Cristo.
Mas para alcanzar el verdadero desarrollo es necesario no
perder de vista dicho parámetro, que está en la naturaleza específica del hombre, creado por Dios a su imagen y
semejanza (cf. Gén 1, 26). Naturaleza
corporal y espiritual, simbolizada en el segundo relato de la creación por dos
elementos: la tierra, con la que Dios
modela al hombre, y el hálito de vida infundido
en su rostro (cf. Gén 2, 7).
El hombre tiene así una cierta afinidad con las demás
creaturas: está llamado a utilizarlas, a ocuparse de ellas y —siempre según la
narración del Génesis (2, 15)— es
colocado en el jardín para cultivarlo y custodiarlo, por encima de todos los
demás seres puestos por Dios bajo su dominio (cf. ibid. 1, 15 s.). Pero al mismo tiempo, el hombre debe someterse a
la voluntad de Dios, que le pone límites en el uso y dominio de las cosas (cf. ibid. 2, 16 s.), a la par que le promete
la inmortalidad (cf. ibid. 2, 9; Sab 2, 23). El hombre, pues, al ser
imagen de Dios, tiene una verdadera afinidad con El. Según esta enseñanza, el
desarrollo no puede consistir solamente en el uso, dominio y posesión indiscriminada de las cosas creadas y de
los productos de la industria humana, sino más bien en subordinar la posesión, el dominio y el uso a la semejanza divina
del hombre y a su vocación a la inmortalidad. Esta es la realidad trascendente del ser humano, la cual desde el principio
aparece participada por una pareja, hombre y mujer (cf. Gén 1, 27), y es por consiguiente fundamentalmente social.
30. Según la Sagrada Escritura, pues, la
noción de desarrollo no es solamente « laica » o « profana », sino que aparece
también, aunque con una fuerte acentuación socioeconómica, como la expresión moderna de una dimensión
esencial de la vocación del hombre. En efecto, el hombre no ha sido creado, por
así decir, inmóvil y estático. La primera presentación que de él ofrece la
Biblia, lo describe ciertamente como creatura
y como imagen, determinada en su
realidad profunda por el origen y el parentesco que lo constituye. Pero esto
mismo pone en el ser humano, hombre y mujer, el germen y la exigencia de
una tarea originaria a realizar, cada
uno por separado y también como pareja. La tarea es « dominar » las demás
creaturas, « cultivar el jardín »; pero hay que hacerlo en el marco de obediencia a la ley divina y, por
consiguiente, en el respeto de la imagen recibida, fundamento claro del poder
de dominio, concedido en orden a su perfeccionamiento (cf. Gén 1, 26-30; 2, 15 s.; Sab
9, 2 s.).
Cuando el hombre desobedece a Dios y se niega a someterse a
su potestad, entonces la naturaleza se le rebela y ya no le reconoce como
señor, porque ha empañado en sí mismo la imagen divina. La llamada a poseer y
usar lo creado permanece siempre válida, pero después del pecado su ejercicio
será arduo y lleno de sufrimientos (cf. Gén
3, 17-19).
En efecto, el capítulo siguiente del Génesis nos presenta la descendencia de Caín, la cual construye una
ciudad, se dedica a la ganadería, a las artes (la música) y a la técnica (la
metalurgia), y al mismo tiempo se empezó a « invocar el nombre del Señor » (cf.
ibid. 4, 17-26).
La historia del género humano, descrita en la Sagrada
Escritura, incluso después de la caída en el pecado, es una historia de continuas realizaciones que, aunque
puestas siempre en crisis y en peligro por el pecado, se repiten, enriquecen y
se difunden como respuesta a la vocación divina señalada desde el principio al
hombre y a la mujer (cf. Gén 1,
26-28) y grabada en la imagen recibida por ellos.
Es lógico concluir, al menos para quienes creen en la
Palabra de Dios, que el « desarrollo » actual debe ser considerado como un
momento de la historia iniciada en la creación y constantemente puesta en
peligro por la infidelidad a la voluntad del Creador, sobre todo por la
tentación de la idolatría, pero que corresponde fundamentalmente a las premisas
iniciales. Quien quisiera renunciar a la tarea,
difícil pero exaltante, de elevar la suerte de todo el hombre y de todos
los hombre, bajo el pretexto del peso de la lucha y del esfuerzo incesante de
superación, o incluso por la experiencia de la derrota y del retorno al punto
de partida, faltaría a la voluntad de Dios Creador. Bajo este aspecto en la
Encíclica Laborem exercens me he
referido a la vocación del hombre al trabajo, para subrayar el concepto de que
siempre es él el protagonista del desarrollo.54
Más aún, el mismo Señor Jesús, en la parábola de los
talentos pone de relieve el trato severo reservado al que osó esconder el
talento recibido: « Siervo malo y perezoso, sabías que yo cosecho donde no
sembré y recojo donde no esparcí... Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos »
(Mt 25, 26-28). A nosotros, que
recibimos los dones de Dios para hacerlos fructificar, nos toca « sembrar » y «
recoger ». Si no lo hacemos, se nos quitará incluso lo que tenemos.
Meditar sobre estas severas palabras nos ayudará a
comprometernos más resueltamente en el deber,
hoy urgente para todos, de cooperar en el desarrollo pleno de los demás: «
desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres ».55
31. La
fe en Cristo Redentor, mientras ilumina interiormente la naturaleza del
desarrollo, guía también en la tarea de colaboración. En la Carta de San Pablo
a los Colosenses leemos que Cristo es « el primogénito de toda la creación » y
que « todo fue creado por él y para él » (1, 15-16). En efecto, « todo tiene en él su consistencia »
porque « Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud y reconciliar
por él y para él todas las cosas ». (Ibid.,
1, 20).
En este plan divino,
que comienza desde la eternidad en Cristo, « Imagen » perfecta del Padre, y
culmina en él, « Primogénito de entre los muertos » (Ibid., 1, 15. 18), se inserta
nuestra historia, marcada por nuestro esfuerzo personal y colectivo por
elevar la condición humana, vencer los obstáculos que surgen siempre en nuestro
camino, disponiéndonos así a participar en la plenitud que « reside en el Señor
» y que la comunica « a su Cuerpo, la Iglesia » (Ibid., 1, 18; cf. Ef 1,
22-23), mientras el pecado, que siempre nos acecha y compromete nuestras
realizaciones humanas, es vencido y rescatado por la « reconciliación » obrada
por Cristo (cf. Col 1, 20).
Aquí se abren las
perspectivas. El sueño de un « progreso indefinido » se verifica,
transformado radicalmente por la nueva óptica que abre la fe cristiana,
asegurándonos que este progreso es posible solamente porque Dios Padre ha
decidido desde el principio hacer al hombre partícipe de su gloria en
Jesucristo resucitado, porque « en él tenemos por medio de su sangre el perdón
de los delitos » (Ef 1, 7), y en él
ha querido vencer al pecado y hacerlo servir para nuestro bien más
grande,56 que supera infinitamente lo que el progreso podría realizar.
Podemos decir, pues, —mientras nos debatimos en medio de las
oscuridades y carencias del subdesarrollo
y del superdesarrollo— que un
día, cuando a este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser
mortal se revista de inmortalidad » (1
Cor 15, 54), cuando el Señor « entregue a Dios Padre el Reino » (Ibid.,15,24), todas las obras y
acciones, dignas del hombre, serán rescatadas.
Además, esta concepción de la fe explica claramente por qué
la Iglesia se preocupa de la
problemática del desarrollo, lo considera un deber de su ministerio pastoral, y ayuda a todos a reflexionar sobre la naturaleza y las
características del auténtico desarrollo humano. Al hacerlo, desea por una
parte, servir al plan divino que ordena todas las cosas hacia la plenitud que
reside en Cristo (cf. Col 1, 19) y
que él comunicó a su Cuerpo, y por otra, responde a la vocación fundamental de
« sacramento; o sea, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la
unidad de todo el género humano ».57
Algunos Padres de la Iglesia se han inspirado en esta visión
para elaborar, de forma original, su concepción del sentido de la historia y del trabajo humano, como encaminado a un
fin que lo supera y definido siempre por su relación con la obra de Cristo. En
otras palabras, es posible encontrar en la enseñanza patrística una visión optimista de la historia y del
trabajo, o sea, del valor perenne de
las auténticas realizaciones humanas, en cuanto rescatadas por Cristo y
destinadas al Reino prometido.58 Así, pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma,
sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria
de los que sufren cerca o lejos, no sólo con lo « superfluo », sino con lo «
necesario ». Ante los casos de necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos
superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al
contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida,
vestido y casa a quien carece de ello.59 Como ya se ha dicho, se nos
presenta aquí una « jerarquía de valores »
—en el marco del derecho de propiedad— entre el « tener » y el « ser », sobre
todo cuando el « tener » de algunos puede ser a expensas del « ser » de tantos
otros.
El Papa Pablo VI, en su Encíclica, sigue esta enseñanza,
inspirándose en la Constitución pastoral
Gaudium et spes.60 Por mi parte, deseo insistir también sobre su
gravedad y urgencia, pidiendo al Señor fuerza para todos los cristianos a fin
de poder pasar fielmente a su aplicación práctica.
32. La obligación de empeñarse por el
desarrollo de los pueblos no es un deber solamente individual, ni mucho menos individualista,
como si se pudiera conseguir con los esfuerzos aislados de cada uno. Es un
imperativo para todos y cada uno de
los hombres y mujeres, para las sociedades y las naciones, en particular para
la Iglesia católica y para las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, con las
que estamos plenamente dispuestos a colaborar en este campo. En este sentido,
así como nosotros los católicos invitamos a los hermanos separados a participar
en nuestras iniciativas, del mismo modo nos declaramos dispuestos a colaborar
en las suyas, aceptando las invitaciones que nos han dirigido. En esta búsqueda
del desarrollo integral del hombre podemos hacer mucho también con los
creyentes de las otras religiones, como en realidad ya se está haciendo en
diversos lugares. En efecto, la cooperación al desarrollo de todo el hombre y
de cada hombre es un deber de todos para
con todos y, al mismo tiempo, debe ser común a las cuatro partes del mundo:
Este y Oeste, Norte y Sur; o, a los diversos « mundos », como suele decirse
hoy. De lo contrario, si trata de realizarlo en una sola parte, o en un solo
mundo, se hace a expensas de los otros; y allí donde comienza, se hipertrofia y
se pervierte al no tener en cuenta a los demás. Los pueblos y las Naciones
también tienen derecho a su desarrollo pleno,
que, si bien implica —como se ha dicho— los aspectos económicos y sociales,
debe comprender también su identidad cultural y la apertura a lo trascendente.
Ni siquiera la necesidad del desarrollo puede tomarse como pretexto para
imponer a los demás el propio modo de vivir o la propia fe religiosa.
33. No sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo
que no respetara y promoviera los derechos
humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las Naciones y de los pueblos.
Hoy, quizá más que antes, se percibe con mayor claridad la contradicción intrínseca de un
desarrollo que fuera solamente económico.
Este subordina fácilmente la persona humana y sus necesidades más profundas a
las exigencias de la planificación económica o de la ganancia exclusiva.
La conexión intrínseca
entre desarrollo auténtico y
respeto de los derechos del hombre, demuestra una vez más su carácter moral: la verdadera elevación del
hombre, conforme a la vocación natural e histórica de cada uno, no se alcanza
explotando solamente la abundancia de
bienes y servicios, o disponiendo de infraestructuras perfectas.
Cuando los individuos y las comunidades no ven rigurosamente
respetadas las exigencias morales, culturales y espirituales fundadas sobre la
dignidad de la persona y sobre la identidad propia de cada comunidad,
comenzando por la familia y las sociedades religiosas, todo lo demás
—disponibilidad de bienes, abundancia de recursos técnicos aplicados a la vida
diaria, un cierto nivel de bienestar material— resultará insatisfactorio y, a
la larga, despreciable. Lo dice claramente el Señor en el Evangelio, llamando
la atención de todos sobre la verdadera jerarquía de valores: « ¿De qué le
servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? » (Mt 16, 26).
El verdadero desarrollo, según las exigencias propias del ser humano, hombre o mujer, niño,
adulto o anciano, implica sobre todo por parte de cuantos intervienen
activamente en ese proceso y son sus responsables, una viva conciencia del valor de los derechos de
todos y de cada uno, así como de la necesidad de respetar el derecho de cada
uno a la utilización plena de los beneficios ofrecidos por la ciencia y la
técnica. En el orden interno de cada Nación, es muy importante que sean
respetados todos los derechos: especialmente el derecho a la vida en todas las
fases de la existencia; los derechos de la familia, como comunidad social
básica o « célula de la sociedad »; la justicia en las relaciones laborales;
los derechos concernientes a la vida de la comunidad política en cuanto tal,
así como los basados en la vocación
trascendente del ser humano, empezando por el derecho a la libertad de
profesar y practicar el propio credo religioso.
En el orden
internacional, o sea, en las relaciones entre los Estados o, según el
lenguaje corriente, entre los diversos « mundos », es necesario el pleno respeto de la identidad de cada pueblo,
con sus características históricas y culturales. Es indispensable además, como
ya pedía la Encíclica Populorum
progressio que se reconozca a cada pueblo igual derecho a « sentarse a la
mesa del banquete común »,61 en lugar de yacer a la puerta como Lázaro,
mientras « los perros vienen y lamen las llagas » (cf. Lc 16, 21). Tanto los pueblos como las personas individualmente
deben disfrutar de una igualdad
fundamental 62 sobre la que se basa, por ejemplo, la Carta de la
Organización de las Naciones Unidas: igualdad que es el fundamento del derecho
de todos a la participación en el proceso de desarrollo pleno. Para ser tal, el
desarrollo debe realizarse en el marco de la solidaridad y de la libertad,
sin sacrificar nunca la una a la otra bajo ningún pretexto. El carácter
moral del desarrollo y la necesidad de promoverlo son exaltados cuando se
respetan rigurosamente todas las exigencias derivadas del orden de la verdad y del bien propios de la creatura
humana. El cristiano, además, educado a ver en el hombre la imagen de Dios,
llamado a la participación de la verdad y del bien que es Dios mismo, no comprende un empeño por el desarrollo y su
realización sin la observancia y el respeto de la dignidad única de esta «
imagen ». En otras palabras, el
verdadero desarrollo debe fundarse en el
amor a Dios y al prójimo, y favorecer las relaciones entre los individuos y
las sociedades. Esta es la « civilización del amor », de la que hablaba
con frecuencia el Papa Pablo VI.
34. El carácter moral del desarrollo no
puede prescindir tampoco del respeto por
los seres que constituyen la naturaleza visible y que los griegos,
aludiendo precisamente al orden que
lo distingue, llamaban el « cosmos ». Estas realidades exigen también respeto, en virtud de una triple
consideración que merece atenta reflexión.
La primera consiste en la conveniencia de
tomar mayor conciencia de que no se
pueden utilizar impunemente las diversas categorías de seres, vivos o inanimados
—animales, plantas, elementos naturales— como mejor apetezca, según las propias
exigencias económicas. Al contrario, conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema
ordenado, que es precisamente el cosmos.
La segunda
consideración se funda, en cambio, en la convicción, cada vez mayor también
de la limitación de los recursos
naturales, algunos de los cuales no son, como suele decirse, renovables. Usarlos como si fueran
inagotables, con dominio absoluto, pone
seriamente en peligro su futura disponibilidad, no sólo para la generación
presente, sino sobre todo para las futuras.
La tercera
consideración se refiere directamente a las consecuencias de un cierto tipo
de desarrollo sobre la calidad de la vida
en las zonas industrializadas. Todos sabemos que el resultado directo o
indirecto de la industrialización es, cada vez más, la contaminación del
ambiente, con graves consecuencias para la salud de la población.
Una vez más, es evidente que el desarrollo, así como la voluntad
de planificación que lo dirige, el uso de los recursos y el modo de utilizarlos
no están exentos de respetar las exigencias morales. Una de éstas impone sin
duda límites al uso de la naturaleza visible. El dominio confiado al hombre por
el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de « usar y
abusar », o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta
por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la
prohibición de « comer del fruto del árbol » (cf. Gén 2, 16 s.), muestra claramente que, ante la naturaleza visible,
estamos sometidos a leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya
transgresión no queda impune. Una justa concepción del desarrollo no puede
prescindir de estas consideraciones —relativas al uso de los elementos de la
naturaleza, a la renovabilidad de los recursos y a las consecuencias de una
industrialización desordenada—, las cuales ponen ante nuestra conciencia la dimensión moral, que debe distinguir el
desarrollo.63
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