V. UNA LECTURA TEOLÓGICA DE
LOS PROBLEMAS MODERNOS
35. A la luz del mismo carácter esencial moral, propio del desarrollo, hay que
considerar también los obstáculos que
se oponen a él. Si durante los años transcurridos desde la publicación de la
Encíclica no se ha dado este desarrollo —o se ha dado de manera escasa,
irregular, cuando no contradictoria—, las razones no pueden ser solamente
económicas. Hemos visto ya cómo intervienen también motivaciones políticas. Las
decisiones que aceleran o frenan el desarrollo de los pueblos, son ciertamente
de carácter político. Y para superar los mecanismos perversos que señalábamos
más arriba y sustituirlos con otros nuevos, más justos y conformes al bien
común de la humanidad, es necesaria una voluntad política eficaz. Por
desgracia, tras haber analizado la situación, hemos de concluir que aquella ha
sido insuficiente. En un documento pastoral como el presente, un análisis
limitado únicamente a las causas económicas y políticas del subdesarrollo y con
las debidas referencias al llamado superdesarrollo, sería incompleto. Es, pues,
necesario individuar las causas de orden moral
que, en el plano de la conducta de los hombres, considerados como personas responsables, ponen un freno al
desarrollo e impiden su realización plena. Igualmente, cuando se disponga de
recursos científicos y técnicos que mediante las necesarias y concretas
decisiones políticas deben contribuir a encaminar finalmente los pueblos hacia
un verdadero desarrollo, la superación de los obstáculos mayores sólo se
obtendrá gracias a decisiones esencialmente
morales, las cuales, para los creyentes y especialmente los cristianos, se
inspirarán en los principios de la fe, con la ayuda de la gracia divina.
36. Por tanto, hay que destacar que un
mundo dividido en bloques, presididos a su vez por ideologías rígidas, donde en
lugar de la interdependencia y la solidaridad, dominan diferentes formas de
imperialismo, no es más que un mundo sometido a estructuras de pecado. La suma de factores negativos, que actúan
contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, parece
crear, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de
superar.64 Si la situación actual hay que atribuirla a dificultades de
diversa índole, se debe hablar de « estructuras de pecado », las cuales —como
ya he dicho en la Exhortación Apostólica Reconciliatio
et paenitentia— se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están
unidas siempre a actos concretos de
las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación.65 Y
así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros
pecados, condicionando la conducta de los hombres.
« Pecado » y « estructuras de pecado », son categorías que
no se aplican frecuentemente a la situación del mundo contemporáneo. Sin
embargo, no se puede llegar fácilmente a una comprensión profunda de la
realidad que tenemos ante nuestros ojos, sin dar un nombre a la raíz de los
males que nos aquejan.
Se puede hablar
ciertamente de « egoísmo » y de « estrechez de miras ». Se puede hablar también
de « cálculos políticos errados » y de « decisiones económicas imprudentes ». Y
en cada una de estas calificaciones se percibe una resonancia de carácter ético-moral. En efecto la condición del
hombre es tal que resulta difícil analizar profundamente las acciones y
omisiones de las personas sin que implique, de una u otra forma, juicios o
referencias de orden ético.
Esta valoración
es de por sí positiva, sobre todo si
llega a ser plenamente coherente y si se funda en la fe en Dios y en su ley,
que ordena el bien y prohíbe el mal.
En esto está la
diferencia entre la clase de análisis socio-político y la referencia formal al
« pecado » y a las « estructuras de pecado ». Según esta última visión, se hace
presente la voluntad de Dios tres veces Santo, su plan sobre los hombres, su
justicia y su misericordia. Dios « rico en misericordia », « Redentor del
hombre », « Señor y dador de vida », exige de los hombres actitudes precisas
que se expresan también en acciones u omisiones ante el prójimo. Aquí
hay una referencia a la llamada « segunda tabla » de los diez Mandamientos (cf.
Ex 20, 12-17; Dt 5, 16-21).
Cuando no se cumplen éstos se ofende a Dios y se perjudica al prójimo,
introduciendo en el mundo condicionamientos y obstáculos que van mucho más allá
de las acciones y de la breve vida del individuo. Afectan asimismo al
desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha debe ser
juzgada también bajo esta luz.
37. A este análisis genérico de orden religioso se pueden añadir algunas consideraciones particulares,
para indicar que entre las opiniones y actitudes opuestas a la voluntad divina
y al bien del prójimo y las « estructuras » que conllevan, dos parecen ser las
más características: el afán de ganancia
exclusiva, por una parte; y por otra, la
sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad. A cada una de estas actitudes podría
añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: « a cualquier precio ».
En otras palabras, nos hallamos ante la absolutización
de actitudes humanas, con todas sus posibles consecuencias.
Ambas actitudes,
aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se
encuentran —en el panorama que tenemos ante nuestros ojos— indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra.
Y como es obvio,
no son solamente los individuos quienes pueden ser víctimas de estas dos
actitudes de pecado pueden serlo también las Naciones y los bloques. Y esto
favorece mayormente la introducción de las « estructuras de pecado », de las
cuales he hablado antes. Si ciertas formas de « imperialismo » moderno se
consideraran a la luz de estos criterios morales, se descubriría que bajo
ciertas decisiones, aparentemente inspiradas solamente por la economía o la
política, se ocultan verdaderas formas de idolatría: dinero, ideología, clase
social y tecnología.
He creído
oportuno señalar este tipo de análisis, ante todo para mostrar cuál es la naturaleza real del mal al que nos
enfrentamos en la cuestión del desarrollo de los pueblos; es un mal moral, fruto de muchos pecados que llevan a « estructuras de pecado ». Diagnosticar
el mal de esta manera es también identificar adecuadamente, a nivel de conducta
humana, el camino a seguir para
superarlo.
38. Este camino es largo y complejo y además está amenazado constantemente tanto por
la intrínseca fragilidad de los
propósitos y realizaciones humanas, cuanto por la mutabilidad de las circunstancias externas tan imprevisibles. Sin
embargo, debe ser emprendido decididamente y, en donde se hayan dado ya algunos
pasos, o incluso recorrido una parte del mismo, seguirlo hasta el final. En el
plano de la consideración presente, la decisión de emprender ese camino o
seguir avanzando implica ante todo un valor moral,
que los hombres y mujeres creyentes reconocen como requerido por la
voluntad de Dios, único fundamento verdadero de una ética absolutamente
vinculante.
Es de desear que
también los hombres y mujeres sin una fe explícita se convenzan de que los
obstáculos opuestos al pleno desarrollo no son solamente de orden económico,
sino que dependen de actitudes más
profundas que se traducen, para el ser humano, en valores absolutos. En
este sentido, es de esperar que todos aquéllos que, en una u otra medida, son
responsables de una « vida más humana » para sus semejantes —estén inspirados o
no por una fe religiosa— se den cuenta plenamente de la necesidad urgente de un
cambio en las actitudes espirituales que definen las relaciones de cada hombre
consigo mismo, con el prójimo, con las comunidades humanas, incluso las más
lejanas y con la naturaleza; y ello en función de unos valores superiores, como
el bien común, o el pleno desarrollo
« de todo el hombre y de todos los hombres », según la feliz expresión de la
Encíclica Populorum Progressio.66
Para los cristianos, así
como para quienes la palabra « pecado » tiene un significado teológico preciso,
este cambio de actitud o de mentalidad, o de modo de ser, se llama, en el
lenguaje bíblico: « conversión » (cf. Mc 1,
15; Lc 13, 35; Is 30, 15). Esta conversión indica especialmente relación a Dios,
al pecado cometido, a sus consecuencias, y, por tanto, al prójimo, individuo o
comunidad. Es Dios, en « cuyas manos
están los corazones de los poderosos »,67 y los de todos, quien puede,
según su promesa, transformar por obra de su Espíritu los « corazones de piedra
», en « corazones de carne » (cf. Ez
36, 26).
En el camino
hacia esta deseada conversión hacia la superación de los obstáculos morales
para el desarrollo, se puede señalar ya, como un valor positivo y moral, la
conciencia creciente de la interdependencia
entre los hombres y entre las Naciones. El hecho de que los hombres y
mujeres, en muchas partes del mundo, sientan como propias las injusticias y las
violaciones de los derechos humanos cometidas en países lejanos, que
posiblemente nunca visitarán, es un signo más de que esta realidad es
transformada en conciencia, que
adquiere así una connotación moral.
Ante todo se trata de la interdependencia,
percibida como sistema determinante de
relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico, cultural, político y religioso,
y asumida como categoría moral. Cuando
la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como
actitud moral y social, y como « virtud », es la solidaridad. Esta no es, pues, un sentimiento superficial por los
males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de
empeñarse por el bien común; es
decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente
responsables de todos. Esta determinación se funda en la firme convicción de que lo que frena el pleno desarrollo es aquel
afán de ganancia y aquella sed de poder de que ya se ha hablado. Tales «
actitudes y estructuras de pecado » solamente se vencen —con la ayuda de la
gracia divina— mediante una actitud
diametralmente opuesta: la entrega por el bien del prójimo, que está
dispuesto a « perderse », en sentido evangélico, por el otro en lugar de
explotarlo, y a « servirlo » en lugar de oprimirlo para el propio provecho (cf.
Mt 10, 40-42; 20, 25; Mc 10, 42-45; Lc 22, 25-27).
39. El ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo
cuando sus miembros se reconocen unos a otros como personas. Los que
cuentan más, al disponer de una porción mayor de bienes y servicios comunes,
han de sentirse responsables de los
más débiles, dispuestos a compartir con ellos lo que poseen. Estos, por su
parte, en la misma línea de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente
pasiva o destructiva del tejido
social y, aunque reivindicando sus legítimos derechos, han de realizar lo que
les corresponde, para el bien de todos. Por su parte, los grupos intermedios no
han de insistir egoísticamente en sus intereses particulares, sino que deben
respetar los intereses de los demás.
Signos positivos
del mundo contemporáneo son la creciente
conciencia de solidaridad de los pobres entre sí, así como también sus
iniciativas de mutuo apoyo y su afirmación
pública en el escenario social, no recurtiendo a la violencia, sino
presentando sus carencias y sus derechos frente a la ineficiencia o a la
corrupción de los poderes públicos. La Iglesia, en virtud de su compromiso
evangélico, se siente llamada a estar junto a esas multitudes pobres, a
discernir la justicia de sus reclamaciones y a ayudar a hacerlas realidad sin
perder de vista al bien de los grupos en función del bien común. El
mismo criterio se aplica, por analogía, en las relaciones internacionales. La
interdependencia debe convertirse en solidaridad,
fundada en el principio de que los bienes de la creación están destinados a todos. Y lo que la
industria humana produce con la elaboración de las materias primas y con la
aportación del trabajo, debe servir igualmente al bien de todos.
Superando los imperialismos
de todo tipo y los propósitos por mantener la propia hegemonía, las Naciones más fuertes y más dotadas deben
sentirse moralmente responsables de
las otras, con el fin de instaurar un verdadero
sistema internacional que se base en la igualdad
de todos los pueblos y en el debido respeto de sus legítimas diferencias. Los Países económicamente más débiles, o
que están en el límite de la supervivencia, asistidos por los demás pueblos y
por la comunidad internacional, deben ser capaces de aportar a su vez al bien
común sus tesoros de humanidad y de cultura, que de otro modo se perderían
para siempre.
La solidaridad nos
ayuda a ver al « otro » —persona, pueblo o Nación—, no como un instrumento
cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo y resistencia
física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un « semejante » nuestro,
una « ayuda » (cf. Gén 2, 18. 20),
para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los
hombres son igualmente invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la
conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos.
Se excluyen así
la explotación, la opresión y la anulación de los demás. Tales hechos, en la
presente división del mundo en bloques contrapuestos, van a confluir en el
peligro de guerra y en la excesiva preocupación por la propia seguridad,
frecuentemente a expensas de la autonomía, de la libre decisión y de la misma
integridad territorial de las Naciones más débiles, que se encuentran en las
llamadas « zonas de influencia » o en los « cinturones de seguridad ».
Las « estructuras
de pecado », y los pecados que conducen a ellas, se oponen con igual
radicalidad a la paz y al desarrollo, pues el desarrollo, según la
conocida expresión de la Encíclica de Pablo VI, es « el nuevo nombre de la paz
».68
De esta manera,
la solidaridad que proponemos es un camino
hacia la paz y hacia el desarrollo. En
efecto, la paz del mundo es inconcebible si no se logra reconocer, por parte de
los responsable, que la interdependencia exige
de por sí la superación de la política de los bloques, la renuncia a toda forma
de imperialismo económico, militar o político, y la transformación de la mutua
desconfianza en colaboración. Este
es, precisamente, el acto propio de
la solidaridad entre los individuos y entre las Naciones.
EL lema del pontificado de mi venerado predecesor Pío XII
eraOpus iustitiae pax, la paz como
fruto de la justicia. Hoy se podría decir, con la misma exactitud y análoga
fuerza de inspiración bíblica (cf. Is 32,
17; Sant 32, 17), Opus solidaritatis pax, la paz como
fruto de la solidaridad. El objetivo de la paz, tan deseada por todos, sólo se
alcanzará con la realización de la justicia social e internacional, y además
con la práctica de las virtudes que favorecen la convivencia y nos enseñan a
vivir unidos, para construir juntos, dando y recibiendo, una sociedad nueva y
un mundo mejor.
40. La solidaridad
es sin duda una virtud cristiana. Ya
en la exposición precedente se podían vislumbrar numerosos puntos de contacto
entre ella y la caridad, que es signo
distintivo de los discípulos de Cristo (cf. Jn
13, 35).
A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí
misma, al revestirse de las dimensiones específicamente
cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo
no es solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con
todos, sino que se convierte en la imagen
viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la
acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo,
con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuestos al
sacrificio, incluso extremo: « dar la vida por los hermanos » (cf. 1 Jn 3, 16).
Entonces la conciencia de la paternidad común de Dios, de la
hermandad de todos los hombres en Cristo, « hijos en el Hijo », de la presencia
y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada sobre el
mundo un nuevo criterio para
interpretarlo. Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y
profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en
última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres
Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra « comunión ». Esta
comunión, específicamente cristiana, celosamente custodiada, extendida y
enriquecida con la ayuda del Señor, es el
alma de la vocación de la Iglesia a ser « sacramento », en el sentido ya
indicado.
Por eso la solidaridad debe cooperar en la realización de
este designio divino, tanto a nivel individual, como a nivel nacional e
internacional. Los « mecanismos perversos » y las « estructuras de pecado », de
que hemos hablado, sólo podrán ser vencidos mediante el ejercicio de la solidaridad
humana y cristiana, a la que la Iglesia invita y que promueve incansablemente. Sólo así tantas energías positivas podrán
ser dedicadas plenamente en favor del desarrollo y de la paz. Muchos santos
canonizados por la Iglesia dan admirable
testimonio de esta solidaridad y sirven de ejemplo en las difíciles
circunstancias actuales. Entre ellos deseo recordar a San Pedro Claver,
con su servicio a los esclavos en Cartagena de Indias, y a San Maximiliano
María Kolbe, dando su vida por un prisionero desconocido en el campo de
concentración de Auschwitz-Oswiecim.
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