V. ESTADO Y CULTURA
44.
León XIII no ignoraba que una sana teoría
del Estado era necesaria para asegurar el desarrollo normal de las
actividades humanas: las espirituales y las materiales, entrambas
indispensables 89. Por esto, en un pasaje de la Rerum novarum el Papa presenta la organización de la sociedad estructurada
en tres poderes —legislativo, ejecutivo y judicial—, lo cual constituía
entonces una novedad en las enseñanzas de la Iglesia 90. Tal
ordenamiento refleja una visión realista de la naturaleza social del hombre, la
cual exige una legislación adecuada para proteger la libertad de todos. A este
respecto es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras
esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el
principio del «Estado de derecho», en el cual es soberana la ley y no la
voluntad arbitraria de los hombres.
A esta
concepción se ha opuesto en tiempos modernos el totalitarismo, el cual, en la
forma marxista-leninista, considera que algunos hombres, en virtud de un
conocimiento más profundo de las leyes de desarrollo de la sociedad, por una
particular situación de clase o por contacto con las fuentes más profundas de
la conciencia colectiva, están exentos del error y pueden, por tanto, arrogarse
el ejercicio de un poder absoluto. A esto hay que añadir que el totalitarismo
nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad
trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad,
tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre
los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen
inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa
la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios
de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar
los derechos de los demás. Entonces el hombre es respetado solamente en la
medida en que es posible instrumentalizarlo para que se afirme en su egoísmo.
La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de
la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible
y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni
el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social,
poniéndose en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o
incluso intentando destruirla 91.
45. La cultura y la praxis del totalitarismo comportan además la negación
de la Iglesia. El Estado, o
bien el partido, que cree poder realizar en la historia el bien absoluto y se
erige por encima de todos los valores, no puede tolerar que se sostenga un criterio objetivo del bien y del mal, por
encima de la voluntad de los gobernantes y que, en determinadas circunstancias,
puede servir para juzgar su comportamiento. Esto explica por qué el
totalitarismo trata de destruir la Iglesia o, al menos, someterla,
convirtiéndola en instrumento del propio aparato ideológico 92.
El Estado
totalitario tiende, además, a absorber en sí mismo la nación, la sociedad, la
familia, las comunidades religiosas y las mismas personas. Defendiendo la
propia libertad, la Iglesia defiende la persona, que debe obedecer a Dios antes
que a los hombres (cf. Hch 5, 29);
defiende la familia, las diversas organizaciones sociales y las naciones,
realidades todas que gozan de un propio ámbito de autonomía y soberanía.
46.
La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la
participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los
gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o
bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica 93. Por esto
mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que,
por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del
Estado.
Una
auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la
base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las
condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la
educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la
«subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de
participación y de corresponsabilidad. Hoy se tiende a afirmar que el
agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud
fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos
están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son
fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea
determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios
políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad
última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las
convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de
poder. Una democracia sin valores se convierte con
facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.
La Iglesia
tampoco cierra los ojos ante el peligro del fanatismo o fundamentalismo de
quienes, en nombre de una ideología con pretensiones de científica o religiosa,
creen que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del
bien. No es de esta índole la verdad
cristiana. Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en
un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica y reconoce que la vida
del hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas.
La Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de
la persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad 94.
La
libertad, no obstante, es valorizada en pleno solamente por la aceptación de la
verdad. En un mundo sin verdad la libertad pierde su consistencia y el hombre
queda expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o
encubiertos. El cristiano vive la libertad y la sirve (cf. Jn 8, 31-32), proponiendo continuamente,
en conformidad con la naturaleza misionera de su vocación, la verdad que ha
conocido. En el diálogo con
los demás hombres y estando atento a la parte de verdad que encuentra en la
experiencia de vida y en la cultura de las personas y de las naciones, el
cristiano no renuncia a afirmar todo lo que le han dado a conocer su fe y el
correcto ejercicio de su razón 95.
47.
Después de la caída del totalitarismo comunista y de otros muchos regímenes totalitarios
y de «seguridad nacional», asistimos hoy al predominio, no sin contrastes, del
ideal democrático junto con una viva atención y preocupación por los derechos
humanos. Pero, precisamente por esto, es necesario que los pueblos que están
reformando sus ordenamientos den a la democracia un auténtico y sólido
fundamento, mediante el reconocimiento explícito de estos derechos 96.
Entre los principales hay que recordar: el derecho a la vida, del que forma
parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre,
después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en
un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el
derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la
búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo
para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento popio y de
los seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y
educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y
síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa,
entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad
con la dignidad trascendente de la propia persona 97.
También en
los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre son
repetados totalmente estos derechos. Y nos referimos no solamente al escándalo
del aborto, sino también a diversos aspectos de una crisis de los sistemas
democráticos, que a veces parece que han perdido la capacidad de decidir según
el bien común. Los interrogantes que se plantean en la sociedad a menudo no son
examinados según criterios de justicia y moralidad, sino más bien de acuerdo
con la fuerza electoral o financiera de los grupos que los sostienen.
Semejantes desviaciones de la actividad política con el tiempo producen
desconfianza y apatía, con lo cual disminuye la participación y el espíritu
cívico entre la población, que se siente perjudicada y desilusionada. De ahí
viene la creciente incapacidad para encuadrar los intereses particulares en una
visión coherente del bien común. Éste, en efecto, no es la simple suma de los
intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha
según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una
exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona 98.
La Iglesia
respeta la legítima autonomía del orden
democrático; pero no posee título alguno para expresar preferencias por una
u otra solución institucional o constitucional. La aportación que ella ofrece
en este sentido es precisamente el concepto de la dignidad de la persona, que
se manifiesta en toda su plenitud en el misterio del Verbo encarnado 99.
48.
Estas consideraciones generales se reflejan también sobre el papel del Estado en el sector de la
economía. La actividad económica, en particular la economía de mercado, no
puede desenvolverse en medio de un vacío institucional, jurídico y político.
Por el contrario, supone una seguridad que garantiza la libertad individual y
la propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos
eficientes. La primera incumbencia del Estado es, pues, la de garantizar esa
seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda gozar de los frutos de
su trabajo y, por tanto, se sienta estimulado a realizarlo eficiente y
honestamente. La falta de seguridad, junto con la corrupción de los poderes
públicos y la proliferación de fuentes impropias de enriquecimiento y de
beneficios fáciles, basados en actividades ilegales o puramente especulativas,
es uno de los obstáculos principales para el desarrollo y para el orden
económico.
Otra
incumbencia del Estado es la de vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos
humanos en el sector económico; pero en este campo la primera responsabilidad
no es del Estado, sino de cada persona y de los diversos grupos y asociaciones
en que se articula la sociedad. El Estado no podría asegurar directamente el
derecho a un puesto de trabajo de todos los ciudadanos, sin estructurar
rígidamente toda la vida económica y sofocar la libre iniciativa de los
individuos. Lo cual, sin embargo, no significa que el Estado no tenga ninguna
competencia en este ámbito, como han afirmado quienes propugnan la ausencia de
reglas en la esfera económica. Es más, el Estado tiene el deber de secundar la
actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de
trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de
crisis.
El Estado
tiene, además, el derecho a intervenir, cuando situaciones particulares de
monopolio creen rémoras u obstáculos al desarrollo. Pero, aparte de estas
incumbencias de armonización y dirección del desarrollo, el Estado puede
ejercer funciones de suplencia en
situaciones excepcionales, cuando sectores sociales o sistemas de empresas,
demasiado débiles o en vías de formación, sean inadecuados para su cometido.
Tales intervenciones de suplencia, justificadas por razones urgentes que atañen
al bien común, en la medida de lo posible deben ser limitadas temporalmente,
para no privar establemente de sus competencias a dichos sectores sociales y
sistemas de empresas y para no ampliar excesivamente el ámbito de intervención
estatal de manera perjudicial para la libertad tanto económica como civil.
En los
últimos años ha tenido lugar una vasta ampliación de ese tipo de intervención,
que ha llegado a constituir en cierto modo un Estado de índole nueva: el
«Estado del bienestar». Esta evolución se ha dado en algunos Estados para
responder de manera más adecuada a muchas necesidades y carencias tratando de
remediar formas de pobreza y de privación indignas de la persona humana. No
obstante, no han faltado excesos y abusos que, especialmente en los años más
recientes, han provocado duras críticas a ese Estado del bienestar, calificado
como «Estado asistencial». Deficiencias y abusos del mismo derivan de una
inadecuada comprensión de los deberes propios del Estado. En este ámbito
también debe ser respetado el principio
de subsidiariedad. Una estructura social de orden superior no debe
interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola
de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y
ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con
miras al bien común 100.
Al
intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado
asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de
los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la
preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos.
Efectivamente, parece que conoce mejor las necesidades y logra sastisfacerlas
de modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien está cerca del
necesitado. Además, un cierto tipo de necesidades requiere con frecuencia una
respuesta que sea no sólo material, sino que sepa descubrir su exigencia humana
más profunda. Conviene pensar también en la situación de los prófugos y
emigrantes, de los ancianos y enfermos, y en todos los demás casos, necesitados
de asistencia, como es el de los drogadictos: personas todas ellas que pueden
ser ayudadas de manera eficaz solamente por quien les ofrece, aparte de los
cuidados necesarios, un apoyo sinceramente fraterno.
49.
En este campo la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, su Fundador, está presente
desde siempre con sus obras, que tienden a ofrecer al hombre necesitado un
apoyo material que no lo humille ni lo reduzca a ser únicamente objeto de
asistencia, sino que lo ayude a salir de su situación precaria, promoviendo su
dignidad de persona. Gracias a Dios, hay que decir que la caridad operante
nunca se ha apagado en la Iglesia y, es más, tiene actualmente un multiforme y
consolador incremento. A este respecto, es digno de mención especial el fenómeno del voluntariado, que la
Iglesia favorece y promueve, solicitando la colaboración de todos para
sostenerlo y animarlo en sus iniciativas.
Para
superar la mentalidad individualista, hoy día tan difundida, se requiere un compromiso concreto de solidaridad y
caridad, que comienza dentro de la familia con la mutua ayuda de los esposos
y, luego, con las atenciones que las generaciones se prestan entre sí. De este
modo la familia se cualifica como comunidad de trabajo y de solidaridad. Pero
ocurre que cuando la familia decide realizar plenamente su vocación, se puede
encontrar sin el apoyo necesario por parte del Estado, que no dispone de
recursos suficientes. Es urgente, entonces, promover iniciativas políticas no
sólo en favor de la familia, sino también políticas sociales que tengan como
objetivo principal a la familia misma, ayudándola mediante la asignación de
recursos adecuados e instrumentos eficaces de ayuda, bien sea para la educación
de los hijos, bien sea para la atención de los ancianos, evitando su
alejamiento del núcleo familiar y consolidando las relaciones entre las generaciones
101.
Además de
la familia, desarrollan también funciones primarias y ponen en marcha
estructuras específicas de solidaridad otras sociedades intermedias.
Efectivamente, éstas maduran como verdaderas comunidades de personas y
refuerzan el tejido social, impidiendo que caiga en el anonimato y en una
masificación impersonal, bastante frecuente por desgracia en la sociedad
moderna. En medio de esa múltiple interacción de las relaciones vive la persona
y crece la «subjetividad de la sociedad». El individuo hoy día queda sofocado
con frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado. En efecto, da la
impresión a veces de que existe sólo como productor y consumidor de mercancías,
o bien como objeto de la administración del Estado, mientras se olvida que la
convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado, ya
que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben estar el Estado y
el mercado. El hombre es, ante todo, un ser que busca la verdad y se esfuerza por
vivirla y profundizarla en un diálogo continuo que implica a las generaciones
pasadas y futuras 102.
50.
Esta búsqueda abierta de la verdad, que se renueva cada generación, caracteriza
la cultura de la nación. En efecto, el
patrimonio de los valores heredados y adquiridos, es con frecuencia objeto de
contestación por parte de los jóvenes. Contestar, por otra parte, no quiere
decir necesariamente destruir o rechazar a
priori, sino que quiere significar sobre todo someter a prueba en la propia
vida y, tras esta verificación existencial, hacer que esos valores sean más
vivos, actuales y personales, discerniendo lo que en la tradición es válido
respecto de falsedades y errores o de formas obsoletas, que pueden ser
sustituidas por otras más en consonancia con los tiempos.
En este
contexto conviene recordar que la
evangelización se inserta también en la cultura de las naciones, ayudando a
ésta en su camino hacia la verdad y en la tarea de purificación y
enriquecimiento 103. Pero, cuando una cultura se encierra en sí misma y
trata de perpetuar formas de vida anticuadas, rechazando cualquier cambio y
confrontación sobre la verdad del hombre, entonces se vuelve estéril y lleva a
su decadencia.
51.
Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una
recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se
requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella
su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás
hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio
personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por
esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se compromete a construir
el propio futuro depende de la concepción que tiene de sí mismo y de su
destino. Es a este nivel donde tiene lugar la
contribución específica y decisiva de la Iglesia en favor de la verdadera
cultura. Ella promueve el nivel de los comportamientos humanos que
favorecen la cultura de la paz contra los modelos que anulan al hombre en la
masa, ignoran el papel de su creatividad y libertad y ponen la grandeza del
hombre en sus dotes para el conflicto y para la guerra. La Iglesia lleva a cabo
este servicio predicando la verdad sobre
la creación del mundo, que Dios ha puesto en las manos de los hombres para
que lo hagan fecundo y más perfecto con su trabajo, y predicando la verdad sobre la Redención, mediante la cual el Hijo
de Dios ha salvado a todos los hombres y al mismo tiempo los ha unido entre sí
haciéndolos responsables unos de otros. La Sagrada Escritura nos habla
continuamente del compromiso activo en favor del hermano y nos presenta la
exigencia de una corresponsabilidad que debe abarcar a todos los hombres.
Esta
exigencia no se limita a los confines de la propia familia, y ni siquiera de la
nación o del Estado, sino que afecta ordenadamente a toda la humanidad, de
manera que nadie debe considerarse extraño o indiferente a la suerte de otro
miembro de la familia humana. En efecto, nadie puede afirmar que no es
responsable de la suerte de su hermano (cf. Gn
4, 9; Lc 10, 29-37; Mt 25, 31-46). La atenta y premurosa
solicitud hacia el prójimo, en el momento mismo de la necesidad, —facilitada
incluso por los nuevos medios de comunicación que han acercado más a los
hombres entre sí— es muy importante para la búsqueda de los instrumentos de
solución de los conflictos internacionales que puedan ser una alternativa a la
guerra. No es difícil afirmar que el ingente poder de los medios de
destrucción, accesibles incluso a las medias y pequeñas potencias, y la
conexión cada vez más estrecha entre los pueblos de toda la tierra, hacen muy
arduo o prácticamente imposible limitar las consecuencias de un conflicto.
52.
Los Pontífices Benedicto XV y sus sucesores han visto claramente este peligro
104, y yo mismo, con ocasión de la reciente y dramática guerra en el
Golfo Pérsico, he repetido el grito: «¡Nunca más la guerra!». ¡No, nunca más la
guerra!, que destruye la vida de los inocentes, que enseña a matar y trastorna
igualmente la vida de los que matan, que deja tras de sí una secuela de
rencores y odios, y hace más difícil la justa solución de los mismos problemas
que la han provocado. Así como dentro de cada Estado ha llegado finalmente el
tiempo en que el sistema de la venganza privada y de la represalia ha sido
sustituido por el imperio de la ley, así también es urgente ahora que semejante
progreso tenga lugar en la Comunidad internacional. No hay que olvidar tampoco
que en la raíz de la guerra hay, en general, reales y graves razones:
injusticias sufridas, frustraciones de legítimas aspiraciones, miseria o
explotación de grandes masas humanas desesperadas, las cuales no ven la
posibilidad objetiva de mejorar sus condiciones por las vías de la paz.
Por eso, el
otro nombre de la paz es el desarrollo 105. Igual que existe la
responsabilidad colectiva de evitar la guerra, existe también la responsabilidad
colectiva de promover el desarrollo. Y así como a nivel interno es posible y
obligado construir una economía social que oriente el funcionamiento del
mercado hacia el bien común, del mismo modo son necesarias también
intervenciones adecuadas a nivel internacional. Por esto hace falta un gran esfuerzo de comprensión recíproca,
de conocimiento y sensibilización de las conciencias. He ahí la deseada
cultura que hace aumentar la confianza en las potencialidades humanas del pobre
y, por tanto, en su capacidad de mejorar la propia condición mediante el
trabajo y contribuir positivamente al bienestar económico. Sin embargo, para
lograr esto, el pobre —individuo o nación— necesita que se le ofrezcan
condiciones realmente asequibles. Crear tales condiciones es el deber de una concertación mundial para el desarrollo, que
implica además el sacrificio de las posiciones ventajosas en ganancias y poder,
de las que se benefician las economías más desarrolladas 106.
Esto puede
comportar importantes cambios en los estilos de vida consolidados, con el fin
de limitar el despilfarro de los recursos ambientales y humanos, permitiendo
así a todos los pueblos y hombres de la tierra el poseerlos en medida
suficiente. A esto hay que añadir la valoración de los nuevos bienes materiales
y espirituales, fruto del trabajo y de la cultura de los pueblos hoy
marginados, para obtener así el enriquecimiento humano general de la familia de
las naciones.
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