«Si quieres entrar en
la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17)
12.
Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque él es el Bien. Pero
Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando
al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley
inscrita en su corazón (cf. Rm 2,
15), la «ley natural». Ésta
«no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios.
Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio
esta luz y esta ley en la creación» 19. Después lo hizo en la historia de Israel,
particularmente con las «diez palabras», o sea, con los mandamientos del Sinaí, mediante los cuales él fundó el pueblo de
la Alianza (cf. Ex 24) y lo llamó a
ser su «propiedad personal entre todos los pueblos», «una nación santa» (Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer su
santidad entre todas las naciones (cf. Sb
18, 4; Ez 20, 41). La entrega del
Decálogo es promesa y signo de la alianza
nueva, cuando la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el
corazón del hombre (cf. Jr 31,
31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado aquel corazón
(cf. Jr 17, 1). Entonces será dado
«un corazón nuevo» porque en él habitará «un espíritu nuevo», el Espíritu de
Dios (cf. Ez 36, 24-28) 20.
Por esto, y
tras precisar que «uno solo es el Bueno», Jesús responde al joven: «Si quieres
entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). De este modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna y la obediencia a los
mandamientos de Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la
vida eterna y a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los
mandamientos del Decálogo son nuevamente dados a los hombres; él mismo los
confirma definitivamente y nos los propone como camino y condición de
salvación. El mandamiento se vincula con
una promesa: en la antigua alianza el objeto de la promesa era la posesión
de la tierra en la que el pueblo gozaría de una existencia libre y según
justicia (cf. Dt 6, 20-25); en la
nueva alianza el objeto de la promesa es el «reino de los cielos», tal como lo
afirma Jesús al comienzo del «Sermón de la montaña» —discurso que contiene la
formulación más amplia y completa de la Ley nueva (cf. Mt 5-7)—, en clara conexión con el Decálogo entregado por Dios a
Moisés en el monte Sinaí. A esta misma realidad del reino se refiere la
expresión vida eterna, que es
participación en la vida misma de Dios; aquélla se realiza en toda su perfección
sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se convierte ya desde ahora en
luz de la verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de
una plenitud en el seguimiento de Cristo. En efecto, Jesús dice a sus
discípulos después del encuentro con el joven rico: «Todo aquel que haya dejado
casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre,
recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29).
13.
La respuesta de Jesús no le basta todavía al joven, que insiste preguntando al
Maestro sobre los mandamientos que hay que observar: «"¿Cuáles?", le dice él» (Mt 19, 18). Le interpela sobre qué debe
hacer en la vida para dar testimonio de la santidad de Dios. Tras haber
dirigido la atención del joven hacia Dios, Jesús le recuerda los mandamientos
del Decálogo que se refieren al prójimo: «No matarás, no cometerás adulterio,
no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y
amarás a tu prójimo como a ti mismo». (Mt
19, 18-19).
Por el
contexto del coloquio y, especialmente, al comparar el texto de Mateo con las
perícopas paralelas de Marcos y de Lucas, aparece que Jesús no pretende
detallar todos y cada uno de los mandamientos necesarios para «entrar en la
vida» sino, más bien, indicar al joven la «centralidad»
del Decálogo respecto a cualquier otro precepto, como interpretación de lo
que para el hombre significa «Yo soy el Señor tu Dios». Sin embargo, no nos
pueden pasar desapercibidos los mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al
joven: son determinados preceptos que pertenecen a la llamada «segunda tabla»
del Decálogo, cuyo compendio (cf. Rm 13,
8-10) y fundamento es el mandamiento del
amor al prójimo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 19; cf. Mc 12, 31).
En este precepto se expresa precisamente la
singular dignidad de la persona humana, la cual es la «única criatura en la
tierra a la que Dios ha amado por sí misma» 21. En efecto, los diversos
mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del único mandamiento
que se refiere al bien de la persona, como compendio de los múltiples bienes
que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios,
con el prójimo y con el mundo material. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia católica, «los diez mandamientos pertenecen
a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del
hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente,
los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana»
22.
Los
mandamientos, recordados por Jesús a su joven interlocutor, están destinados a
tutelar el bien de la persona humana,
imagen de Dios, a través de la tutela de sus bienes particulares. El «no matarás, no cometerás adulterio, no
robarás, no levantarás falso testimonio», son normas morales formuladas en
términos de prohibición. Los preceptos negativos expresan con singular fuerza
la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las
personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena fama.
Los
mandamientos constituyen, pues, la condición básica para el amor al prójimo y
al mismo tiempo son su verificación. Constituyen la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad, su inicio.
«La primera libertad —dice san Agustín— consiste en estar exentos de
crímenes..., como serían el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo,
el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno comienza a no ser
culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a
alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad,
no la libertad perfecta...» 23.
14.
Todo ello no significa que Cristo pretenda dar la precedencia al amor al
prójimo o separarlo del amor a Dios. Esto lo confirma su diálogo con el doctor
de la ley, el cual hace una pregunta muy parecida a la del joven. Jesús le
remite a los dos mandamientos del amor a
Dios y del amor al prójimo (cf. Lc 10,
25-27) y le invita a recordar que sólo su observancia lleva a la vida eterna:
«Haz eso y vivirás» (Lc 10, 28). Es,
pues, significativo que sea precisamente el segundo de estos mandamientos el
que suscite la curiosidad y la pregunta del doctor de la ley: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). El Maestro responde con la
parábola del buen samaritano, la parábola-clave para la plena comprensión del
mandamiento del amor al prójimo (cf. Lc 10,
30-37).
Los dos
mandamientos, de los cuales «penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22, 40), están profundamente unidos
entre sí y se compenetran recíprocamente. De
su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su
misión culmina en la cruz que redime (cf. Jn
3, 14-15), signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad (cf. Jn 13, 1).
Tanto el
Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin el amor al prójimo, que se concreta
en la observancia de los mandamientos, no
es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma con extraordinario
vigor: «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un
mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a
quien no ve» (Jn 4, 20). El
evangelista se hace eco de la predicación moral de Cristo, expresada de modo
admirable e inequívoco en la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37) y en el «discurso» sobre
el juicio final (cf. Mt 25, 31-46).
15.
En el «Sermón de la montaña», que constituye la carta magna de la moral evangélica 24, Jesús dice: «No
penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a abolir,
sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17).
Cristo es la clave de las Escrituras: «Vosotros investigáis las Escrituras,
ellas son las que dan testimonio de mí» (cf. Jn 5, 39); él es el centro de la economía de la salvación, la
recapitulación del Antiguo y del Nuevo Testamento, de las promesas de la Ley y
de su cumplimiento en el Evangelio; él es el vínculo viviente y eterno entre la
antigua y la nueva alianza. Por su parte, san Ambrosio, comentando el texto de
Pablo en que dice: «el fin de la ley es Cristo» (Rm 10, 4), afirma que es «fin no en cuanto defecto, sino en cuanto
plenitud de la ley; la cual se cumple en Cristo (plenitudo legis in Christo est), porque él no vino a abolir la ley,
sino a darle cumplimiento. Al igual que, aunque existe un Antiguo Testamento,
toda verdad está contenida en el Nuevo, así ocurre con la ley: la que fue dada
por medio de Moisés es figura de la verdadera ley. Por tanto, la mosaica es
imagen de la verdad» 25.
Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de
Dios —en
particular, el mandamiento del amor al prójimo—, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo
brota de un corazón que ama y que,
precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los mandamientos no deben
ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una
senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso
interior es el amor (cf. Col 3, 14).
Así, el mandamiento «No matarás», se transforma en la llamada a un amor
solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el
adulterio, se convierte en la invitación a una mirada pura, capaz de respetar
el significado esponsal del cuerpo: «Habéis oído que se dijo a los antepasados:
No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano,
será reo ante el tribunal... Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una
mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 21-22. 27-28). Jesús mismo es el
«cumplimiento» vivo de la Ley, ya que él realiza su auténtico significado con
el don total de sí mismo; él mismo se
hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el
Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza
para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13, 34-35).
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