VI. EL HOMBRE ES EL CAMINO DE LA IGLESIA
53. Ante la
miseria del proletariado decía León XIII: «Afrontamos con confianza este
argumento y con pleno derecho por parte nuestra... Nos parecería faltar al deber de nuestro oficio
si callásemos»107. En los últimos cien años la
Iglesia ha manifestado repetidas veces su pensamiento, siguiendo de cerca la
continua evolución de la cuestión social, y esto no lo ha hecho ciertamente
para recuperar privilegios del pasado o para imponer su propia concepción. Su
única finalidad ha sido la atención y la
responsabilidad hacia el hombre, confiado a ella por Cristo mismo, hacia este hombre, que, como el Concilio
Vaticano II recuerda, es la única criatura que Dios ha querido por sí misma y
sobre la cual tiene su proyecto, es decir, la participación en la salvación
eterna. No se trata del hombre abstracto, sino del hombre real, concreto e
histórico: se trata de cada hombre, porque
a cada uno llega el misterio de la redención, y con cada uno se ha unido Cristo
para siempre a través de este misterio 108. De ahí se sigue que la
Iglesia no puede abandonar al hombre, y que «este hombre es el primer camino
que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión..., camino trazado
por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la
encarnación y de la redención»109.
Es esto y
solamente esto lo que inspira la doctrina social de la Iglesia. Si ella ha ido
elaborándola progresivamente de forma sistemática, sobre todo a partir de la
fecha que estamos conmemorando, es porque toda la riqueza doctrinal de la
Iglesia tiene como horizonte al hombre en su realidad concreta de pecador y de
justo.
54.
La doctrina social, especialmente hoy día, mira al hombre, inserido en la compleja trama de relaciones de la
sociedad moderna. Las ciencias humanas y la filosofía ayudan a interpretar la centralidad del hombre en la sociedad y
a hacerlo capaz de comprenderse mejor a sí mismo, como «ser social». Sin
embargo, solamente la fe le revela plenamente su identidad verdadera, y
precisamente de ella arranca la doctrina social de la Iglesia, la cual,
valiéndose de todas las aportaciones de las ciencias y de la filosofía, se
propone ayudar al hombre en el camino de la salvación.
La
encíclica Rerum novarum puede ser
leída como una importante aportación al análisis socioeconómico de finales del
siglo XIX, pero su valor particular le viene de ser un documento del
Magisterio, que se inserta en la misión evangelizadora de la Iglesia, junto con
otros muchos documentos de la misma índole. De esto se deduce que la doctrina social tiene de por sí el valor
de un instrumento de evangelización: en
cuanto tal, anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre
y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo. Solamente bajo esta
perspectiva se ocupa de lo demás: de los derechos humanos de cada uno y, en
particular, del «proletariado», la familia y la educación, los deberes del
Estado, el ordenamiento de la sociedad nacional e internacional, la vida
económica, la cultura, la guerra y la paz, así como del respeto a la vida desde
el momento de la concepción hasta la muerte.
55.
La Iglesia conoce el «sentido del hombre» gracias a la Revelación divina. «Para
conocer al hombre, el hombre verdadero, el hombre integral, hay que conocer a
Dios», decía Pablo VI, citando a continuación a santa Catalina de Siena, que en
una oración expresaba la misma idea: «En la naturaleza divina, Deidad eterna,
conoceré la naturaleza mía»110.
Por eso, la
antropología cristiana es en realidad un capítulo de la teología y, por esa
misma razón, la doctrina social de la Iglesia, preocupándose del hombre,
interesándose por él y por su modo de comportarse en el mundo, «pertenece... al
campo de la teología y especialmente de la teología moral»111. La
dimensión teológica se hace necesaria para interpretar y resolver los actuales
problemas de la convivencia humana. Lo cual es válido —hay que subrayarlo—
tanto para la solución «atea», que priva al hombre de una parte esencial, la
espiritual, como para las soluciones permisivas o consumísticas, las cuales con
diversos pretextos tratan de convencerlo de su independencia de toda ley y de
Dios mismo, encerrándolo en un egoísmo que termina por perjudicarle a él y a
los demás.
La Iglesia,
cuando anuncia al hombre la salvación
de Dios, cuando le ofrece y comunica la vida divina mediante los sacramentos,
cuando orienta su vida a través de los mandamientos del amor a Dios y al
prójimo, contribuye al enriquecimiento de la dignidad del hombre. Pero la
Iglesia, así como no puede abandonar nunca esta misión religiosa y trascendente
en favor del hombre, del mismo modo se da cuenta de que su obra encuentra hoy
particulares dificultades y obstáculos. He aquí por qué se compromete siempre
con renovadas fuerzas y con nuevos métodos en la evangelización que promueve al
hombre integral. En vísperas del tercer milenio sigue siendo «signo y
salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana»112, como
ha tratado de hacer siempre desde el comienzo de su existencia, caminando junto
al hombre a lo largo de toda la historia. La encíclica Rerum novarum es una expresión significativa de ello.
56.
En el primer centenario de esta Encíclica, deseo dar las gracias a todos los que
se han dedicado a estudiar, profundizar y divulgar la doctrina social cristiana. Para ello es indispensable la
colaboración de las Iglesias locales, y yo espero que la conmemoración sea
ocasión de un renovado impulso para su estudio, difusión y aplicación en todos
los ámbitos.
Deseo, en
particular, que sea dada a conocer y que sea aplicada en los distintos países
donde, después de la caída del socialismo real, se manifiesta una grave
desorientación en la tarea de reconstrucción. A su vez, los países occidentales
corren el peligro de ver en esa caída la victoria unilateral del propio sistema
económico, y por ello no se preocupen de introducir en él los debidos cambios.
Los países del Tercer Mundo, finalmente, se encuentran más que nunca ante la
dramática situación del subdesarrollo, que cada día se hace más grave.
León XIII,
después de haber formulado los principios y orientaciones para la solución de
la cuestión obrera, escribió unas palabras decisivas: «Cada uno haga la parte
que le corresponde y no tenga dudas, porque el retraso podría hacer más difícil
el cuidado de un mal ya tan grave»; y añade más adelante: «Por lo que se
refiere a la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto ella regateará su
esfuerzo»113.
57.
Para la Iglesia el mensaje social del Evangelio no debe considerarse como una
teoría, sino, por encima de todo, un fundamento y un estímulo para la acción.
Impulsados por este mensaje, algunos de los primeros cristianos distribuían sus
bienes a los pobres, dando testimonio de que, no obstante las diversas
proveniencias sociales, era posible una convivencia pacífica y solidaria. Con
la fuerza del Evangelio, en el curso de los siglos, los monjes cultivaron las
tierras; los religiosos y las religiosas fundaron hospitales y asilos para los
pobres; las cofradías, así como hombres y mujeres de todas las clases sociales,
se comprometieron en favor de los necesitados y marginados, convencidos de que
las palabras de Cristo: «Cuantas veces hagáis estas cosas a uno de mis hermanos
más pequeños, lo habéis hecho a mí» (Mt 25,
40) no deben quedarse en un piadoso deseo, sino convertirse en compromiso
concreto de vida.
Hoy más que
nunca, la Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el
testimonio de las obras, antes que
por su coherencia y lógica interna. De esta conciencia deriva también su opción
preferencial por los pobres, la cual nunca es exclusiva ni discriminatoria de
otros grupos. Se trata, en efecto, de una opción que no vale solamente para la
pobreza material, pues es sabido que, especialmente en la sociedad moderna, se
hallan muchas formas de pobreza no sólo económica, sino también cultural y
religiosa. El amor de la Iglesia por los pobres, que es determinante y
pertenece a su constante tradición, la impulsa a dirigirse al mundo en el cual,
no obstante el progreso técnico-económico, la pobreza amenaza con alcanzar
formas gigantescas. En los países occidentales existe la pobreza múltiple de
los grupos marginados, de los ancianos y enfermos, de las víctimas del
consumismo y, más aún, la de tantos prófugos y emigrados; en los países en vías
de desarrollo se perfilan en el horizonte crisis dramáticas si no se toman a
tiempo medidas coordinadas internacionalmente.
58.
El amor por el hombre y, en primer lugar, por el pobre, en el que la Iglesia ve
a Cristo, se concreta en la promoción de
la justicia. Ésta nunca podrá realizarse plenamente si los hombres no
reconocen en el necesitado, que pide ayuda para su vida, no a alguien
inoportuno o como si fuera una carga, sino la ocasión de un bien en sí, la
posibilidad de una riqueza mayor. Sólo esta conciencia dará la fuerza para
afrontar el riesgo y el cambio implícitos en toda iniciativa auténtica para
ayudar a otro hombre. En efecto, no se trata solamente de dar lo superfluo,
sino de ayudar a pueblos enteros —que están excluidos o marginados— a que
entren en el círculo del desarrollo económico y humano. Esto será posible no
sólo utilizando lo superfluo que nuestro mundo produce en abundancia, sino cambiando
sobre todo los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las
estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad. No se trata
tampoco de destruir instrumentos de organización social que han dado buena
prueba de sí mismos, sino de orientarlos según una concepción adecuada del bien
común con referencia a toda la familia humana. Hoy se está experimentando ya la
llamada «economía planetaria», fenómeno que no hay que despreciar, porque puede
crear oportunidades extraordinarias de mayor bienestar. Pero cada día se siente
más la necesidad de que a esta creciente internacionalización de la economía
correspondan adecuados órganos internacionales de control y de guía válidos,
que orienten la economía misma hacia el bien común, cosa que un Estado solo,
aunque fuese el más poderoso de la tierra, no es capaz de lograr. Para poder
conseguir este resultado, es necesario que aumente la concertación entre los
grandes países y que en los organismos internacionales estén igualmente
representados los intereses de toda la gran familia humana. Es preciso también
que a la hora de valorar las consecuencias de sus decisiones, tomen siempre en
consideración a los pueblos y países que tienen escaso peso en el mercado
internacional y que, por otra parte, cargan con toda una serie de necesidades
reales y acuciantes que requieren un mayor apoyo para un adecuado desarrollo.
Indudablemente, en este campo queda mucho por hacer.
59.
Así pues, para que se ejercite la justicia y tengan éxito los esfuerzos de los
hombres para establecerla, es necesario el
don de la gracia, que viene de Dios. Por medio de ella, en colaboración con
la libertad de los hombres, se alcanza la misteriosa presencia de Dios en la
historia que es la Providencia.
La experiencia
de novedad vivida en el seguimiento de Cristo exige que sea comunicada a los
demás hombres en la realidad concreta de sus dificultades y luchas, problemas y
desafíos, para que sean iluminadas y hechas más humanas por la luz de la fe.
Ésta, en efecto, no sólo ayuda a encontrar soluciones, sino que hace
humanamente soportables incluso las situaciones de sufrimiento, para que el
hombre no se pierda en ellas y no olvide su dignidad y vocación.
La doctrina social, por otra parte, tiene una
importante dimensión interdisciplinar. Para encarnar cada vez mejor, en contextos
sociales económicos y políticos distintos, y continuamente cambiantes, la única
verdad sobre el hombre, esta doctrina entra en diálogo con las diversas
disciplinas que se ocupan del hombre, incorpora sus aportaciones y les ayuda a
abrirse a horizontes más amplios al servicio de cada persona, conocida y amada
en la plenitud de su vocación.
Junto a la
dimensión interdisciplinar, hay que recordar también la dimensión práctica y,
en cierto sentido, experimental de esta doctrina. Ella se sitúa en el cruce de
la vida y de la conciencia cristiana con las situaciones del mundo y se
manifiesta en los esfuerzos que realizan los individuos, las familias,
cooperadores culturales y sociales, políticos y hombres de Estado, para darles
forma y aplicación en la historia.
60.
Al enunciar los principios para la solución de la cuestión obrera, León XIII
escribía: «La solución de un problema tan arduo requiere el concurso y la
cooperación eficaz de otros»114. Estaba convencido de que los graves
problemas causados por la sociedad industrial podían ser resueltos solamente
mediante la colaboración entre todas las fuerzas. Esta afirmación ha pasado a
ser un elemento permanente de la doctrina social de la Iglesia, y esto explica,
entre otras cosas, por qué Juan XXIII dirigió su encíclica sobre la paz a
«todos los hombres de buena voluntad».
El Papa
León, sin embargo, constataba con dolor que las ideologías de aquel tiempo,
especialmente el liberalismo y el marxismo, rechazaban esta colaboración. Desde
entonces han cambiado muchas cosas, especialmente en los años más recientes. El
mundo actual es cada vez más consciente de que la solución de los graves
problemas nacionales e internacionales no es sólo cuestión de producción
económica o de organización jurídica o social, sino que requiere precisos
valores ético-religiosos, así como un cambio de mentalidad, de comportamiento y
de estructuras. La Iglesia siente vivamente la responsabilidad de ofrecer esta
colaboración, y —como he escrito en la encíclica Sollicitudo rei socialis— existe la fundada esperanza de que
también ese grupo numeroso de personas que no profesa una religión pueda
contribuir a dar el necesario fundamento ético a la cuestión social
115.
En el mismo
documento he hecho también una llamada a las Iglesias cristianas y a todas las
grandes religiones del mundo, invitándolas a ofrecer el testimonio unánime de
las comunes convicciones acerca de la dignidad del hombre, creado por Dios
116. En efecto, estoy persuadido de que las religiones tendrán hoy y
mañana una función eminente para la conservación de la paz y para la
construcción de una sociedad digna del hombre.
Por otra
parte, la disponibilidad al diálogo y a la colaboración incumbe a todos los
hombres de buena voluntad y, en particular, a las personas y los grupos que
tienen una específica responsabilidad en el campo político, económico y social,
tanto a nivel nacional como internacional.
61.
Fue «el yugo casi servil», al comienzo de la sociedad industrial, lo que obligó
a mi predecesor a tomar la palabra en defensa
del hombre. La Iglesia ha permanecido fiel a este compromiso en los pasados
cien años. Efectivamente, ha intervenido en el período turbulento de la lucha
de clases, después de la primera guerra mundial, para defender al hombre de la
explotación económica y de la tiranía de los sistemas totalitarios. Después de
la segunda guerra mundial, ha puesto la dignidad de la persona en el centro de
sus mensajes sociales, insistiendo en el destino universal de los bienes
materiales, sobre un orden social sin opresión basado en el espíritu de
colaboración y solidaridad. Luego, ha afirmado continuamente que la persona y
la sociedad no tienen necesidad solamente de estos bienes, sino también de los
valores espirituales y religiosos. Además, dándose cuenta cada vez mejor de que
demasiados hombres viven no en el bienestar del mundo occidental, sino en la
miseria de los países en vías de desarrollo y soportan una condición que sigue
siendo la del «yugo casi servil», la Iglesia ha sentido y sigue sintiendo la
obligación de denunciar tal realidad con toda claridad y franqueza, aunque sepa
que su grito no siempre será acogido favorablemente por todos.
A cien años
de distancia de la publicación de la Rerum
novarum, la Iglesia se halla aún ante «cosas nuevas» y ante nuevos
desafíos. Por esto, el presente centenario debe corroborar en su compromiso a
todos los «hombres de buena voluntad» y, en concreto, a los creyentes.
62.
Esta encíclica de ahora ha querido mirar al pasado, pero sobre todo está
orientada al futuro. Al igual que la Rerum
novarum, se sitúa casi en los umbrales del nuevo siglo y, con la ayuda
divina, se propone preparar su llegada.
En todo
tiempo, la verdadera y perenne «novedad de las cosas» viene de la infinita
potencia divina: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). Estas palabras se refieren al
cumplimiento de la historia, cuando Cristo entregará «el reino a Dios Padre...,
para que Dios sea todo en todas las cosas» (1
Co 15, 24. 28). Pero el cristiano sabe que la novedad, que esperamos en su
plenitud a la vuelta del Señor, está presente ya desde la creación del mundo, y
precisamente desde que Dios se ha hecho hombre en Cristo Jesús y con él y por
él ha hecho «una nueva creación» (2 Co 5,
17; Ga 6, 15).
Al concluir
esta encíclica doy gracias de nuevo a Dios omnipotente, porque ha dado a su
Iglesia la luz y la fuerza de acompañar al hombre en el camino terreno hacia el
destino eterno. También en el tercer milenio la Iglesia será fiel en asumir el camino del hombre, consciente
de que no peregrina sola, sino con Cristo, su Señor. Es él quien ha asumido el
camino del hombre y lo guía, incluso cuando éste no se da cuenta.
Que María,
la Madre del Redentor, la cual permanece junto a Cristo en su camino hacia los
hombres y con los hombres, y que precede a la Iglesia en la peregrinación de la
fe, acompañe con materna intercesión a la humanidad hacia el próximo milenio,
con fidelidad a Jesucristo, nuestro Señor, que «es el mismo ayer y hoy y lo
será por siempre» (cf. Hb 13, 8), en
cuyo nombre os bendigo a todos de corazón.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 1 de
mayo —fiesta de san José obrero— del año 1991, décimo tercero de pontificado.
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