Dios quiso dejar al
hombre «en manos de su propio albedrío» (Si 15, 14)
38.
Citando las palabras del Eclesiástico, el concilio Vaticano II explica así la
«verdadera libertad» que en el hombre es «signo eminente de la imagen divina»:
«Quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propio albedrío", de modo
que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente
a la plena y feliz perfección» 64. Estas palabras indican la
maravillosa profundidad de la participación
en la soberanía divina, a la que el hombre ha sido llamado; indican que la
soberanía del hombre se extiende, en cierto modo, sobre el hombre mismo. Éste
es un aspecto puesto de relieve constantemente en la reflexión teológica sobre
la libertad humana, interpretada en los términos de una forma de realeza. Dice,
por ejemplo, san Gregorio Niseno: «El ánimo manifiesta su realeza y
excelencia... en su estar sin dueño y libre, gobernándose autocráticamente con
su voluntad. ¿De quién más es propio esto sino del rey?... Así la naturaleza
humana, creada para ser dueña de las demás criaturas, por la semejanza con el
soberano del universo fue constituida como una viva imagen, partícipe de la
dignidad y del nombre del Arquetipo» 65.
Gobernar el mundo constituye ya para el hombre un cometido grande
y lleno de responsabilidad, que compromete su libertad a obedecer al Creador:
«Henchid la tierra y sometedla» (Gn 1,
28). Bajo este aspecto cada hombre, así como la comunidad humana, tiene una
justa autonomía, a la cual la constitución conciliar Gaudium et spes dedica una especial atención. Es la autonomía de las
realidades terrenas, la cual significa que «las cosas creadas y las sociedades
mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar
y ordenar paulatinamente» 66.
39.
No sólo el mundo, sino también el hombre
mismo ha sido confiado a su propio cuidado y responsabilidad. Dios lo ha
dejado «en manos de su propio albedrío» (Si
15, 14), para que busque a su creador y alcance libremente la perfección. Alcanzar significaedificar personalmente en sí mismo esta perfección. En efecto,
igual que gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y
voluntad, así realizando actos moralmente buenos, el hombre confirma,
desarrolla y consolida en sí mismo la semejanza con Dios.
El
Concilio, no obstante, llama la atención ante un falso concepto de autonomía de
las realidades terrenas: el que considera que «las cosas creadas no dependen de
Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer referencia al Creador»
67. De cara al hombre, semejante concepto de autonomía produce efectos
particularmente perjudiciales, asumiendo en última instancia un carácter ateo:
«Pues sin el Creador la criatura se diluye... Además, por el olvido de Dios la
criatura misma queda oscurecida» 68.
40.
La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de la razón humana cuando determina la aplicación de
la ley moral: la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de
la persona, origen y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón
encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la
misma sabiduría divina 69. La vida moral se basa, pues, en el principio
de una «justa autonomía» 70 del hombre, sujeto personal de sus actos. La ley moral proviene de Dios y en él tiene
siempre su origen. En virtud de la razón natural, que deriva de la
sabiduría divina, la ley moral es, al
mismo tiempo, la ley propia del hombre. En efecto, la ley natural, como se
ha visto, «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros
por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe
evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la creación» 71. La justa
autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la
propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no puede significar la creación, por parte
de la misma razón, de los valores y de
las normas morales 72. Si
esta autonomía implicase una negación de la participación de la razón práctica
en la sabiduría del Creador y Legislador divino, o bien se sugiriera una
libertad creadora de las normas morales, según las contingencias históricas o
las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía contradiría la enseñanza
de la Iglesia sobre la verdad del hombre 73. Sería la muerte de la
verdadera libertad: «Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás,
porque, el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gn 2, 17).
41.
La verdadera autonomía moral del
hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral,
del mandato de Dios: «Dios impuso al hombre este mandamiento...» (Gn 2, 16). La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas
a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del hombre a
Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y, por tanto, la
obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad
de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de
su libertad. En realidad, si heteronomía de la moral significase negación de la
autodeterminación del hombre o imposición de normas ajenas a su bien, tal
heteronomía estaría en contradicción con la revelación de la Alianza y de la
Encarnación redentora, y no sería más que una forma de alienación, contraria a
la sabiduría divina y a la dignidad de la persona humana.
Algunos
hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre
obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la
voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al
prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios
afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino que
participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la
revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la
sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la
sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la
creación. Por esto conviene reconocer en la libertad de la persona humana la
imagen y cercanía de Dios, que está «presente en todos» (cf. Ef 4, 6); asimismo, conviene proclamar
la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios
infinitamente trascendente. Deus semper
maior74.
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