«Como quienes muestran
tener la realidad de esa ley escrita en su corazón» (Rm 2, 15)
46.
El presunto conflicto entre la libertad y la ley se replantea hoy con una
fuerza singular en relación con la ley natural y, en particular, en relación
con la naturaleza. En realidad los debates
sobre naturaleza y libertad siempre han acompañado la historia de la
reflexión moral, asumiendo tonos encendidos con el Renacimiento y la Reforma,
como se puede observar en las enseñanzas del concilio de Trento 85. La
época contemporánea está marcada, si bien en un sentido diferente, por una
tensión análoga. El gusto de la observación empírica, los procedimientos de
objetivación científica, el progreso técnico, algunas formas de liberalismo han
llevado a contraponer los dos términos, como si la dialéctica —e incluso el
conflicto— entre libertad y naturaleza fuera una característica estructural de
la historia humana. En otras épocas parecía que la «naturaleza» sometiera
totalmente el hombre a sus dinamismos e incluso a sus determinismos. Aún hoy
día las coordenadas espacio-temporales del mundo sensible, las constantes
físico-químicas, los dinamismos corpóreos, las pulsiones psíquicas y los
condicionamientos sociales parecen a muchos como los únicos factores realmente
decisivos de las realidades humanas. En este contexto, incluso los hechos
morales, independientemente de su especificidad, son considerados a menudo como
si fueran datos estadísticamente constatables, como comportamientos observables
o explicables sólo con las categorías de los mecanismos psico-sociales. Y así algunos estudiosos de ética, que por
profesión examinan los hechos y los gestos del hombre, pueden sentir la
tentación de valorar su saber, e incluso sus normas de actuación, según un
resultado estadístico sobre los comportamientos humanos concretos y las
opiniones morales de la mayoría.
En cambio, otros moralistas, preocupados por educar
en los valores, son sensibles al prestigio de la libertad, pero a menudo la
conciben en oposición o contraste con la naturaleza material y biológica, sobre
la que debería consolidarse progresivamente. A este respecto, diferentes concepciones
coinciden en olvidar la dimensión creatural de la naturaleza y en desconocer su
integridad. Para algunos, la
naturaleza se reduce a material para la actuación humana y para su poder. Esta
naturaleza debería ser transformada profundamente, es más, superada por la
libertad, dado que constituye su límite y su negación. Para otros, es en la promoción sin límites del poder del hombre, o
de su libertad, como se constituyen los valores económicos, sociales,
culturales e incluso morales. Entonces la naturaleza estaría representada por
todo lo que en el hombre y en el mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha
naturaleza comprendería en primer lugar el cuerpo humano, su constitución y su
dinamismo. A este aspecto físico se opondría lo que se ha construido, es decir, la cultura,
como obra y producto de la libertad. La naturaleza humana, entendida así,
podría reducirse y ser tratada como material biológico o social siempre
disponible. Esto significa, en último término, definir la libertad por medio de
sí misma y hacer de ella una instancia creadora de sí misma y de sus valores.
Con ese radicalismo el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí
mismo su propio proyecto de existencia. ¡El hombre no sería nada más que su
libertad!
47.
En este contexto han surgido las objeciones
de fisicismo y naturalismo contra la concepción tradicional de la ley natural. Ésta presentaría como
leyes morales las que en sí mismas serían sólo leyes biológicas. Así, muy
superficialmente, se atribuiría a algunos comportamientos humanos un carácter
permanente e inmutable, y, sobre esa base, se pretendería formular normas
morales universalmente válidas. Según algunos teólogos, semejante argumento biologista o naturalista estaría
presente incluso en algunos documentos del Magisterio de la Iglesia,
especialmente en los relativos al ámbito de la ética sexual y matrimonial.
Basados en una concepción naturalística del acto sexual, se condenarían como
moralmente inadmisibles la contracepción, la esterilización directa, el
autoerotismo, las relaciones prematrimoniales, las relaciones homosexuales, así
como la fecundación artificial. Ahora bien, según el parecer de estos teólogos,
la valoración moralmente negativa de tales actos no consideraría de manera
adecuada el carácter racional y libre del hombre, ni el condicionamiento
cultural de cada norma moral. Ellos dicen que el hombre, como ser racional, no
sólo puede, sino que incluso debe decidir
libremente el sentido de sus comportamientos. Este decidir el sentido debería tener en cuenta, obviamente, los
múltiples límites del ser humano, que tiene una condición corpórea e histórica.
Además, debería considerar los modelos de comportamiento y el significado que
éstos tienen en una cultura determinada. Y, sobre todo, debería respetar el
mandamiento fundamental del amor a Dios y al prójimo. Afirman también que, sin
embargo, Dios ha creado al hombre como ser racionalmente libre; lo ha dejado
«en manos de su propio albedrío» y de él espera una propia y racional formación
de su vida. El amor al prójimo significaría sobre todo o exclusivamente un
respeto a su libre decisión sobre sí mismo. Los mecanismos de los
comportamientos propios del hombre, así como las llamadas inclinaciones naturales, establecerían al máximo —como suele decirse—
una orientación general del comportamiento correcto, pero no podrían determinar
la valoración moral de cada acto humano, tan complejo desde el punto de vista
de las situaciones.
48.
Ante esta interpretación conviene mirar con atención la recta relación que hay
entre libertad y naturaleza humana, y, en concreto, el lugar que tiene el cuerpo humano en las cuestiones de la ley
natural.
Una
libertad que pretenda ser absoluta acaba por tratar el cuerpo humano como un
ser en bruto, desprovisto de significado y de valores morales hasta que ella no
lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza humana y el cuerpo
aparecen como unos presupuestos o
preliminares, materialmente necesarios para la decisión de la libertad,
pero extrínsecos a la persona, al
sujeto y al acto humano. Sus dinamismos no podrían constituir puntos de
referencia para la opción moral, desde el momento que las finalidades de esas
inclinaciones serían sólo bienes
«físicos», llamados por algunos premorales.
Hacer referencia a los mismos, para buscar indicaciones racionales sobre el
orden de la moralidad, debería ser tachado de fisicismo o de biologismo. En
semejante contexto la tensión entre la libertad y una naturaleza concebida en
sentido reductivo se resuelve con una división dentro del hombre mismo.
Esta teoría
moral no está conforme con la verdad sobre el hombre y sobre su libertad.
Contradice las enseñanzas de la Iglesia
sobre la unidad del ser humano, cuya alma racional es «per se et essentialiter» la forma del cuerpo 86. El alma
espiritual e inmortal es el principio de unidad del ser humano, es aquello por
lo cual éste existe como un todo —«corpore
et anima unus» 87— en
cuanto persona. Estas definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el
cual ha sido prometida la resurrección, participará también de la gloria;
recuerdan, igualmente, el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas
las facultades corpóreas y sensibles. La
persona —incluido el cuerpo— está confiada enteramente a sí misma, y es en la
unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales. La
persona, mediante la luz de la razón y la ayuda de la virtud, descubre en su
cuerpo los signos precursores, la expresión y la promesa del don de sí misma,
según el sabio designio del Creador. Es a la luz de la dignidad de la persona
humana —que debe afirmarse por sí misma— como la razón descubre el valor moral
específico de algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente
inclinada. Y desde el momento en que la persona humana no puede reducirse a una
libertad que se autoproyecta, sino que comporta una determinada estructura
espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria de amar y respetar a la
persona como un fin y nunca como un simple medio, implica también,
intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el cual se
caería en el relativismo y en el arbitrio.
49.
Una doctrina que separe el acto moral de
las dimensiones corpóreas de su ejercicio es contraria a las enseñanzas de la
sagrada Escritura y de la Tradición. Tal doctrina hace revivir, bajo nuevas
formas, algunos viejos errores combatidos siempre por la Iglesia, porque
reducen la persona humana a una libertad
espiritual, puramente formal. Esta reducción ignora el significado moral
del cuerpo y de sus comportamientos (cf. 1
Co 6, 19). El apóstol Pablo declara excluidos del reino de los cielos a los
«impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros,
borrachos, ultrajadores y rapaces» (cf. 1
Co 6, 9-10). Esta condena —citada por el concilio de Trento 88—
enumera como pecados mortales, o prácticas infames, algunos
comportamientos específicos cuya voluntaria aceptación impide a los creyentes
tener parte en la herencia prometida. En efecto, cuerpo y alma son inseparables: en la persona, en el agente
voluntario y en el acto deliberado, están
o se pierden juntos.
50.
Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley natural, la
cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la
«naturaleza de la persona humana» 89, que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo; en la unidad de sus
inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas las demás características
específicas, necesarias para alcanzar su fin. «La ley moral natural evidencia y
prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la
naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede
entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser
concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador
a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer
del propio cuerpo» 90. Por ejemplo, el origen y el fundamento del deber
de respetar absolutamente la vida humana están en la dignidad propia de la
persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la propia vida
física. De este modo, la vida humana, por ser un bien fundamental del hombre,
adquiere un significado moral en relación con el bien de la persona que siempre
debe ser afirmada por sí misma: mientras siempre es moralmente ilícito matar un
ser humano inocente, puede ser lícito, loable e incluso obligatorio dar la propia
vida (cf. Jn 15, 13) por amor al
prójimo o para dar testimonio de la verdad. En realidad sólo con referencia a
la persona humana en su «totalidad unificada», es decir, «alma que se expresa
en el cuerpo informado por un espíritu inmortal» 91, se puede entender
el significado específicamente humano del cuerpo. En efecto, las inclinaciones
naturales tienen una importancia moral sólo cuando se refieren a la persona
humana y a su realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en
la naturaleza humana. La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la
corporeidad que alteran su significado humano, sirve al hombre y le indica el
camino del amor verdadero, único medio para poder encontrar al verdadero Dios.
La ley
natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y
naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre sí e íntima
y mutuamente aliadas.
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