«Pero al principio no fue así» (Mt 19, 8)
51.
El presunto conflicto entre libertad y naturaleza repercute también sobre la
interpretación de algunos aspectos específicos de la ley natural,
principalmente sobre su universalidad e
inmutabilidad. «¿Dónde, pues, están escritas estas reglas —se pregunta san Agustín—
...sino en el libro de aquella luz que se llama verdad? De aquí, pues, deriva
toda ley justa y actúa rectamente en el corazón del hombre que obra la
justicia, no saliendo de él, sino como imprimiéndose en él, como la imagen pasa
del anillo a la cera, pero sin abandonar el anillo» 92.
Precisamente
gracias a esta «verdad» la ley natural
implica la universalidad. En cuanto inscrita en la naturaleza racional de
la persona, se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la historia.
Para perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar el bien y
evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de la vida, mejorar y
desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la
verdad, practicar el bien, contemplar la belleza 93.
La
separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y la
naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías filosóficas de gran
resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la percepción de la universalidad
de la ley moral por parte de la razón. Pero, en la medida en que expresa la
dignidad de la persona humana y pone la base de sus derechos y deberes
fundamentales, la ley natural es universal en sus preceptos, y su autoridad se
extiende a todos los hombres. Esta
universalidad no prescinde de la singularidad de los seres humanos, ni se
opone a la unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al contrario,
abarca básicamente cada uno de sus actos libres, que deben demostrar la
universalidad del verdadero bien. Nuestros actos, al someterse a la ley común,
edifican la verdadera comunión de las personas y, con la gracia de Dios,
ejercen la caridad, «que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). En cambio, cuando nuestros actos desconocen o ignoran
la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las personas,
causando daño.
52.
Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle el culto debido y
honrar como es debido a los padres. Estos
preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar
ciertas actitudes, obligan universalmente; son inmutables 94; unen en
el mismo bien común a todos los hombres de cada época de la historia, creados
para «la misma vocación y destino divino» 95. Estas leyes universales y
permanentes corresponden a conocimientos de la razón práctica y se aplican a
los actos particulares mediante el juicio de la conciencia. El sujeto que actúa
asimila personalmente la verdad contenida en la ley; se apropia y hace suya
esta verdad de su ser mediante los actos y las correspondientes virtudes. Los preceptos negativos de la ley natural
son universalmente válidos: obligan a todos y cada uno, siempre y en toda
circunstancia. En efecto, se trata de prohibiciones que vedan una determinada
acción «semper et pro semper», sin
excepciones, porque la elección de ese comportamiento en ningún caso es
compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su
vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a
cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que
cueste, y dañar en otros y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y
común a todos.
Por otra
parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obliguen siempre y
en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las prohibiciones
sean más importantes que el compromiso de hacer el bien, como indican los
mandamientos positivos. La razón es, más bien, la siguiente: el mandamiento del
amor a Dios y al prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite
superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el
mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación depende
de las circunstancias, las cuales no se pueden prever todas con antelación; por
el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden
ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En
último término, siempre es posible que al hombre, debido a presiones u otras
circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero
nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está
dispuesto a morir antes que hacer el mal.
La Iglesia
ha enseñado siempre que nunca se deben escoger comportamientos prohibidos por
los mandamientos morales, expresados de manera negativa en el Antiguo y en el
Nuevo Testamento. Como se ha visto, Jesús mismo afirma la inderogabilidad de
estas prohibiciones: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos...:
No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso»
(Mt 19, 17-18).
53.
La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y
por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley
natural, y por tanto de la existencia de «normas objetivas de moralidad»
96 válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. ¿Es
acaso posible afirmar como universalmente válidas para todos y siempre
permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en el pasado,
cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente?
No se puede
negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se
puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el
progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las
transciende. Este algo es
precisamente la naturaleza del hombre:
precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para
que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda
su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser.
Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre,
relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en
conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al
«principio», precisamente allí donde el contexto social y cultural del
tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas
morales (cf. Mt 19, 1-9). En
este sentido «afirma, además, la Iglesia que en todos los cambios subsisten
muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es
el mismo ayer, hoy y por los siglos» 97. Él es el Principio que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina
definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad
hacia Dios y el prójimo 98.
Ciertamente, es necesario buscar y encontrar la formulación de las normas morales
universales y permanentes más adecuada a
los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la
actualidad histórica y de hacer comprender e interpretar auténticamente la
verdad. Esta verdad de la ley moral —igual que la del depósito de la fe— se desarrolla a través de los siglos. Las normas
que la expresan siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser
precisadas y determinadas «eodem sensu
eademque sententia» 99 según las circunstancias históricas del
Magisterio de la Iglesia, cuya decisión está precedida y va acompañada por el
esfuerzo de lectura y formulación propio de la razón de los creyentes y de la
reflexión teológica 100.
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