IV. El acto moral
Teleología y teleologismo
71. La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que encuentra su
ámbito vital y profundo en la conciencia moral, se manifiesta y realiza en los actos humanos. Es precisamente
mediante sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona
llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante
su adhesión a él, la perfección feliz y plena 119.
Los actos humanos
son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre
mismo que realiza esos actos 120. Éstos no producen sólo un
cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones
deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y
determinan su profunda fisonomía
espiritual, como pone de relieve, de modo sugestivo, san Gregorio Niseno:
«Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino
que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce
siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer
continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención
ajena, como es el caso de los seres corpóreos... sino que es el resultado de
una decisión libre y, así, nosotros somos
en cierto modo nuestros mismos progenitores,
creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que
queremos» 121.
72. La moralidad
de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el
bien auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la sabiduría de
Dios que ordena todo ser a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio
de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es ley natural), cuanto —de modo integral y perfecto— por medio de la
revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada ley divina). El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de
la libertad están conformes con el
verdadero bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la
persona hacia su fin último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual
el hombre encuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta inicial del
diálogo del joven con Jesús: «¿Qué
he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16) evidencia inmediatamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último
del hombre. Jesús, en su respuesta, confirma la convicción de su
interlocutor: el cumplimiento de actos buenos, mandados por el único que es
«Bueno», constituye la condición indispensable y el camino para la felicidad
eterna: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). La respuesta de Jesús
remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin
está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser
camino que conduce a la vida.
La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda
su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón,
constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado
moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que
persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena 122.
El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación
voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta
con el bien humano, tal y como es reconocido en su verdad por la razón. Si el
objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la
persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a
nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin
último, el bien supremo, es decir, Dios mismo.
73. El cristiano, gracias a la revelación
de Dios y a la fe, conoce la novedad que
marca la moralidad de sus actos; éstos están llamados a expresar la mayor o
menor coherencia con la dignidad y vocación que le han sido dadas por la
gracia: en Jesucristo y en su Espíritu, el cristiano es creatura nueva, hijo de Dios, y mediante sus actos manifiesta su
conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito entre
muchos hermanos (cf. Rm 8, 29), vive
su fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra a la vida
eterna, a la comunión de visión, de amor y beatitud con Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo 123. Cristo «nos forma según su imagen —dice san Cirilo
de Alejandría—, de modo que los rasgos de su naturaleza divina resplandecen en
nosotros a través de la santificación y la justicia y la vida buena y
virtuosa... La belleza de esta
imagen resplandece en nosotros que estamos en Cristo, cuando, por las obras,
nos manifestamos como hombres buenos» 124.
En este sentido,
la vida moral posee un carácter
«teleológico» esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los
actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos)
último del hombre. Lo testimonia, una vez más, la pregunta del joven a
Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno
para conseguir la vida eterna?». Pero esta ordenación al fin último no es una
dimensión subjetivista que dependa sólo de la intención. Aquélla presupone que tales actos sean en sí
mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral
del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda
en la respuesta al joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos» (Mt 19, 17).
Evidentemente
debe ser una ordenación racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de
la cual el hombre es responsable de sus actos y está sometido al juicio de
Dios, juez justo y bueno que premia el bien y castiga el mal, como nos lo
recuerda el apóstol Pablo: «Es necesario que todos nosotros seamos puestos al
descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo
que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal» (2 Co 5, 10).
74.
Pero, ¿de qué depende la calificación moral del obrar libre del hombre? ¿Cómo
se asegura esta ordenación de los actos
humanos hacia Dios? ¿Sólamente depende de la intención que sea conforme al fin último, al bien supremo, o de las
circunstancias —y, en particular, de
las consecuencias— que
contradistinguen el obrar del hombre, o no depende también —y sobre todo— del objeto mismo de los actos humanos?
Éste es el problema llamado tradicionalmente de las «fuentes
de la moralidad». Precisamente con relación a este problema, en las últimas
décadas se han manifestado nuevas —o renovadas— tendencias culturales y
teológicas que exigen un cuidadoso discernimiento por parte del Magisterio de
la Iglesia.
Algunas teorías
éticas, denominadas «teleológicas», dedican
especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines
perseguidos por el agente y con los valores que él percibe. Los criterios para valorar la rectitud moral de
una acción se toman de la ponderación de
los bienes que hay que conseguir o de los valores que hay que respetar.
Para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o
no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas:
sería recto el comportamiento capaz de maximalizar
los bienes y minimizar los males.
Muchos de los
moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan distanciarse del
utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos
humanos sería juzgada sin hacer referencia al verdadero fin último del hombre.
Con razón, se dan cuenta de la necesidad de encontrar argumentos racionales,
cada vez más consistentes, para justificar las exigencias y fundamentar las
normas de la vida moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria por el hecho de
que el orden moral, establecido por la ley natural, es, en línea de principio,
accesible a la razón humana. Se trata, además, de una búsqueda que sintoniza
con las exigencias del diálogo y la colaboración con los no-católicos y los
no-creyentes, especialmente en las sociedades pluralistas.
75. Pero en el ámbito del esfuerzo por
elaborar esa moral racional —a veces llamada por esto moral autónoma—, existen
falsas soluciones, vinculadas particularmente a una comprensión inadecuada del
objeto del obrar moral. Algunos no consideran suficientemente el hecho de
que la voluntad está implicada en las elecciones concretas que realiza: esas
son condiciones de su bondad moral y de su ordenación al fin último de la
persona. Otros se inspiran además en
una concepción de la libertad que prescinde de las condiciones efectivas de su
ejercicio, de su referencia objetiva a la verdad sobre el bien, de su
determinación mediante elecciones de comportamientos concretos. Y así, según estas teorías, la voluntad libre no
estaría ni moralmente sometida a obligaciones determinadas, ni vinculada por
sus elecciones, a pesar de no dejar de ser responsable de los propios actos y
de sus consecuencias. Este «teleologismo»,
como método de reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado
—según terminologías y aproches tomados de diferentes corrientes de
pensamiento— «consecuencialismo» o «proporcionalismo». El primero pretende
obtener los criterios de la rectitud de un obrar determinado sólo del cálculo
de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución de una
decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que
persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los efectos
buenos o malos, en vista del bien mayor o
del mal menor, que sean efectivamente
posibles en una situación determinada.
Las teorías éticas teleológicas (proporcionalismo,
consecuencialismo), aun
reconociendo que los valores morales son señalados por la razón y la
revelación, no admiten que se pueda formular una prohibición absoluta de
comportamientos determinados que, en cualquier circunstancia y cultura,
contrasten con aquellos valores. El sujeto que obra sería responsable de la
consecución de los valores que se persiguen, pero según un doble aspecto: en
efecto, los valores o bienes implicados en un acto humano, sería, desde un
punto de vista, de orden moral (con
relación a valores propiamente morales, como el amor de Dios, la benevolencia
hacia el prójimo, la justicia, etc) y, desde otro, de orden pre-moral, llamado también no-moral, físico u óntico (con
relación a las ventajas e inconvenientes originados sea a aquel que actúa, sea
a toda persona implicada antes o después, como por ejemplo la salud o su
lesión, la integridad física, la vida, la muerte, la pérdida de bienes
materiales, etc).
En un mundo en el
que el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier efecto bueno
estaría vinculado con otros efectos malos, la moralidad del acto se juzgaría de
modo diferenciado: su bondad moral,
sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes morales; y su
rectitud, sobre la base de la consideración de los efectos o consecuencias
previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los comportamientos
concretos serían calificados como rectos o
equivocados, sin que por esto sea
posible valorar la voluntad de la persona que los elige como moralmente buena o mala. De este modo, un acto que, oponiéndose a normas universales
negativas viola directamente bienes considerados como pre-morales, podría ser
calificado como moralmente admisible si la intención del sujeto se concentra,
según una responsable ponderación de
los bienes implicados en la acción concreta, sobre el valor moral considerado
decisivo en la circunstancia. La
valoración de las consecuencias de la acción, en virtud de la proporción del
acto con sus efectos y de los efectos entre sí, sólo afectaría al orden
pre-moral. Sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad
o maldad, decidiría exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más
altos de la caridad y de la prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible
necesariamente con decisiones contrarias a ciertos preceptos morales
particulares. Incluso en materia grave, estos últimos deberán ser considerados
como normas operativas siempre relativas y susceptibles de excepciones. En esta
perspectiva, el consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados
ilícitos por la moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva.
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