El «mal intrínseco»: no es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf.
Rm 3, 8)
79. Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas
y proporcionalistas, según la cual sería
imposible calificar como moralmente mala según su especie —su «objeto»— la elección deliberada de algunos
comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que
la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de
aquel acto para todas las personas interesadas.
El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el
objeto del acto humano, el cual decide sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es Dios. Tal
«ordenabilidad» es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre,
considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones
naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una
dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos de la ley natural y,
por consiguiente, el conjunto ordenado de los bienes para la persona que se ponen al servicio del bien de la persona , del bien que es
ella misma y su perfección. Estos
son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás,
contienen toda la ley natural 130.
80.
Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se
configuran como no-ordenables a Dios,
porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son
los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos («intrinsece malum»): lo son siempre y
por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores
intenciones de quien actúa, y de las circunstancias. Por esto, sin negar en
absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre
todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen actos que, por sí y en sí
mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente
ilícitos por razón de su objeto» 131. El mismo concilio Vaticano II, en
el marco del respeto debido a la persona humana, ofrece una amplia
ejemplificación de tales actos: «Todo lo que se opone a la vida, como los
homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el
mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona
humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los
intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como
las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes;
también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son
tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y
responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios
que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican
que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido
al Creador» 132.
Sobre los actos
intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas contraceptivas mediante
las cuales el acto conyugal es realizado intencionalmente infecundo, Pablo VI
enseña: «En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de
evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por
razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf. Rm 3, 8), es decir, hacer objeto de un
acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo
indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o
promover el bien individual, familiar o social» 133.
81. La Iglesia, al enseñar la existencia
de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la sagrada Escritura. El
apóstol Pablo afirma de modo categórico: «¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los
adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los
avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el
reino de Dios» (1 Co 6, 9-10).
Si los actos son
intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias
particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos irremediablemente malos, por sí y en sí
mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: «En cuanto a los actos
que son por sí mismos pecados (cum iam opera
ipsa peccata sunt) —dice san Agustín—, como el robo, la fornicación, la
blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por
motivos buenos (bonis causis), ya no
serían pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados justificados?»
134.
Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán
transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable
como elección.
82. Por otra parte, la intención es buena
cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin último.
Pero los actos, cuyo objeto es no-ordenable
a Dios e indigno de la persona
humana, se oponen siempre y en todos los casos a este bien. En este
sentido, el respeto a las normas que prohíben tales actos y que obligan «semper et pro semper», o sea sin
excepción alguna, no sólo no limita la buena intención, sino que hasta
constituye su expresión fundamental.
La doctrina del
objeto, como fuente de la moralidad, representa una explicitación auténtica
de la moral bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la caridad y de las
virtudes. La calidad moral del obrar
humano depende de esta fidelidad a los mandamientos, expresión de obediencia y
de amor. Por esto, —volvemos a decirlo—, hay que rechazar como errónea
la opinión que considera imposible calificar moralmente como mala según su
especie la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados,
prescindiendo de la intención por la cual se hace la elección o por la
totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las
personas interesadas. Sin estadeterminación
racional de la moralidad del obrar humano, sería imposible afirmar un orden moral objetivo 135 y establecer cualquier norma
determinada, desde el punto de vista del contenido, que obligue sin
excepciones; y esto sería a costa de la fraternidad humana y de la verdad sobre
el bien, así como en detrimento de la comunión eclesial.
83.
Como se ve, en la cuestión de la moralidad de los actos humanos y
particularmente en la de la existencia de los actos intrínsecamente malos, se
concentra en cierto sentido la cuestión
misma del hombre, de su verdad y
de las consecuencias morales que se derivan de ello. Reconociendo y enseñando
la existencia del mal intrínseco en determinados actos humanos, la Iglesia
permanece fiel a la verdad integral sobre el hombre y, por ello, lo respeta y
promueve en su dignidad y vocación. En consecuencia, debe rechazar las teorías
expuestas más arriba, que contrastan con esta verdad.
Sin embargo, es
necesario que nosotros, hermanos en el episcopado, no nos limitemos sólo a
exhortar a los fieles sobre los errores y peligros de algunas teorías éticas. Ante
todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad que es
Jesucristo mismo. En él, que es la Verdad (cf. Jn 14, 6), el hombre puede, mediante los actos buenos, comprender
plenamente y vivir perfectamente su vocación a la libertad en la obediencia a
la ley divina, que se compendia en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
Es cuanto acontece con el don del Espíritu Santo, Espíritu de verdad, de
libertad y amor: en él nos es dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla
como el dinamismo de la verdadera libertad personal: «la ley perfecta de la
libertad» (St 1, 25).
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