I. QUIEN ME VE A MI, VE AL PADRE (cfr. Jn 14,
9)
1. Revelación
de la misericordia
« Dios rico
en misericordia » 1 es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre;
cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho
conocer.2 A este respecto, es digno de recordar aquel momento en que
Felipe, uno de los doce apóstoles, dirigiéndose a Cristo, le dijo: « Señor,
muéstranos al Padre y nos basta »; Jesús le respondió: « ¿Tanto tiempo ha que
estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí ha visto al
Padre ».3 Estas palabras fueron pronunciadas en el discurso de
despedida, al final de la cena pascual, a la que siguieron los acontecimientos
de aquellos días santos, en que debía quedar corroborado de una vez para
siempre el hecho de que « Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor
con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida
por Cristo ».4
Siguiendo
las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en correspondencia con las
necesidades particulares de los tiempos en que vivimos, he dedicado la
Encíclica Redemptor Hominis a la
verdad sobre el hombre, verdad que nos es revelada en Cristo, en toda su
plenitud y profundidad. Una exigencia de no menor importancia, en estos tiempos
críticos y nada fáciles, me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo
el rostro del Padre, que es « misericordioso y Dios de todo consuelo
».5 Efectivamente, en la Constitución Gaudium et Spes leemos: « Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación »: y esto lo hace « en la misma revelación
del misterio del Padre y de su amor ».6 Las palabras citadas son un
claro testimonio de que la manifestación del hombre en la plena dignidad de su
naturaleza no puede tener lugar sin la referencia —no sólo conceptual, sino
también íntegramente existencial— a Dios. El hombre y
su vocación suprema se desvelan en Cristo mediante
la revelación del misterio del Padre y de su amor.
Por esto
mismo, es conveniente ahora que volvamos la mirada a este misterio: lo están
sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y del hombre contemporáneo; lo
exigen también las invocaciones de tantos corazones humanos, con sus
sufrimientos y esperanzas, sus angustias y expectación. Si es verdad que todo
hombre es en cierto sentido la vía de la Iglesia —como dije en la encíclica Redemptor Hominis—, al mismo tiempo el
Evangelio y toda la Tradición nos están indicando constantemente que hemos de
recorrer esta vía con todo hombre, tal como Cristo
la ha trazado, revelando en sí mismo al Padre junto con su amor.7
En Cristo Jesús, toda vía hacia el hombre, cual le ha sido confiado de una vez
para siempre a la Iglesia en el mutable contexto de los tiempos, es simultáneamente
un caminar al encuentro con el Padre y su amor. El Concilio Vaticano II ha
confirmado esta verdad según las exigencias de nuestros tiempos.
Cuanto más
se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea,
por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse
teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las
diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y
siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el
antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en
la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de
los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del
último Concilio. Si pues en la actual fase de la historia de la Iglesia nos
proponemos como cometido preeminente actuar
la doctrina del gran Concilio, debemos en consecuencia volver sobre este
principio con fe, con mente abierta y con el corazón. Ya en mi citada encíclica
he tratado de poner de relieve que el ahondar y enriquecer de múltiples formas
la conciencia de la Iglesia, fruto del mismo Concilio, debe abrir más
ampliamente nuestra inteligencia y nuestro corazón a Cristo mismo. Hoy quiero añadir
que la apertura a Cristo, que en cuanto Redentor del mundo « revela plenamente
el hombre al mismo hombre », no puede llevarse a efecto más que a través de una
referencia cada vez más madura al Padre y a su amor.
|