2. Encarnación de la
misericordia
Dios, que «
habita una luz inaccesible »,8 habla a la vez al hombre con el lenguaje
de todo el cosmos: « en efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de
Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras ».9
Este conocimiento indirecto e imperfecto, obra del entendimiento que busca a
Dios por medio de las criaturas a través del mundo visible, no es aún « visión
del Padre ». « A Dios nadie lo ha visto », escribe San Juan para dar mayor
relieve a la verdad, según la cual « precisamente el Hijo unigénito que está en
el seno del Padre, ése le ha dado a conocer ».10 Esta « revelación »
manifiesta a Dios en el insondable misterio de su ser —uno y trino— rodeado de
« luz inaccesible ».11 No obstante, mediante esta « revelación » de
Cristo conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor hacia el hombre: en
su « filantropía ».12 Es justamente ahí donde « sus perfecciones
invisibles » se hacen de modo especial « visibles », incomparablemente más
visibles que a través de todas las demás « obras realizadas por él »: tales
perfecciones se hacen visibles en Cristo
y por Cristo, a través de sus acciones y palabras y, finalmente, mediante
su muerte en la cruz y su resurrección.
De este modo
en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su
misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya
el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió « misericordia ». Cristo confiere
un significado definitivo a toda la tradición
veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando
semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la
misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace
concretamente « visible » como Padre « rico en misericordia ».13
La
mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado,
parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida
y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el
concepto de « misericordia » parecen producir una cierta desazón en el hombre,
quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como
nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la
tierra mucho más que en el pasado.14 Tal dominio sobre la tierra,
entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la
misericordia. A este respecto, podemos sin embargo recurrir de manera
provechosa a la imagen « de la condición del hombre en el mundo contemporáneo
», tal cual es delineada al comienzo de la Constitución Gaudium et Spes. Entre otras, leemos allí las siguientes frases: «
De esta forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo
mejor y lo peor, pues tiene abierto el camino para optar por la libertad y la
esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio.
El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las
fuerzas que él ha desencadenado , y que pueden aplastarle o salvarle
».15
La
situación del mundo contemporáneo pone de manifiesto no sólo transformaciones
tales que hacen esperar en un futuro
mejor del hombre sobre la tierra, sino que revela también múltiples amenazas, que sobrepasan con mucho las
hasta ahora conocidas. Sin cesar de denunciar tales amenazas en diversas
circunstancias (como en las intervenciones ante la ONU, la UNESCO, la FAO y en
otras partes) la Iglesia debe examinarlas al mismo tiempo a la luz de la verdad
recibida de Dios.
Revelada en
Cristo, la verdad acerca de Dios como « Padre de la misericordia »,16
nos permite « verlo » especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre,
cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad.
Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres
y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi
espontáneamente, a la misericordia de Dios. Ellos son ciertamente impulsados a
hacerlo por Cristo mismo, el cual, mediante su Espíritu, actúa en lo íntimo de
los corazones humanos. En efecto, revelado por El, el misterio de Dios « Padre
de la misericordia » constituye, en el contexto de las actuales amenazas contra
el hombre, como una llamada singular dirigida a la Iglesia.
En la
presente Encíclica deseo acoger esta llamada; deseo recurrir al lenguaje eterno
—y al mismo tiempo incomparable por su sencillez y profundidad— de la
revelación y de la fe, para expresar precisamente con él una vez más, ante Dios
y ante los hombres, las grandes preocupaciones de nuestro tiempo.
En efecto,
la revelación y la fe nos enseñan no tanto a meditar en abstracto el misterio
de Dios, como « Padre de la misericordia », cuanto a recurrir a esta misma
misericordia en el nombre de Cristo y en unión con El ¿No ha dicho quizá Cristo
que nuestro Padre, que « ve en secreto »,17 espera, se diría que
continuamente, que nosotros, recurriendo a El en toda necesidad, escrutemos
cada vez más su misterio: el misterio del Padre y de su amor? 18
Deseo pues
que estas consideraciones hagan más cercano a todos tal misterio y que sean al
mismo tiempo una vibrante llamada de la Iglesia a la misericordia, de la que el
hombre y el mundo contemporáneo tienen tanta necesidad. Y tienen
necesidad, aunque con frecuencia no lo saben.
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