IV. LA PARÁBOLA DEL HIJO PRODIGO
5. Analogía
Ya en los
umbrales del Nuevo Testamento resuena en el evangelio de san Lucas una
correspondencia singular entre dos términos referentes a la misericordia
divina, en los que se refleja intensamente toda la tradición
veterotestamentaria. Aquí hallan expresión aquellos contenidos semánticos
vinculados a la terminología diferenciada de los Libros Antiguos. He ahí a María que, entrando en casa de Zacarías,
proclama con toda su alma la grandeza del Señor « por su misericordia », de la que « de generación en generación »
se hacen partícipes los hombres que viven en el temor de Dios. Poco
después, recordando la elección de Israel, ella proclama la misericordia, de la
que « se recuerda » desde siempre el que la escogió a ella.60
Sucesivamente, al nacer Juan Bautista, en la misma casa su padre Zacarías, bendiciendo al Dios de Israel,
glorifica la misericordia que ha concedido « a nuestros padres y se ha recordado de su santa alianza ».61
En las enseñanzas de Cristo mismo, esta
imagen heredada del Antiguo Testamento se
simplifica y a la vez se profundiza. Esto
se ve quizá con más evidencia en la parábola del hijo pródigo,62 donde
la esencia de la misericordia divina, aunque la palabra « misericordia » no se
encuentre allí, es expresada de manera particularmente límpida. A ello
contribuye no sólo la terminología, como en los libros veterotestamentarios,
sino la analogía que permite comprender más plenamente el misterio mismo de la
misericordia en cuanto drama profundo, que se desarrolla entre el amor del padre
y la prodigalidad y el pecado del hijo.
Aquel hijo,
que recibe del padre la parte de patrimonio que le corresponde y abandona la
casa para malgastarla en un país lejano, « viviendo disolutamente », es en
cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquél que
primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. La
analogía en este punto es muy amplia. La parábola toca indirectamente toda
clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo
pecado. En esta analogía se pone menos de relieve la infidelidad del pueblo de
Israel, respecto a cuanto ocurría en la tradición profética, aunque también a
esa infidelidad se puede aplicar la analogía
del hijo pródigo. Aquel hijo, « cuando hubo gastado todo..., comenzó a
sentir necesidad », tanto más cuanto que sobrevino una gran carestía « en el
país », al que había emigrado después de abandonar la casa paterna. En este
estado de cosas « hubiera querido saciarse » con algo, incluso « con las
bellotas que comían los puercos » que él mismo pastoreaba por cuenta de « uno
de los habitantes de aquella región ». Pero también esto le estaba prohibido.
La analogía
se desplaza claramente hacia el interior del hombre. El patrimonio que aquel
tal había recibido de su padre era un recurso de bienes materiales, pero más
importante que estos bienes materiales era su
dignidad de hijo en la casa paterna. La
situación en que llegó a encontrarse cuando ya había perdido los bienes
materiales, le debía hacer consciente, por necesidad, de la pérdida de esa
dignidad. El no había pensado en ello
anteriormente, cuando pidió a su padre que le diese la parte de patrimonio que
le correspondía, con el fin de marcharse. Y parece que tampoco sea consciente ahora, cuando se dice a sí mismo: «
¡Cuántos asalariados en casa de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me
muero de hambre! ». El se mide a sí mismo con el metro de los bienes que había
perdido y que ya « no posee », mientras que los asalariados en casa de su padre
los « poseen ». Estas palabras se refieren ante todo a una relación con los
bienes materiales. No obstante, bajo estas palabras se esconde el drama de la
dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder.
Es entonces
cuando toma la decisión: « Me levantaré e iré
a mi padre y le diré: Padre, he pecado, contra el cielo y contra ti; ya no
soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros
».63 Palabras, éstas, que revelan más a fondo el problema central. A
través de la compleja situación material, en que el hijo pródigo había llegado
a encontrarse debido a su ligereza, a causa del pecado, había ido madurando el
sentido de la dignidad perdida. Cuando él decide volver a la casa paterna y
pedir a su padre que lo acoja —no ya en virtud del derecho de hijo, sino en
condiciones de mercenario— parece externamente que obra por razones del hambre
y de la miseria en que ha caído; pero este motivo está impregnado por la
conciencia de una pérdida más profunda: ser un
jornalero en la casa del propio padre es ciertamente una gran humillación y
vergüenza. No obstante, el hijo pródigo está dispuesto a afrontar tal
humillación y vergüenza. Se da cuenta de que ya no tiene ningún otro derecho,
sino el de ser mercenario en la casa de su padre. Su decisión es tomada en
plena conciencia de lo que merece y de aquello a lo que puede aún tener derecho
según las normas de la justicia. Precisamente este razonamiento demuestra que,
en el centro de la conciencia del hijo pródigo, emerge el sentido de la
dignidad perdida, de aquella dignidad que brota de la relación del hijo con el
padre. Con esta decisión emprende el camino.
En la
parábola del hijo pródigo no se utiliza, ni siquiera una sola vez, el término «
justicia »; como tampoco, en el texto original, se usa la palabra «
misericordia »; sin embargo, la relación
de la justicia con el amor, que se manifiesta como misericordia está
inscrito con gran precisión en el contenido de la parábola evangélica. Se hace
más obvio que el amor se transforma en misericordia, cuando hay que superar la
norma precisa de la justicia: precisa y a veces demasiado estrecha. El hijo
pródigo, consumadas las riquezas recibidas de su padre, merece —a su vuelta—
ganarse la vida trabajando como jornalero en la casa paterna y eventualmente
conseguir poco a poco una cierta provisión de bienes materiales; pero quizá
nunca en tanta cantidad como había malgastado. Tales serían las exigencias del
orden de la justicia; tanto más cuanto que aquel hijo no sólo había disipado la
parte de patrimonio que le correspondía, sino que además había tocado en lo más vivo y había ofendido a su padre con su
conducta. Esta, que a su juicio le había desposeído de la dignidad filial, no
podía ser indiferente a su padre; debía hacerle sufrir y en algún modo incluso
implicarlo. Pero en fin de cuentas se trataba del propio hijo y tal relación no
podía ser alienada, ni destruida por ningún comportamiento. El hijo pródigo era
consciente de ello y es precisamente tal conciencia lo que le muestra con
claridad la dignidad perdida y lo que le hace valorar con rectitud el puesto
que podía corresponderle aún en casa de su padre.
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