6. Reflexión
particular sobre la dignidad humana
Esta imagen concreta del estado de ánimo del hijo
pródigo nos permite comprender con exactitud en qué consiste la misericordia divina. No hay lugar a dudas de que
en esa analogía sencilla pero penetrante la figura del progenitor nos revela a
Dios como Padre. El comportamiento del padre de la parábola, su modo de obrar
que pone de manifiesto su actitud interior, nos permite hallar cada uno de los
hilos de la visión veterotestamentaria de la misericordia, en una síntesis
completamente nueva, llena de sencillez y de profundidad. El padre del hijo
pródigo es fiel a su paternidad, fiel al
amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la
parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa
después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con
aquella alegría, con aquella festosidad tan generosa respecto al disipador
después de su vuelta, de tal manera que suscita contrariedad y envidia en el
hermano mayor, quien no se había alejado nunca del padre ni había abandonado la
casa.
La
fidelidad a sí mismo por parte del padre —un comportamiento ya conocido por el
término veterotestamentario « hesed »—
es expresada al mismo tiempo de manera singularmente impregnada de amor. Leemos
en efecto que cuando el padre divisó de lejos al hijo pródigo que volvía a
casa, « le salió conmovido al encuentro,
le echó los brazos al cuello y lo besó ».64 Está obrando ciertamente a
impulsos de un profundo afecto, lo cual explica también su generosidad hacia el
hijo, aquella generosidad que indignará tanto al hijo mayor. Sin embargo las
causas de la conmoción hay que buscarlas más en profundidad. Sí, el padre es
consciente de que se ha salvado un bien fundamental: el bien de la humanidad de
su hijo. Si bien éste había malgastado el patrimonio, no obstante ha quedado a salvo su humanidad. Es más, ésta ha sido de algún modo encontrada de
nuevo. Lo dicen las palabras dirigidas por el padre al hijo mayor: « Había que
hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo había muerto y ha resucitado,
se había perdido y ha sido hallado ».65 En el mismo capítulo XV del
evangelio de san Lucas, leemos la parábola de la oveja extraviada 66 y
sucesivamente de la dracma perdida.67 Se pone siempre de relieve la
misma alegría, presente en el caso del hijo pródigo. La fidelidad del padre a
sí mismo está totalmente centrada en la humanidad del hijo perdido, en su
dignidad. Así se explica ante todo la alegre conmoción por su vuelta a casa.
Prosiguiendo,
se puede decir por tanto que el amor hacia el hijo, el amor que brota de la
esencia misma de la paternidad, obliga en cierto sentido al padre a tener
solicitud por la dignidad del hijo. Esta solicitud constituye la medida de su
amor, como escribirá san Pablo: « La caridad es paciente, es benigna..., no es
interesada, no se irrita..., no se alegra de la injusticia, se complace en la
verdad..., todo lo espera, todo lo tolera » y « no pasa jamás ».68 La
misericordia —tal como Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo
pródigo— tiene la forma interior del
amor, que en el Nuevo Testamento se llama agapé. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo,
toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando
esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como
hallado de nuevo y « revalorizado ». El padre le manifiesta, particularmente,
su alegría por haber sido « hallado de nuevo » y por « haber resucitado ». Esta
alegría indica un bien inviolado: un hijo, por más que sea pródigo, no deja de
ser hijo real de su padre; indica además un bien hallado de nuevo, que en el
caso del hijo pródigo fue la vuelta a la verdad de sí mismo.
Lo que ha
ocurrido en la relación del padre con el hijo, en la parábola de Cristo, no se
puede valorar « desde fuera ». Nuestros prejuicios en torno al tema de la misericordia
son a lo más el resultado de una valoración exterior. Ocurre a veces que,
siguiendo tal sistema de valoración, percibimos
principalmente en la misericordia una relación de desigualdad entre el que
la ofrece y el que la recibe. Consiguientemente estamos dispuestos a deducir
que la misericordia difama a quien la recibe y ofende la dignidad del hombre.
La parábola del hijo pródigo demuestra cuán diversa
es la realidad: la relación de misericordia se funda en la común
experiencia de aquel bien que es el hombre, sobre la común experiencia de la
dignidad que le es propia. Esta experiencia común hace que el hijo pródigo
comience a verse a sí mismo y sus acciones con toda verdad (semejante visión en
la verdad es auténtica humildad); en cambio para el padre, y precisamente por
esto, el hijo se convierte en un bien particular: el padre ve el bien que se ha
realizado con una claridad tan límpida, gracias a una irradiación misteriosa de
la verdad y del amor, que parece olvidarse de todo el mal que el hijo había
cometido.
La parábola
del hijo pródigo expresa de manera sencilla, pero profunda la realidad de la conversión. Esta es la expresión más concreta de
la obra del amor y de la presencia de la misericordia en el mundo humano. El
significado verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste
únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al
mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto
verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y
en el hombre. Así entendida, constituye el contenido fundamental del mensaje
mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión. Así entendían
también y practicaban la misericordia sus discípulos y seguidores. Ella no cesó
nunca de revelarse en sus corazones y en sus acciones, como una prueba
singularmente creadora del amor que no se deja « vencer por el mal », sino que
« vence con el bien al mal »,69
Es
necesario que el rostro genuino de la misericordia sea siempre desvelado de
nuevo. No obstante múltiples prejuicios, ella se presenta particularmente
necesaria en nuestros tiempos.
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