V. EL MISTERIO
PASCUAL
7. Misericordia revelada en la cruz y en la resurrección
El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los
hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en
este acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es
definido mysterium paschale, si
queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido
hondamente revelada en la historia de nuestra salvación. En este punto de
nuestras consideraciones, tendremos que acercarnos más aún al contenido de la
Encíclica Redemptor Hominis. En
efecto, si la realidad de la redención, en su dimensión humana desvela la
grandeza inaudita del hombre, que mereció
tener tan gran Redentor,70 al mismo tiempo yo diría que la dimensión divina de la redención nos permite,
en el momento más empírico e « histórico », desvelar la profundidad de aquel
amor que no se echa atrás ante el extraordinario sacrificio del Hijo, para
colmar la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres creados a su
imagen y ya desde el « principio » elegidos, en este Hijo, para la gracia y la
gloria.
Los
acontecimientos del Viernes Santo y, aun antes, la oración en Getsemaní,
introducen en todo el curso de la revelación del amor y de la misericordia, en
la misión mesiánica de Cristo, un cambio fundamental. El que « pasó haciendo el
bien y sanando »,71 « curando toda clase de dolencias y enfermedades
»,72 él mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse a la misericordia cuando es
arrestado, ultrajado, condenado, flagelado, coronado de espinas; cuando es
clavado en la cruz y expira entre terribles tormentos.73 Es entonces
cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres, a quienes ha
hecho el bien, y no la recibe. Incluso aquellos que están más cercanos a El, no
saben protegerlo y arrancarlo de las manos de los opresores. En esta etapa
final de la función mesiánica se cumplen en Cristo las palabras pronunciadas
por los profetas, sobre todo Isaías, acerca del Siervo de Yahvé: « por sus
llagas hemos sido curados ».74
Cristo, en
cuanto hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto de los Olivos
y en el Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha predicado a
los hombres, cuya misericordia ha testimoniado con todas sus obras. Pero no le
es ahorrado —precisamente a él— el tremendo sufrimiento de la muerte en cruz: «
a quien
no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros »,75
escribía san Pablo, resumiendo en pocas palabras toda la profundidad del
misterio de la cruz y a la vez la dimensión divina de la realidad de la
redención. Justamente esta redención es la revelación última y definitiva de la
santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de la perfección: plenitud de la
justicia y del amor, ya que la justicia se funda sobre el amor, mana de él y
tiende hacia él. En la pasión y muerte de Cristo —en el hecho de que el Padre
no perdonó la vida a su Hijo, sino que lo « hizo pecado por nosotros »
76— se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la
cruz a causa de los pecados de la humanidad. Esto es incluso una «
sobreabundancia » de la justicia, ya que los pecados del hombre son «
compensados » por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que
es propiamente justicia « a medida » de Dios, nace toda ella del amor: del amor
del Padre y del Hijo, y fructifica toda ella en el amor. Precisamente por esto
la justicia divina, revelada en la cruz de Cristo, es « a medida » de Dios,
porque nace del amor y se completa en el amor, generando frutos de salvación. La dimensión divina de la redención no
se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino restituyendo al amor su
fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de
nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de Dios. De este modo la
redención comporta la revelación de la misericordia en su plenitud
El misterio
pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es
capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del
orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante
el hombre, en el mundo. Cristo que sufre, habla sobre todo al hombre, y no
solamente al creyente. También el hombre no creyente podrá descubrir en El la
elocuencia de la solidaridad con la suerte humana, como también la armoniosa
plenitud de una dedicación desinteresada a la causa del hombre, a la verdad y
al amor. La dimensión divina del misterio pascual llega sin embargo a mayor profundidad
aún. La cruz colocada sobre el
Calvario, donde Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor, del
que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según
el eterno designio divino. Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece
solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente
última de la existencia. El es además Padre: con el hombre, llamado por El a la
existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo aún que
el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace participar
en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto el que ama
desea darse a sí mismo.
La Cruz de
Cristo sobre el Calvario surge en el
camino de aquel admirabile
commercium, de aquel admirable
comunicarse de Dios al hombre en el que está contenida a su vez la llamada dirigida al hombre, a fin de
que, donándose a sí mismo a Dios y donando consigo mismo todo el mundo visible,
participe en la vida divina, y para que como hijo adoptivo se haga partícipe de
la verdad y del amor que está en Dios y proviene de Dios. Justamente en el
camino de la elección eterna del hombre a la dignidad de hijo adoptivo de Dios,
se alza en la historia la Cruz de Cristo, Hijo unigénito que, en cuanto « luz
de luz, Dios verdadero de Dios verdadero »,77 ha venido para dar el
testimonio último de la admirable alianza
de Dios con la humanidad, de Dios con el hombre, con todo hombre. Esta
alianza tan antigua como el hombre —se remonta al misterio mismo de la
creación— restablecida posteriormente en varias ocasiones con un único pueblo
elegido, es asimismo la alianza nueva y definitiva, establecida allí, en el
Calvario, y no limitada ya a un único pueblo, a Israel, sino abierta a todos y
cada uno.
¿Qué nos
está diciendo pues la cruz de Cristo, que es en cierto sentido la última
palabra de su mensaje y de su misión mesiánica? Y sin embargo ésta no es aún la
última palabra del Dios de la alianza: esa palabra será pronunciada en aquella
alborada, cuando las mujeres primero y los Apóstoles después, venidos al
sepulcro de Cristo crucificado, verán la tumba vacía y proclamarán por vez
primera: « Ha resucitado ». Ellos lo repetirán a los otros y serán testigos de
Cristo resucitado. No obstante, también en esta glorificación del hijo de Dios
sigue estando presente la cruz, la cual —a través de todo el testimonio
mesiánico del Hombre-Hijo— que sufrió en ella la muerte, habla y no cesa nunca de decir que Dios-Padre, que es absolutamente
fiel a su eterno amor por el hombre, ya que « tanto amó al mundo —por tanto
al hombre en el mundo— que le dio a su Hijo unigénito, para que quien crea en
él no muera, sino que tenga la vida eterna ».78 Creer en el Hijo
crucificado significa « ver al Padre »,79 significa creer que el amor
está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal,
en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor
significa creer en la misericordia. En
efecto, es ésta la dimensión indispensable del amor, es como su segundo nombre
y a la vez el modo específico de su revelación y actuación respecto a la
realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia, que se
insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle « perecer en la gehenna
».80
|