9. La Madre de la Misericordia
En estas
palabras pascuales de la Iglesia resuenan en la plenitud de su contenido
profético las ya pronunciadas por María durante la visita hecha a Isabel, mujer
de Zacarías: « Su misericordia de generación en generación ».101 Ellas,
ya desde el momento de la encarnación, abren una nueva perspectiva en la
historia de la salvación. Después de la resurrección de Cristo, esta perspectiva
se hace nueva en el aspecto histórico y, a la vez, lo es en sentido
escatológico. Desde entonces se van sucediendo siempre nuevas generaciones de
hombres dentro de la inmensa familia humana, en dimensiones crecientes; se van
sucediendo además nuevas generaciones del Pueblo de Dios, marcadas por el
estigma de la cruz y de la resurrección, « selladas » 102 a su vez con
el signo del misterio pascual de Cristo, revelación absoluta de la misericordia
proclamada por María en el umbral de la casa de su pariente: « su misericordia
de generación en generación ».103
Además
María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado —como nadie—
la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el
sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la
misericordia divina. Tal sacrificio está estrechamente vinculado con la cruz de
su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el Calvario. Este sacrificio suyo
es una participación singular en la revelación de la misericordia, es decir, en
la absoluta fidelidad de Dios al propio amor, a la alianza querida por El desde
la eternidad y concluida en el tiempo con el hombre, con el pueblo, con la
humanidad; es la participación en la revelación definitivamente cumplida a
través de la cruz. Nadie ha
experimentado, como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz, el
pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el « beso »
dado por la misericordia a la justicia.104 Nadie como ella, María, ha
acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la
redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto
con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su « fiat » definitivo.
María pues
es la que conoce más a fondo el misterio
de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este
sentido la llamamos también Madre de la
misericordia: Virgen de la
misericordia o Madre de la divina misericordia; en cada uno de estos títulos se
encierra un profundo significado teológico, porque expresan la preparación
particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver primeramente a
través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la
humanidad entera después, aquella misericordia de la que « por todas la
generaciones » 105 nos hacemos partícipes según el eterno designio de
la Santísima Trinidad.
Los
susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos hablan no obstante de
ella, por encima de todo, como Madre del Crucificado y del Resucitado; como de aquella que, habiendo experimentado la
misericordia de modo excepcional, «
merece » de igual manera tal
misericordia a lo largo de toda su vida terrena, en particular a los pies
de la cruz de su Hijo; finalmente, como de aquella que a través de la
participación escondida y, al mismo tiempo, incomparable en la misión mesiánica
de su Hijo ha sido llamada singularmente a acercar los hombres al amor que El
había venido a revelar: amor que halla su expresión más concreta en aquellos
que sufren, en los pobres, los prisioneros, los que no ven, los oprimidos y los
pecadores, tal como habló de ellos Cristo, siguiendo la profecía de Isaías,
primero en la sinagoga de Nazaret 106 y más tarde en respuesta a la
pregunta hecha por los enviados de Juan Bautista.107
Precisamente,
en este amor « misericordioso », manifestado ante todo en contacto con el mal
moral y físico, participaba de manera singular y excepcional el corazón de la
que fue Madre del Crucificado y del Resucitado —participaba María—. En ella y
por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la
humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por
parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre
su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos
aquellos que aceptan más fácilmente el
amor misericordioso de parte de una madre. Es éste uno de los misterios más
grandes y vivificantes del cristianismo, tan íntimamente vinculado con el
misterio de la encarnación.
« Esta
maternidad de María en la economía de la gracia —tal como se expresa el
Concilio Vaticano II— perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que
prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz
hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos,
no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión
continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno
cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros
y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada ».108
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